Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Sus siete y su luz

El sábado mi hijo cumplió siete años. Y nosotros seis de familia. Mi hijo llegó a casa justo el día de su primer cumpleaños, uno de esos elementos mágicos de la vida de los que hablaba el otro día. Así que cada vez que celebramos su vida, celebramos el regalo inmenso que la vida me hizo convirtiéndome en su madre. Celebramos su felicidad, pero también la mía. Inmensa dicha.

Y han sido unos días llenos de luz. El sábado salió un día radiante en Madrid, uno de esos días de invierno con sol que yo adoro, son mis favoritos. Mi hijo dijo: «mami, es mi cumpleaños, no quiero comer en un sitio cerrado lleno de gente». Así que nos fuimos al retiro con sus tíos. Y allí pasamos el día, con los pavos reales, el palacio de cristal y su magia, las pompas de jabón gigantes, las cuerdas para saltar..magia. Comimos en una terraza al sol, tanto sol que José se quejaba del calor que hacía, y nos quedamos en mangas de camisa. Y caminamos más y él pudo tirar una y otra vez su peonza nueva. Después cenamos con sus tíos y sus primos, hicimos la tarta y agotamos el día con el único pesar de no haber podido estrenar sus maravillosos patines nuevos.

El domingo volvió a salir el sol. Y de nuevo celebramos en un patio al aire libre comiendo paella y perritos calientes con veintitres niños y más de treinta adultos, un mago, un payaso y unos olivos maravillosos que soportaron estoicamente a los niños subidos encima. Otro regalo imposible de describir. Todo el amor que nos rodea a mi hijo y a mí, que nos sostiene, que nos cobija.

Ha sido un cumpleaños lleno de luz. Y de amor. Y cuando pienso en mi hijo, es justo eso lo que ha traido a mi vida: luz y amor.

No es que no haya batallas, de hecho apenas tres días después, la peonza ya está requisada temporalmente 😉 Pero los patines los estrenamos, el pijama también, vamos leyendo los cuentos, toca montar los aviones…será por regalos. Más amor.

No sabía si contarlo aqui, al fin y al cabo iba a parecer lo que soy: una mami a la que se le cae la baba con su hijo, por mucho que algunos ratos me agote o me desespere.

Pero hoy alguien me ha recordado algo que tiene que ver con la luz y con el amor, y eso me ha hecho decidirme a escribir. Me ha recordado de un modo mágico que mi opción por la vida ha estado siempre presente muy dentro de mí, desde muy atrás, desde mucho antes de que José llegara a mi vida. Pude haber elegido la noche, y elegí buscar siempre la luz de los parques. Pude haber elegido quedarme en el dolor, aferrada a él en un vano intento de evitarlo, pero elegí atravesarlo. Puede haber elegido el miedo, pero elegí muchas veces el salto sobre el vacío. Pude haber elegido la soledad, pero elegí amar y también ser madre.

Y cada vez que abrazo a mi hijo, que miro sus ojos y su sonrisa, recuerdo por qué. Y entonces un paseo con él, con mi hermana y mi cuñado por un parque adquiere un nuevo valor. El mismo que recibí y sigo recibiendo de quienes me amaron: el de las cosas pequeñas, el del brillo del sol en las hojas de los árboles, el de las miradas y las caricias…esa parte de la vida a la que sólo se llega optando.

Eligiendo amar.

Pepa

Dejarse en la vida

La vida para mí es también magia. Y no me refiero a esa idea bucólico pastoril de la vida como algo bonito, bello e inocente. No me refiero a que sea bella, que lo es, ni emocionante, que también a raudales. Pero también es cruel, dolorosamente cruel y lacerante. Así que no, no hablo de esa magia.

Hablo de lo inefable, lo inexplicable, las preguntas sin respuesta, de esas certezas que te llegan y te invaden sin que puedas saber cómo ocurrió, de dónde se sacó el mago el conejo de la chistera, cómo fue que sucedió, cuándo si no lo viste venir. Esa sensación de que la vida es mucho más que lo que ves, y mucho más que el resultado de lo que haces o decides.

