Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Maternidad

San José y las celebraciones del alma

Amanezco el día de San José con una llamada de mi hijo para que salga al balcón de la habitación a ver los buitres que sobrevuelan encima de la casa. Una verdadera belleza.

El día de San José para mí está muy lleno de memoria y de amor. Cuando era pequeña lo celebraba siempre con mi padre, era su día y mi santo, y con mi padrino, con quien tenía el regalo de compartir nombre. Sin duda las dos figuras paternales de mi vida. Eso y las virutas de San José, el postre típico del santo en Zaragoza convertían ese día en algo especial para mí.

Años después mi padre murió la noche del día de San José. Esta madrugada se cumplen 21 años. Y pensé que se habían acabado las celebraciones de San José. Me resultaba imposible pensar en celebrarlo sin él. Pero se me olvidaron las espirales de la vida.

Primero estuvo mi hermano, la otra presencia masculina en mi infancia, mi compañero de juegos y de alma, que se convirtió en padre. Porque apenas un año después de morir mi padre, nació mi sobrina. Y aquella memoria de amor se plasmó en las manos de mi hermano al acariciarla. Como hizo luego con su segundo hijo y con el mío. Y los llevó a las montañas y a museos y a lagos y a conciertos, prolongando el amor de nuestro padre en ellos.

Pero la espiral fue más allá, porque tres años después de que sintiera que las celebraciones de San José ya no serían posibles, llegó mi hijo y me dijeron que se llamaba José. Pensé que aquel detalle, su nombre y el hilo que implicaba, era un envío de mi padre. Y pasé de celebrar mi santo con mi padre a hacerlo con mi hijo. Cada año hacemos algo especial para honrar esta línea masculina de mi alma, de la que yo soy parte trasmisora.

Porque la maternidad en solitario me ha obligado a ser madre y padre a la vez. Y aunque no vincule esos roles al sexo de las personas, sí lo vínculo a poder criar en red, en tribu y a cumplir funciones diferentes que a veces se vuelven opuestas. Ser la misma persona la que riñe y abraza, la que consuela y marca los límites, la que juega y brinca y se mueve y sale y al mismo tiempo se recoge.. no sabría explicarlo bien, pero sé que esa soledad obliga a cubrir todos los frentes de la crianza en una sola persona y conlleva un coste altísimo.

Pero es que además uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida es la cantidad de amigos hombres que tengo. La amistad entre hombres y mujeres es diferente, tampoco sé explicar exactamente por qué, pero lo es. Y es, por los prejuicios sociales, más escasa. Mis amigos hombres han jugado un papel clave en mi vida desde niña. Podría pensar en J, que ha sido parte padre y parte amigo, pero recuerdo a F. llevándome la mochila en las excursiones de los scout, a C. y nuestras clases de alemán, a J. y nuestros paseos y de ahí en adelante todos los que se han ido incorporando a mi vida. En el mundo laboral he construido redes afectivas profundas, la mas clara las Espirales con J. Y mi mundo en la roqueta ahora mismo está lleno de hombres buenos que llenan de luz mi vida. Y también han jugado un papel clave en la vida de José, algunos especialmente, junto con sus tíos. Pienso en A. que hace de abuelo adoptivo, o en J. que le nombra tío de sus hijos o en P. que habla con él de vídeo juegos y de la vida, en el papel q jugó A. o en su padrino.

Pero es que además la mayoría de mis amigos hombres son ahora padres. Los veo ejercer de padres de sus propios hijos, tomar decisiones valientes que en mi infancia hubieran sido imposibles y que hoy parecen obvias, por suerte. Les veo con una ternura y presencia casi impensables hace unos años. Y hacerlo desde una consciencia y una sensación de normalidad que me lleva a pensar en todo lo que hemos avanzado, aunque a veces nos empeñemos en mirar oscuro. Y pienso sobre todo en algunos de ellos, que están luchando por el amor a sus hijos en batallas llenas de dolor.

Y vuelvo al comienzo del día y a la llamada al balcón de José para ver los buitres. Porque está haciendo sus prácticas en un lugar que es sencillamente mágico y dando forma a un sueño que definió cuando tenía siete años y me dijo: «mamá, yo quiero un trabajo que me permita estar en la naturaleza y pasar tiempo con mis hijos». Y aquí estamos, diez años después. Entonces y ahora, pienso que desde la memoria de mi padre y mi padrino pasando por los hombres buenos que nos rodean hasta llegar a mí crianza monoparental le hemos dado la opción de ser hombre de un modo diferente y mejor.

Y pienso que celebrar, como le dije ayer a uno de esos hombres buenos, es a veces hasta un acto de resistencia. Pero es sobre todo dar valor al amor que nos va tejiendo, al valor de cada vida, de cada corazón. Unos están a este lado de la vida y los otros ya nos acompañan y sostienen desde el otro lado, pero trataré toda mi vida de que el día de San José sea algo diferente. Es mi forma de honrarlos. Es el hilo del amor, y hacerlo presente con la consciencia de la celebración, funciona.

Feliz día a todos los hombres buenos, seáis o no padres.
Pepa

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2024: diario de una travesía

El 2023 fue inolvidable. El 2024 ha sido una travesía. El 2023 lo terminé escribiendo un cuento hermoso. El 2024 lo quiero acabar compartiendo lo que he aprendido o lo que quizá tan sólo necesitaba recordar, pero de un modo mucho más profundo. Para no olvidarlo y por si sirve.

ENERO
La memoria de quienes amamos es compartida, como un poliedro que se reconstruye y se recrea. Un padre es de todos sus hijos.
El amor es lo único que vence a la muerte y aquellos que amamos y se fueron siguen vivos en nosotros.
Releer es a veces volver a vivir, aunque sea treinta años después.

FEBRERO
El llanto trae refugio y caricia. Pero a veces hace falta mucho valor para llorar.
El amor no salva, pero sin amor no te salvas.
Despedir a Carmen y reencontrar su amor en las paredes de Toledo y constatar hasta qué punto también ella me adoptó.

MARZO
La memoria corporal me puede hacer vomitar, gritar y llorar mucho tiempo después.
Cuando era niña, la poesía fue el único modo que encontré de nombrar lo inefable. Pero ya no estoy allí.
Mi hijo, al que le dio miedo hacerse hombre. Y aquel aeropuerto compartido para sostenerle.

ABRIL

Mis 51 razones.
La herida del abuso, que volvió a sangrar.
La luna llena en la cala del mago: volver en mí.
Y un recordatorio en forma de risa compartida: Nuestro hogar es nuestra red de amor.

MAYO
La vida son espirales: regresan sitios y personas del pasado, pero todo es diferente porque estoy diferente.
Por muchos años que hayan pasado, dar valor de verdad a lo vivido cura: el amor que sí fue aunque no se nombrara, el miedo que se hizo grande, las opciones que tomé o lo que signifiqué en la vida de alguien.

JUNIO
El precipicio a miles de km de casa.
Un viaje de los que valen una vida.
Y sentir que naufrago, no reconocerme.

JULIO
El amor de mis sobrinos, uno de los mayores logros/regalos de mi vida.



La primera reunión presencial del equipo de Espirales CI. Sentir más que nunca que no me equivoqué y que el privilegio se hace aún mayor.
Las risas en aquel hotel escondido en Segovia. Pura magia.
Y el reencuentro en Colonia, el amor que lo hizo posible. «Hace falta un abrazo dado en silencio y sin exigencias, una serie de pequeños pasos dados con la consciencia que sólo surge del amor. Hace falta mucha terapa, mucha, mucha terapia de la de dentro de consulta y de la de las comidas, cafés y conversaciones refugio. Hace falta confiar«.

Y una visita largamente esperada en la roqueta. Hay hilos de amor que nunca se rompen.

AGOSTO


Los océanos bravíos y el amor incondicional de Txus, devolviéndome a tierra.
Y una cena de despedida a mi hijo que merece presencia en este diario por demasiados motivos.

SEPTIEMBRE

El agotamiento y los 17 días logrados a través de las oraciones de Aurora.
A veces no se trata de estar mal, es sólo agotamiento. Las personas nos podemos romper por agotamiento.
Las presentaciones del nuevo libro. Regalo inmenso.
Y el sentido de este año que empieza a aparecer con la claridad de tres verbos: redimensionar, resignificar, recolocar. Es algo así como poner orden, dar el valor y la dimensión correcta a lo vivido.

OCTUBRE

Una opción para el resto de mi vida: optar por dejar de callarme la rabia.
Mi ternura y mi fuerza. Ambas soy yo. La niña asustada y la mujer contundente.
Dos días de vómitos que también merecen figurar en el diario de travesía. Y la lectura de diarios que ya va llegando a su fin.
Los regalos de la vida: los dos reencuentros en Gran Canaria, el regalo inesperado de Tabarca, ver Roma en los ojos emocionados de Aina, los días en Sant Elm.

NOVIEMBRE

Los 18 años de José. Nuestros 17 como familia. Ese primer día, ese inmenso amor.
Celebrar en nuestro hogar madrileño y nuestro hogar mallorquín. Escucharle dar las gracias y pedir a las personas que le digan algo. Escuchar a sus amigos hablar sobre él. Y ese abrazo comunal. Ver el hombre en el que se está convirtiendo, ¡y sentir tanto orgullo!
Y siguen los regalos de la vida: en aquel abrazo lleno de ternura frente a aquel mar de la infancia, en cada luna llena que viene a acunar mis sueños, en aquella ponencia de aquel congreso inolvidable.
Y esa película en la que estoy sin estar.

DICIEMBRE
Y cuando el año parece que acaba, la vida te recuerda que cada día cuenta.
Me toca dar el valor justo a mis renuncias, a lo que no hice, a lo que dejé ir: aquella beca, aquellos puestos laborales. Y saber que siempre lo hice por cuidar a quienes amaba y amo. Y que lo volvería a hacer.
Me toca comprender que algunas personas llegan a mi vida para obligarme a sanar la memoria corporal de mis heridas más tempranas. Y desde ahí puedo dar las gracias y dejarles ir.
No quedarme quieta, parada, silenciosa ni bloqueada. Y al mismo tiempo necesitar hablar cada vez menos, moverme cada vez menos, demostrar ya casi nada.
Me toca sostener la primera ruptura. Y de nuevo sentir un inmenso orgullo.
Y volver a mis amaneceres. Y al privilegio. Y a las caricias y abrazos de mi hijo y de mi gente amada.