En los últimos meses en los talleres que voy dando la magia está volviendose casi palpable porque lo que surge, lo que sucede es mucho más que la suma de lo que yo doy y lo que los participantes entregan de sí. De repente en un ejercicio, en la construcción colectiva que hacemos de las conclusiones surge algo diferente, algo nuevo. Quizá no tanto un nuevo concepto como una nueva mirada, una nueva forma de nombrarlo, un matiz inesperado, una comprensión distinta.

Y no es algo que le suceda sólo a la gente, sino que me llega a mí. Esta semana en el taller que di en el centro de formación de profesores de Palma me volvió a suceder. Con un grupo de cincuenta educadores infantiles el nivel de elaboración de algunos de los conceptos era muy compejo, como alta la dificultad de encontrar palabras para algunos de los matices y realidades que los participantes me obligaban a afrontar con sus preguntas.

Todos ellos me regalaron el privilegio de esta nueva formulación. Por eso me nace compartirla aquí. Porque fue un regalo para mí, como varios de los que estoy teniendo en los últimos meses. Un regalo que sólo te puede llegar de profesionales vocacionales (sí, esa especie que parece en vías de extinción sigue existiendo y con más ahínco y entusiasmo que nunca, yo me los encuentro allá donde voy y en grupos tan grandes que la gente se queda fuera de los talleres por falta de plazas); profesionales cuya exigencia te confronta hasta un poquito más allá de tus propios límites, para encontrar esa herramienta, esa mirada, esa comprensión que abra nuevos horizontes, y contribuya a la legitimidad, coherencia y calidad de su trabajo.

El regalo fue el siguiente. Y tiene que ver con la magia. Se formularía más o menos así:

Sólo si hay al menos un otro que te da seguridad y confianza, puedes llegar a dejarte, a confiar, a perder el control.

Y sólo si logras ese «dejarte», ese «confiar» puedes lograr los tres pilares del equilibrio emocional que podrían formularse como:

CONEXIÓN/COMUNIÓN con los demás. La construcción de vínculos afectivos profundos y positivos sólo se logra cuando te dejas en el otro, cuando te abres a él o ella, cuando confías aceptando tu vulnerabilidad y tu necesidad de ser sostenido y acompañado, cuando te arriesgas. No puedes llegar a la comunión con otra persona manteniendo el control.

CONSCIENCIA. No hay vida emocionalmente plena sin consciencia. La consciencia de cada vivencia, de cada momento, de cada responsabilidad. La maternidad con consciencia, la vida de pareja con consciencia, trabajar con plena consciencia, tomar el sol con consciencia…cada minuto del día vivido con consciencia nos proporciona paz interior. Tanto más si esa consciencia es sobre el dolor. Sólo atravesando el dolor con consciencia lo sanamos, lo curamos, lo dejamos ir. Vivirlo sin consciencia supone quedar aferrados a él.

ALEGRÍA/ PLACER. Al placer sólo se llega a través de la entrega, del dejarse, de la pérdida de control. La risa no es auténtica si la controlas, y cuando es de verdad se vuelve incontenible y contagiosa. O el orgasmo. Sólo si llegas a dejarte en la vivencia, a no intentar controlar lo que haces y cómo lo haces llegas al disfrute pleno, al placer y a la alegría. El miedo y el control conducen a la ansiedad y la angustia, y no hay peor antídoto para el placer ni mejor garantía de la tristeza, aunque ésta llegue más inmediata o más tardía.

Creo de verdad que no es posible el equilibrio emocional sin consciencia, comunión o conexión con otros y alegría. Y creo que para llegar a cada uno de esos tres elementos el único camino es la entrega, la confianza. No significa no tener miedo, sino saltar el precipicio muerto de miedo. No significa no ser consciente de los riesgos, sino confiar en que en el camino hallarás la manera de sortearlos.

Dejarse es caminar, llorar y reir, sufrir y temblar. Dejarse es ponerse en manos del otro, sea este otro una persona o la vida en su intemperie.

Y la paradoja más importante de este concepto es que sólo aprendemos a dejarnos y confiar si nos dieron en algún momento de la vida una base segura para hacerlo. Venimos de un otro y caminamos hacia un otro. Somos desde otras personas y existimos para otras personas. Sólo si nos dieron la seguridad suficiente, en la infancia o mucho después (porque podemos aprender a dejarnos y confiar en cualquier momento de la vida, ésa es la maravilla, la infancia no es una condena) sentimos el valor que necesitamos para dejarnos.

Pero la clave para la vida no es la seguridad, no es el control, sino la entrega, justo la pérdida de ese control.

Al menos eso creo, eso conté el otro día y eso siento. Y cuando te dejas, aparece la magia.
Pepa

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La intemperie y la responsabilidad

INTEMPERIE. Hace frío. Estás desnuda. Tienes miedo. Tiemblas. Palpas tu fragilidad. Y tus heridas. El viento te empuja a veces, y sientes que la vida va más deprisa de lo que puedes controlar. Otras golpea tan fuerte tu rostro que casi no puedes ni caminar.

También hay días de sol, y de luz. De ese temblor cuando el sol de invierno va calentando tu cuerpo entumecido. De esa vida que brota por todos lados, sin poder detenerla. Sin quererlo tampoco. Días de amaneceres en la mar, donde el agua te acuna. Pero de esos es difícil acordarse cuando te invade el dolor.

Y hay olores, y sabores, y texturas…todo lo que la vida te brinda, a borbotones. Lo que no elegiste: tu tierra, tu familia, las personas que te amaron, las que te aman, el primer llanto, la enfermedad, la primera muerte, la última: la tuya..

Y vas dejando jirones de tu piel..y ganando matices, sutileza y belleza..todo en uno.

Incluso el amor, que sólo llega cuando logras aceptar tu intemperie (tu debilidad, tu vulnerabilidad..). Aunque amar en parte sí se elige.

Pero ahí, en la intemperie, estás sola. Sólo tú.

RESPONSABILIDAD. La elección. Vivir o morir. Caminar o esperar. Luchar o rendirse. Saltar o quedarte agazapada. Entregarse o volver el rostro.

Amar o quedarse sola, aunque estés acompañada.

La alegría (que no la felicidad) o la desesperanza (que no la tristeza).

El precipicio…saltas?

El vaso medio lleno o el vaso medio vacío. Ambos existen. Ambos argumentos son reales. Es cuestión de elegir cuál miras, cuál tomas y cuál ofreces a quien te mira y te ama.

Los ingredientes del plato te los dieron, pero el sabor resultante depende de ti. La responsabilidad no se puede delegar. De niña no la tuviste, pero como adulto es sólo tuya. No hay culpas ni culpables. Hay opciones, decisiones que asumir.

Y de nuevo estás tú. Sólo tú. Porque nadie puede elegir por ti.

Nuestra alma se juega en la intemperie y la responsabilidad. No elegimos lo que la vida nos da y nos quita, pero sí qué hacemos con ello, cómo lo vivimos, cómo lo afrontamos. Ése es el único margen de libertad real que conozco.

La vida para mí no se explica sin alguno de estos dos elementos. Y a mis 40 sigo preguntándome cuál me sobrecoge más.

Pepa

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Lo he hecho bien

Llevo días con esta frase resonando en mi cabeza. Pensando en escribir un post que se titulara así. Y conforme han ido sucediéndose las horas y los días he ido siendo más consciente cada vez de lo difícil que me resultaba, de la vergüenza que me daba titular un post así: «lo he hecho bien».

Y es que ¡nos resulta tan dificil mirarnos al espejo y reconocer nuestra valía! Es algo generalizado en nuestra sociedad, la crítica y la autocrítica parecen lógicas, necesarias y habituales, de hecho últimamente son la norma. Una norma que conduce a la desesperanza. Pero el reconocimiento, el agradecimiento y el sentirse bien con uno mismo…eso, si se hace, ha de ser en privado.

Pero hoy no voy a generalizar. Lo diré en primera persona: ¡me resulta tan difícil mirarme al espejo y reconocer mi valía!. Es como si estuviera fuera de lugar, como si fuera engreído, presumido e innecesario por mi parte. Al contrario no sucede, cuando se trata de echarme en cara mis fallos soy fantástica. Esa juez que llevo dentro, y que también reconozco dentro de muchísimas personas, lleva en mí desde que tengo memoria. Encantada cuando tenía la excusa para mirarme con desprecio.