Y al final de esta travesía, tan sólo una petición al año nuevo: suavidad.
Pepa, a dos días de acabar el 2024.

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17 años

17 años de esto. El primer día que le tuve en brazos. El mejor de mi vida.

Pepa

Surfeando la ola

Empieza a olerse el final de año. Un año que no voy a olvidar. Un año que ha supuesto desde el principio revisitar mi pasado. Me costó entenderlo, pero ahora sé que ése era uno de los propósitos de la vida para mí este año. He vivido la reaparición en mi vida de personas que se fueron, en algunos casos hace mucho, mucho tiempo; la despedida de personas amadas, el reajuste de varias relaciones claves en mi vida, el cambio de significado de vivencias que creí colocadas, el hacer conscientes memorias olvidadas… todo ello con la vivencia corporal y emocional que conlleva. Me he visto tomando un caldo tumbada en un sofá, varias veces acurrucada en brazos amados, con dos o tres gastroenteritis de lo más simbólicas, viendo cómo una persona se caía sobre mí en una escalera mecánica. Me he visto llorando antes de salir públicamente en un acto, casi sin poder contenerme. Desbordada, conmovida y sobrepasada.

Y ahora que se acerca el final del año, empiezo a estar serena. Sé que este «revisitar» no ha acabado. Pero ahora que he comprendido el para qué, me cuesta menos. Es más fácil que sentirte zarandeada sin entender por qué. Porque ha sido todo demasiado seguido, demasiado intenso, demasiado rápido, como cuando te arrastra la fuerza del mar.

Sé que se avecinan cambios. Estas últimas semanas se han abierto caminos inesperados, nuevos horizontes que no esperaba. Y sé que llegará pronto el «porche frente al mar». Ya me pasó antes de la llegada de mi hijo. Mi hijo que en un par de semanas cumple 18 años, el final, más simbólico que real, de otra etapa. No es casual que sea al final de este año. Han sido dieciocho años en los que el centro de mi vida ha sido él. Más amor del que jamás imaginé que daría y recibiría, y no sólo hablo del que nos hemos dado, sino del que nos ha sostenido a los dos durante estos años, sobre todo en aquellos momentos en que sentimos que podíamos naufragar, pequeños y frágiles, fuertes en nuestro amor, pero frágiles en la vivencia.

Lo miro y siento un amor inmenso, siento orgullo, pero sobre todo siento agradecimiento. Ser su madre es lo mejor que me ha pasado en la vida, mucho más allá de lo que nunca pude imaginar. Y el año anterior a que él llegara a mi vida también fue como este 2024. Ese 2006 fue un zarandeo, un cuestionamiento de mi lugar en el mundo, un tener que tomar decisiones que no me resultaban nada fáciles, algunas pérdidas muy fuertes para mí. Por no hablar del cierre de mi infancia que había llegado con la muerte de mi padre, el cierre de la casa de mi infancia y la creación definitiva de mi hogar en Madrid, que luego fue nuestro. Aún me acuerdo aquella «fiesta de los libros» con mi gente de Madrid.

Y aquí estoy, él cumple 18, anda separándose y tomando sus primeras decisiones que siente adultas, aunque aún le quede muuuuucho por aprender 😉 y yo vuelvo a reconstruir nuestro hogar. Celebraremos sostenidos. No será como imaginé en algunas cosas. Pero será. Y estaremos bien.

Y yo siento que ando surfeando la ola que está siendo este 2024 con dignidad. Confío. Y lo hago desde la consciencia, aunque me sienta frágil y conmovida.

Gracias por seguir aquí, al otro lado de estas líneas.
Pepa

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El diccionario de las almas

Érase una vez…

Una niña de ojos profundos. Cuando se acercaba a la gente, su mirada se hacía caricia y las personas lo notaban. A algunas les gustaba aunque otras sentían un escalofrío.

Las personas, cuando crecen, suelen olvidar que mirar es algo profundo y hermoso, pero también cansado. Si se mira con lentitud, cadencia y detalle, son infinidad las formas, los colores y las estrellas. Por eso, cuando la niña se cansaba, se refugiaba en brazos de su madre y escondía su rostro en su pecho. Allí cerraba los ojos y tan sólo escuchaba aquel hermoso corazón.

Otras veces, cuando su madre no estaba en casa, se metía en el cuarto de su hermano, en silencio, hasta que él le hablaba o le proponía jugar. Y las tardes volaban hasta menguar la luz, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

En el colegio todo era mucho más difícil. Nada más subir al autobús, eran muchos los niños que la miraban y ella sabía leer la tristeza y los miedos detrás de aquellas miradas. Luego el ruido de los pasillos, aquellas pizarras, las páginas de los libros llenas de secretos escondidos..a veces se quedaba mirando por la ventana sólo para ver un cielo de azules sutiles y espaciados.