Con los años he aprendido la COMPASIÓN. Aprenderla hacia los demás fue fácil. Sentirla por mí misma fue tarea de titanes. Pero lo logré, al menos la mayoría de las veces. He aprendido a acoger a esa juez, que sigue viviendo en mí, y mirarla divertida y decirme «ya estás aquí otra vez». Ahora me río mucho más, y me acaricio mucho más.

¿Pero publicar una entrada que se llame «lo he hecho bien»? Eso ya es para nota.

Pero resulta que es cierto. Lo he hecho bien. Y conforme pasan los días la evidencia es innegable. Y lo es porque no viene de mí, sino de mi hijo. De sus ojos, su sonrisa, su bienestar. Mi hijo está bien. No sólo bien, está realmente bien. Ha hecho un camino de gigante en los últimos dos meses, ha batallado con el monstruo, y le ha vencido. Lo ha hecho él. Es su victoria. Su valentía. Su vida.

Pero ése es su relato. Yo aquí puedo contar el mío. Mi parte. Yo he sabido y podido sostenerle en el camino. Porque, a pesar de estar rodeados de amor (benditos seais), ésta ha sido una batalla que hemos librado solos. Él y yo. Solos.

Y hemos vencido. No porque el monstruo no ganara, que ganó, eso ya no tiene vuelta, el daño está hecho. Sino porque hemos logrado que no nos destruyera. Así que a la postre le vencimos. Creo que las batallas contra los monstruos se pierden y se ganan, todo en uno. Se pierden porque el daño es irreparable. Se ganan cuando eres capaz de volver a confiar y a amar.

Lo he hecho bien en el camino de estos seis años que nos han llevado hasta aquí, al crear, de la mano de mi hijo, esta relación profunda de amor, de sensibilidad y de seguridad que nos une a los dos. Nunca dudé de esa relación, por muchas veces que he metido la pata, al final sé que lo que queda es la pauta general, la cotideanidad, y ese día a día en nuestro hogar está lleno de caricias, de risas y de conversaciones. Pero estos dos últimos meses he podido comprobar hasta qué punto esa relación ha dado seguridad a mi hijo para afrontar el dolor.

Lo he hecho bien al hablarle de lo que casi nadie habla, y darle pautas y decirle que estas cosas existen y que puede afrontarlas y cómo hacerlo. No pude protegerle de que sucediera, pero sí le di las herramientas para decir «no».

Lo he hecho bien porque cuando pasó y ni él sabía cómo contarlo, pude acompañarle y sostenerle y esperar. Y sostener sus pesadillas, y sus explosiones durante semanas. Por mucho que lo intente, no podré expresar lo duras que fueron esas semanas. Tener la certeza de que tu hijo sufre, de que le pasa algo y no saber qué. Saber que cuando esté preparado, lo contará, pero que hasta entonces debes respetar su tiempo.

En ese tiempo metí la pata veinte veces, le castigué por cosas que sabía que tenían que ver con su angustia, no con él, le grité, me enfadé. Mi propia angustia me desbordó y me impidió saber reaccionar bien en muchas situaciones. En otras sabía que tenía que mantenerme firme porque eso también le devolvía la seguridad de que su mundo y su madre seguían siendo los mismos, limitados, falibles y amorosos. Estuve ahí, esperé y supe que aquello no tenía que ver conmigo. Lloré por las noches después de consolarle las pesadillas o de tranquilizarlo.

Lo he hecho bien cuando me lo contó, aquella tarde en el coche, y pude seguir conduciendo, y no estrellarme, y explicarle el porqué de sus sentimientos, su rabia, su dolor, nombrarlos. Y refozar su valentía por reaccionar, por habérmelo contado. Y no llorar, ni gritar. Hacerlo después, por la noche, cuando él ya dormía.

He llorado lo indecible. Me he sentido doblada, a la intemperie, frágil y pequeña, he sentido una pena dentro que no sé explicar, pero que, cuando pude, relaté en esta entrada de este blog. He recibido cientos de mails, llamadas y mensajes en contestación a aquella entrada. Sencillamente no tengo palabras para tanto amor.

Siempre hablo del amor, y del agradecimiento, pero cada uno de nuestros seres amados que cogió un coche y apareció en casa y me abrazó sin más, las llamadas de cada noche, las meriendas y los parques, la gente amada que me vio perder el control y me sostuvo y me perdonó, quienes me escucharon llorar al teléfono, quienes me abrazaron, tantos mensajes, quienes hicieron cosquillas a José para despistarle cuando veían que se me empezaban a saltar las lágrimas…ese amor me dio la fuerza para sostenerle. Hay momentos en la vida en que «estar ahí» junto a quienes amas lo cambia todo.