Y todo aquello le dejaba dentro un caos de imágenes que apenas sabía ordenar. Demasiada información para aquellos ojitos profundos. Con el tiempo entendió además que lo que ella podía ver no todos los veían, sobre todo lo que habitaba en el corazón de las personas. Y empezó a tener miedo: miedo a quedarse sola, a que no la quisieran, a que el dolor que veía se le incrustara en el alma.

Su madre, cuando cada noche la abrazaba, se daba cuenta de que el corazón de la niña latía desbocado en su pecho y cada vez le costaba más acompasar su ritmo. Al mirar a la niña y ver la angustia en sus ojos, entendió que tenía que enseñarle el diccionario de las almas: aquel libro antiguo, tesoro escondido para muchos, que permite ordenar el caos, nombrar el dolor y expresar el amor.

Y, a partir de ese día, le fue enseñando las palabras de aquel diccionario: el temblor, la ternura, la penumbra, el gozo..y tantos otros.

De esa forma la niña perdió su miedo a mirar. Sabía que narrando y nombrando, hasta los monstruos de los cuentos empequeñecen. Aprendió que había palabras en ese diccionario que sólo la persona puede nombrar. Ella no debía correr, tenía que saber esperar, callada, a que las personas pudieran ver y nombrar lo que ella veía.

Aprendió mucho más tarde, cuando dejó de poder esconderse en el pecho de su madre, que hay dolores que carecen de palabra justa para ser nombrados. Y mucho, mucho más tarde, cuando sintió a su hijo acompasar su corazón al suyo, empezó a convertir aquel diccionario en pequeños cuentos o historias que inventaba para él cada noche.

Por el camino encontró personas que conocían aquel código desde muy antiguo y muchas otras que vivían perdidas sin él. Y alma a alma, desde su madre a su hijo, desde su hermano a sus sobrinos, de un alma a otra, supo que la vida son espirales: ser mirada y mirar, ser nombrada y nombrar, ser acariciada y acariciar.

Pasados los años, cuando aquella niña ya sólo vivía en el pecho de una mujer, seguía mirando el horizonte, el azul del cielo o del mar, para dar reposo a sus ojos de niña. Calla, le decían aquellos ojos, sólo mira y calla.

Pepa
En la reunión de Espirales CI, julio 2024

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31 años

Son ya treinta y un 5 de julio para honrar una memoria de amor que sigue viva. Memoria de:

1. Su forma de mirarnos.
2. Su pelo negro y gris.
3. Su risa.
4. María Dolores Pradera y los Panchos.
5. «Cuando muera no quiero que llores, porque todo lo que podría haberte dado, ya te lo habré dado«.
6. Sus abrazos al recibirme en la puerta de casa.
7. Sus llamadas de cada mañana en el colegio mayor.
8. La carretera a Navaleno cantando a Heidi y Marco.
9. Aquella chimenea y el olor a pino.
10. El mirador de Fleta.
11. Las gambas de Aurora peladas con cuchillo y tenedor por Javier y ella riendo tan alto que se escuchaba desde el puesto de enfermeras.
12. Su forma de escuchar que enseñaba a narrar y narrarte.
13. El miedo que daban sus exámenes.
14. Su coraje.
15. Sus caricias al despertar y su beso antes de dormir.
16. La montaña mágica y Theilard de Chartin.
17. Su firmeza/rigidez.
18. «No quieras correr que te enterarás, pero no te preocupes de nada»
19. La rosa de cada 1 de noviembre.
20. Su fe, aún llegando siempre tarde a misa.

21. Aquellas cortinas de su habitación.
22. Las cartas que escribía cuando sentía que no había llegado a saber explicarse.
23. Sus viajes con su gente amada.
24. Los tebeos en las tormentas.
25. Tres días, dos meses, veintiséis años.
26. Su forma de peinarme y recordarme mi belleza.
27. Conversar, conducir, leer, la música, bailar.
28. Su ser leona y su ser herida.
29. Su inteligencia prodigiosa.
30. Su dignidad para vivir y para morir.
31. Y el brillo del sol en las hojas de los árboles, siempre.

Cada 5 de julio. Cada 4 de agosto. Cada día al mirar a mi hijo. Cada vez que tengo miedo. Cada vez que abrazo. Cada vez.

Pepa

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Tiempos y espacios

El tiempo detenido. El espacio ampliado. Dos certezas que anidan en mí cada mañana al despertar.

Hace un par de meses mi hermana me preguntó en qué iba a cambiar mi vida ahora que mi hijo se iba a estudiar fuera. Lo primero que me nació contestarle fue «que voy a dejar de correr». Correr para volver a casa a tiempo de tantas cosas, para llegar a recogerle al colegio, para volver a tiempo de un viaje de darle un beso de buenas noches o de estar haciéndole el desayuno cuando se despertara. A tiempo de sus funciones de fin de curso, a alguna llegué directa recién aterrizada de un vuelo transoceánico sin pasar siquiera por casa. A tiempo de comidas, lavadoras, deberes, conversaciones infinitas y juegos. A tiempo de, en los últimos años, simplemente flotar a su alrededor. Que no sintiera que, por creer él que no me necesitaba ya, yo me había ido. La maternidad para mí ha sido la experiencia más gozosa que he tenido en mi vida, pero también la más agotadora. En parte porque quise una maternidad consciente y la elegí en soledad, en parte porque me lo exigí, en parte porque lo disfrutaba y no quería otra cosa… una mezcla de todo eso y mucho más. Una opción de vida.

Y, de repente, mi vida ha frenado de revoluciones. Incluso en algunos momentos hay tiempos en pausa. De momento me causan un deleite infinito. Porque hace tanto que no los vivía así en lo cotidiano que a veces me siento en el sillón y sólo escucho el silencio, o pongo mi música y me pongo a bailar sola en casa. Ambas son para mí formas de deleite infinito. No sé si seré capaz de mantener este nivel de consciencia en el tiempo o se me acabará escapando, como ocurre con tantas otras cosas, pero de momento es lo que me invade.

Porque además la marcha de mi hijo ha coincidido en el tiempo (esas coincidencias que no existen) con la ampliación del equipo de Espirales CI. Una ampliación que me ha dado por un lado el privilegio de trabajar de forma más continuada, además de con Javier como hasta ahora, con profesionales increíbles y personas espectaculares. Pero me ha dado algo más y es la posibilidad de poder decir que sí a un montón de propuestas, reclamos y necesidades a las que estábamos teniendo que decir que no, porque no dábamos a basto y nuestra agenda estaba ya desde hace tiempo completa a dos años vista. Y ahora, con el equipo ampliado, puedo decir que sí y cambiar mi rol, coordinar los proyectos, contenidos y metodología, pero no ejecutarlos directamente. El otro día me di cuenta de que el mismo día y al mismo tiempo Espirales CI estaba dando una formación en Córdoba, otra en Madrid, una supervisión de equipos en Galicia y yo presentando el último libro en Palma. Esa posibilidad me da paz, porque la necesidad es enorme y la consultoría es ya un equipo, no dos personas. Y porque siento que mi rol es mucho más eficaz de esta forma. Una forma que, de nuevo, me lleva a parar y a quedarme en casa.

A eso le uno el cambio en los espacios de la casa, quizá algo que pueda parecer trivial pero no lo es. José y yo hicimos juntos un cambio en la casa antes de que se fuera, un cambio que acordamos hace casi tres años cuando nos vinimos a vivir a esta casa y que por fin se hizo presente. Una limpieza en la que me ayudaron amigos también: regalar muebles, deshacerme de papeles, vaciar armarios, cambiar la disposición de la casa…y de repente hay espacio en todos lados, en los armarios, cuando entras al salón… Y es que cada vez siento necesitar menos. No hay cambio de armario en invierno o verano. No hay tele. Menos muebles. Y esa sensación de liberación que produce. Y la parte bonita de ver que este fin de semana, el primero que ha vuelto a casa después de irse, ha podido dormir igual con sus amigos en casa. El mismo lío de siempre.

Recuerdo que cuando me fui a estudiar fuera, mi madre me dijo que una vez al mes tenía que volver a casa, que el resto del tiempo viviera y disfrutara y viajara, pero que una vez al mes tenía que «tocar hogar». Así lo llamó. Y tenía razón, una vez más. Tocar hogar. Así que he repetido la pauta con mi hijo. Y cuando le llevaba al aeropuerto de vuelta pensaba una vez más en la sabiduría de mi madre. Tocar hogar, sacar sus dinosaurios de cuando era niño, ver una peli abrazados, traer a sus amigos a dormir después de la juerga correspondiente, ir a la playa con amigos, cenar en su segunda casa o desayunar en la terraza con su amigo mayor. Sentir que seguimos aquí si nos necesita. La certeza de saber quién es y el amor que ha creado en su vida. Una certeza que le constituye, como lo hizo conmigo en su momento.

Y se va y de nuevo me levanto en mis tiempos y mi espacios. Sintiendo que todo está bien. Sintiendo un orgullo indescriptible de él, de ver cómo se está convirtiendo en un hombre, haciéndose cargo de lavadoras, comidas, clases y creando su mundo propio. Sus propios tiempos y sus propios espacios. Que podrá compartir con quienes ama, incluida yo, pero serán los suyos. Sus tiempos y sus espacios. Salir al mundo con la certeza del amor que nos sostiene.

Qué fortuna…

Pepa

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El alma en la piel

En cuatro días mi hijo se va de casa.

Tengo el alma en la piel.

16 años juntos. Ahora le toca volar. Y a mí volver a la soledad acompañada y ser hogar al que volver cuando le haga falta.

Hemos cambiado de sitio los muebles de casa, regalado algunos y hecho una limpieza muy fuerte. Es una casa diferente con mucho, mucho, mucho espacio diáfano. Me alegro de haberlo hecho antes de que se vaya. Y aún falta sacar sus cosas.

Lloro a ratos. A ratos siento vértigo. Otros le miro con orgullo. Y siempre agradecida.

La gente que me conoce bien lleva días enviándome mensajes. Es como cuando las mujeres paren, que hay personas que llegan al hospital y miran sólo al bebé y otras que miran y abrazan primero a la madre. La mirada a la madre. Una vez más, me siento cuidada.

Estos días pienso mucho en mi madre. Hoy pensaba que ella vivió este mismo desgarro cuando me fui de casa a estudiar a Madrid. Pero me he dado cuenta de que con una inmensa diferencia. Y es que ella sabía que se moría, que se le acababa el tiempo. Y renunciaba a ese último tiempo conmigo. Tenía a mi padre y a mis hermanos y eso lo hacía más fácil. Pero hoy de repente su generosidad, que siempre he tenido presente, se ha hecho mucho más radical. Mucho.

La verticalidad: mi madre y mi hijo. Mi piel.

Pepa

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La ternura

En la celebración de mis cincuenta pasó algo muy curioso, entre otras muchas cosas bonitas. La gente, aún sin conocerse, se reconocía por los caminos del hotel. Sabían que eran del grupo de cumpleaños aunque no supieran los nombres ni por qué lo sabían, pero así era. Conforme he ido haciendo el relato post cumpleaños con la gente, muchas personas coincidían en lo impresionante que era que tanta gente de tantos lugares diferentes del mundo, con orígenes y vidas a veces significativamente diferentes, sintiera tener algo en común. Cuando lo decían, siempre apostillaban: «claro, eras tú nuestro nexo de unión«. Sin embargo, poniéndole consciencia me di cuenta de que había algo que unía a aquellas maravillosas personas que iba más allá de mí: su ternura. Todas y cada una de las personas que estuvieron en ese finde maravilloso y loco eran personas tiernas.

Y ahí me di cuenta de que tengo que añadir un criterio más a los que sigo en mi vida para establecer intimidad. No hablo de relacionarme, eso lo puedo hacer sin problema con cualquier persona. Hablo de crear un lazo de intimidad. Hace años que soy consciente de que no sé establecer intimidad con una persona si no me río con ella, el sentido del humor es mi primera criba. Tampoco sé hacerlo si no tiene una mínima cultura, y no hablo de libros y conocimientos académicos, sino de la vida, la apertura de mente y la sabiduría innata que cada día admiro más. Y, desde luego, no sé establecer intimidad con personas que me mienten. Aunque la honestidad acaba siendo más un criterio de exclusión, porque si te mienten lo descubres más adelante. A veces se intuye desde el principio, pero otras no. Pues este verano he descubierto el cuarto: la ternura. La ternura me abre el alma, me conmueve y me lleva a querer conocer a la persona que tengo delante. Me doy cuenta, además, de que es un criterio que se ha ido fortaleciendo con los años y con la maternidad: la ternura hacia mi hijo ha sido desde que soy madre la forma más directa de llegarme al corazón.

Cuando pienso en la ternura, la tendresa como la llaman en mi roqueta, hay cosas que surgen obvias pero hay otras que no lo son tanto. La ternura más obvia es la que surge hacia los bebés, los ancianos, los débiles y los que sufren. Pero ahí voy. La ternura no es la compasión. Mucha gente cree ser tierna y actúa desde la superioridad o la lejanía. Hay personas que hablan a los bebés como si fueran tontos. La ternura justamente es esa actitud que parte de reconocer, respetar y honrar la dignidad del otro. Mirar a esa persona como si fuera un regalo, porque lo es; una oportunidad asombrosa de conocer otra alma. Es verdad que es una ocasión que siempre surge más y de forma más radical cuando las personas sufren, porque están más dispuestas a mostrar su alma al sentirse vulnerables. Pero la ternura no es sólo el gesto: esa caricia en la cara, ese abrazo largo, esa mirada sostenida. Es también la forma de realizar ese gesto. Con autenticidad. Con el alma abierta. Desde la propia vulnerabilidad. Sólo es tierno de verdad quien está conmovido, y sólo se conmueve quien abre su alma lo suficiente.

Así que al final la ternura es una cualidad de los valientes. Las personas que están (estamos) dispuestas a mostrar nuestra vulnerabilidad, a dejarnos conmover y transformar por la vida, las que vemos el encuentro con otras personas como un regalo, un privilegio, casi una ceremonia.

Por eso yo soy tierna en mi trabajo como psicoterapeuta, porque a la consulta llega alguien dispuesto abrirme su alma y, da igual las veces que lo haya vivido, sigue pareciéndome un regalo indescriptible. En septiembre sale publicado mi último libro: «Aprendiendo a habitarnos. Un modelo de intervención psicoterapéutica con personas con historias de trauma«. Decidí correr el riesgo de contar el modelo que sigo en mi trabajo como psicoterapeuta. Describo lo que hago con las personas desde que llegan a consulta hasta que se van. Por si le pudiera servir a otros profesionales.  Por si alguien quiere tomar algo de ello. Creo que es de los libros más valientes que he escrito, desde luego de los más arriesgados junto a «Amor y violencia, la dimensión afectiva del maltrato» (2008). Y en el libro hablo mucho de la ternura. Para mí es un valor profesional, no sólo humano.

Por eso quiero personas tiernas en mi vida. Personas que abracen, que digan «te quiero», que acaricien, que me miren largo y sin miedo, que no tengan miedo a llorar o a reír a carcajadas, siempre que sea juntos. Personas capaces, como hizo mi hermano hace muchos años, de agarrarme de la mano sin decir nada durante todo el funeral de nuestra madre para que pudiera sostenerme. O de escucharme llorar al otro lado del teléfono sin decir nada, porque no hay nada que se pueda decir, como han hecho ya varias personas en mi vida. Personas capaces de hacer kilómetros y cocinar gambas cuando son lo único que da sentido. Personas que se tiren en el suelo a construir selvas, mares y diversos ecosistemas en la terraza de nuestra casa con mi hijo o que le acunen y le acaricien el pelo hasta que se quede dormido. O de las que le dan un masaje cada vez que él se pone de espaldas a ellos y dice «porfa». De ésas, por suerte, también ha habido varias. Personas que se alegren con mi alegría (he ahí una de las mejores formas de ternura) y las vea llorar emocionadas con algo bueno que me pasa porque entienden su significado más allá de lo evidente. Personas a las que les tiembla la voz cuando me presentan en un acto. Personas que me aplauden largo, muy largo… ¿sigo?

lo que nos da la ternura

 

Y, por supuesto, la ternura ha sido uno de mis pilares como madre. Quise hacer con mi hijo lo que mi madre logró hacer con nosotros, convertir la ternura en una constante, en algo innegable, en algo casi, casi palpable. Creo que lo conseguí. Y eso que hace algunos años mi hijo me dijo que le gustaba más calva, porque desde que me había quedado calva, era «más blandita». Ni se imaginaba entonces (creo que ahora ya casi con 17 años y a punto de irse de casa sí lo sabe) el camino que he recorrido en mi vida para dejar salir la ternura sin miedo. No tanto en la parte de dar ternura, que creo que siempre se me dio bien, sino en la de recibirla. Mis abrazos son una de mis mejores cualidades pero me costó tiempo aprender a dejarme temblar en el abrazo de otro. De hecho, a veces, aún me cuesta. Y como todo en la vida, también en la ternura, se vuelve profunda cuando es recíproca.

Este verano ha estado impregnado de ternura. En casa, entre mi hijo y yo, sabiendo los dos que nos llega la despedida. Ternura también de la gente que nos quiere hacia mi hijo en forma de cuevas, de habitaciones en sus casas, de escapadas y mimos asturianos y vascos, de comidas, de lágrimas y de abrazos. También para ellos es una despedida. Y ternura en forma de muchas miradas hacia mí. Muchas. Por no hablar de la ternura de nuestros ángeles favoreciendo en extremo mi habilidad logística.

La ternura es alimento para el alma. Y es algo que, por suerte, define mi vida y no puedo expresar la gratitud inmensa que siento por ello. Lo que sí puedo hacer es renovar cada día mi opción por ella. Por mi parte, sin propósito de enmienda.

Pepa

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La segunda parte de mi vida

No sé si es la segunda, o la cuarta según lo mire, o la continuidad de la tercera si pienso en los cambios geográficos que he hecho en mi vida (18 años en Zaragoza, 24 en Madrid y 8 en Mallorca). No sé qué número de parte es la que voy empezando y no es lo que importa. Lo que sí sé es que este año está siendo un año de mirar hacia dentro, de tomar perspectiva sobre mi vida y de puntos y aparte. Y todos los cierres conllevan nuevos comienzos.

La primera parte de mi vida ha tenido mucho, muchísimo que ver con cuidar. Cuidé a mi madre en su enfermedad hasta su muerte a mis 20 años. Y, poco más de un año después, empezó el cuidado de mi padre hasta su muerte, cuando había cumplido los 31. Tres años después llegó mi hijo, al que he cuidado durante los últimos 16 años de nuestras vidas. Elegí un trabajo que tiene todo que ver con el cuidar a personas que sufren. Y he cuidado y acompañado a las personas que he amado y amo a lo largo de toda mi vida.

Si tuviera que elegir un regalo que he tenido en mi vida sería justo el amor que hay detrás del cuidado que acabo de nombrar. Lo he dicho alguna vez ya, aprendí más de mis padres si cabe en su enfermedad y su muerte que en su vida. Su manera de afrontar el dolor, su dignidad, su alegría y a veces su desgarro. En cuanto a la maternidad, ser madre de mi hijo José ha sido sin duda la experiencia más radical que he tenido en mi vida. Radical en el sentido de transformadora, de generadora de cambios. La Pepa que existía antes de que él llegara a mi vida ya no existe, soy otra persona y soy mejor persona gracias a él. Y la red de amor que he creado a lo largo de los años, que me ha sostenido, cuidado y acompañado toda mi vida me hace sentirme amada cada día. Y el cuidado que he asumido en mi trabajo me ha dado el privilegio de sentir que trabajo en algo con sentido, en algo que merece la pena y eso no tiene precio.

Pero algo muy íntimo dentro de mí sabe que la segunda parte de mi vida tiene que ver con dejar de cuidar. Veo a mis amigos que están llegando a ese momento de la vida en la que toca cuidar a los hijos y a los padres ancianos al mismo tiempo, eso que sucede cuando la vida sigue el patrón más habitual. Los veo agotados, cansados y asustados y me recuerdo así en mi adolescencia, cuando no tocaba, cuando aquel cuidado para el que no estaba preparada dejó huella dentro de mí. Perder a nuestros padres es quedarse huérfano, tengas la edad que tengas. Da igual que tengas 20 o 50, para ese dolor no hay parangón, no hay palabras que lo definan. Sólo con el tiempo aprendes que el amor es más fuerte que la muerte y que siguen en ti. Y aprendes a vivir con el dolor de no poderlos abrazar. Pero la huella sí es diferente a los 20 que a los 50 y lo que seguro cambia son esos treinta años que caben en medio, donde hubieras querido tenerlos a tu lado y donde no tenerlos marca una forma de vivir y de afrontar la vida diferente. Ahora que llego a la edad a la que en la mayoría de los casos toca ver envejecer, enfermar y morir a los padres, pongo en perspectiva mi vida, el miedo de aquella Pepa de catorce años que vio enfermar a su madre. La miro, la reconozco y la abrazo más que nunca. Y eso que tuve la fortuna de que dejaran legatarios de su amor y de su cuidado hacia nosotros que permanecieron fieles a ese compromiso durante todos estos años: mi padrino y su mujer, mi tía Carmina y mi tío Miguel, mi segunda madre Aurora, Fernando y Javier.

Este año, si la vida no tiene otros planes, José se irá a estudiar fuera. Y con su salida de casa nuestra relación entrará en otra etapa, de hecho ya está ocurriendo ese cambio este año. Lo seguiré cuidando pero de otra forma. Y tocará dejarle hacerse adulto, crecer  y separarse aún sabiendo que la intimidad y la ternura permanecerán. Se acabaron las noches sin dormir, el volver corriendo de los viajes a última hora de la noche para poder estar cuando se despertara, las logísticas miles (la maternidad, lo digo siempre, es amor y logística), las planificaciones que había que cambiar y adaptar mil veces, las lavadoras, los deberes… y podría seguir. Se acabaron muchas cosas hacia una relación desde la intimidad, no desde la necesidad de cuidado. Siempre seré su madre, y nuestra relación siempre será un vínculo vertical (no horizontal). Lo será hasta que me muera e incluso después. Pero será de otra forma. Sin el cuidado cotidiano.

El trabajo sigue implicando cuidar, pero hace muchos años que aprendí a colocarlo en su lugar, esa fue la parte fácil aunque nadie me creyera al principio. Mis vacaciones, mis excedencias, mi agenda loca que me permite llevar una vida placentera… fue todo un ejercicio de consciencia. Como lo fue aprender a cuidar a mis amigos de otra forma, a que mi paz interior no se fuera con ellos, a que las pérdidas o las preocupaciones fueran parte de la vida sin generar angustia. Estar presente, seguir a su lado a mi forma, que es sólo mía, y sentirme orgullosa de mi forma de querer y dejar de excusarme por ella. Sobre todo cuando veo la increíble red de amor que esa forma mía de querer ha generado y cuando me siento bendecida y abrumada de la cantidad de amor que he recibido en reciprocidad por lo dado.

Así que afronto mis cincuenta y este comienzo de esa segunda parte de mi vida sabiendo que no habrá nadie a quien cuidar de forma cotidiana salvo a mí misma. La conquista del auto cuidado, que tiene que ver con dos palabras clave: descanso y placer. Mi vida ha bajado de ritmo (la roqueta ha ayudado también en eso, ya lo dije en mi última entrada), sigue siendo muy rápida para muchos pero a mí me gusta el ritmo que llevo ahora. Y el bajar el ritmo ha traído descanso a mi alma. Porque viéndolo en perspectiva, si ahora tuviera a mi Pepa de doce años delante sólo habría una cosa que le diría sabiendo lo que sé ahora. Le diría «no hace falta que te esfuerces tanto». Toca descansar y caminar lento. Estoy en ello, sigue siendo un aprendizaje para mí.

Y sobre el placer…qué decir! Quiero llenar la segunda parte de mi vida de mucho más placer. Siempre he sido una disfrutona, probablemente la capacidad de gozo que aprendí de mis padres me salvó más veces de las que fui consciente. Ya hice mi listado de cosas que me gustan hace un tiempo. Me gusta bañarme en el mar, reír, ver amanecer y atardecer, bailar y cantar desentonando, las pelis buenas, viajar, cuánto me gusta viajar!, sentarme al sol un día de invierno, un café con amigos y por encima de todo, conversar. Pero demasiado a menudo sacrifiqué el placer por el deber. Y ésa es mi otra tarea para esta segunda parte de mi vida. No quiero más deberes. Tengo la suerte de que el trabajo para mí no es un deber, pero hay muchas formas de vivirlo que pueden generar deberes internos. Y mi gente amada me conoce, porque hace mucho que logré aprender a mostrar mi vulnerabilidad y mi pequeñez, aunque todavía me salga de vez en cuanto hacerme la fuerte.

He llegado a un momento de mi vida en el que siento que no necesito demostrar nada más. Y desde ahí quiero seguir trabajando, amando y viviendo. Haciendo lo que quiera y crea cada vez. Me sé y me siento amada, me sé y me siento bendecida. Y lo que tenga que venir desde aquí, será siempre regalo.

La perspectiva y la consciencia dan un valor diferente a lo vivido y a lo que me queda por vivir. Eso y una inmensa sensación de gratitud. Como dice la canción: «gracias a la vida, que me ha dado tanto».

Pepa

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