Por eso también, por todas esas personas que leísteis aquel post y me demostrasteis lo mucho que os importamos, quiero escribir también esto: estamos bien. Mi hijo es un valiente, una hermosura y la mayor bendición que pude imaginar. Y todo lo que ha pasado me ha dado una nueva mirada sobre mí como persona, pero sobre todo como madre.

Ojalá nunca hubiera tenido que mirarme así, porque eso significaría haber podido librar a mi hijo de ese dolor, no haber perdido la batalla. Pero ahí no elegimos. Ésa es la intemperie. Nadie nos pregunta. Sólo elegimos el después, cómo afrontarlo, qué hacer con ello. Cómo volver a confiar. Volver a amar. Volver a optar por vivir.

Hace un par de meses tuve una conversación muy interesante con mi hijo y su padrino sobre Jesús, que me sale de dentro incluir para acabar este post, porque hablabamos de eso, de quién vence al final.

La conversación fue más o menos así:
Mami, ¿por qué mataron a Jesús?
– Pues porque él predicaba cosas que a la gente que por entonces tenía el poder no le interesaba que se difundieran ni que la gente siguiera.
-¿Como qué?
– Como que había que querer y cuidarnos los unos a los otros, que había que compartir lo que teníamos..cosas así, y la gente que tenía el poder y el dinero entonces no estaba dispuesta a compartirlo.
– Pero entonces los malos ganaron, los que mataron a Jesús ganaron.
– Bueno, cariño, depende de cómo lo mires. Si te paras a pensar, han pasado siglos de aquello, y siglos después hay millones de personas, como tu padrino, que creen en Jesús y siguen lo que él dijo, son los que forman parte de la iglesia católica. De los que le mataron nadie se acuerda, pero de Jesús sí. Y no sólo lo recuerdan, sino que intentan seguir lo que él enseñó. Así que yo creo que en cierto modo ganó Jesús.
– ¿Tú formas parte de la iglesia, mami?
– No, cariño, yo no.
– ¿Por qué?
– Porque yo creo que Jesús fue un hombre increíble y dijo cosas en las que creo de verdad, pero no creo que fuera el hijo de Dios, que es lo que los que pertenecen a la iglesia sí creen, como tu padrino.
-Yo también lo creo.
-Me parece perfecto, cielo, tú puedes creer lo que quieras, puedes elegir creer lo que tú quieras.
-Pero yo creo que Jesús debería haber matado a los que le mataron.
– Eso era imposible- dijo su padrino.
– ¿Por qué?
– Porque Jesús decía que no se podía hacer daño a nadie, ni siquiera a los que te hacen daño, así que no sólo no los mató sino que no hubiera dejado que nadie los matara.
-…no sé-
zanjó mi hijo la conversación, y cambió de tema.

Estamos bien. Perdimos y ganamos. Y pude hacerlo bien.

Pepa

Pd. Quiero contaros también que hace unos días entró un virus a través de una entrada del blog y me bombardearon a comentarios spam, y al borrarlos, borré por error los comentarios que habíais hecho en las últimas dos entradas, la del cuento y la del libro. Lo siento en el alma porque eran emocionantes. Quiero que sepáis que fue involuntario. Si los volvéis a escribir..los publico de nuevo 🙂

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El león enamorado de la luna

Érase una vez…un león fiero y hermoso, líder de una gran manada. Vivía en la sabana africana, en el mismo lugar donde nació, un lugar único que vibraba cada segundo de vida.

Pero a pesar de la belleza que le rodeaba, aquel león lloraba algunas noches. Guardaba un secreto que nadie conocía. Nuestro león de porte erguido y corazón valiente estaba enamorado de la luna.

Las leonas que vivían con él lo miraban con recelo, y al mismo tiempo atracción. Sabían, como se saben las cosas que son verdad aunque nunca se cuenten, que había algo diferente en aquel león.

Por las noches no dormía, se alejaba siempre hasta los altos desde los que podía contemplar el cielo y su mirada se perdía. Y al amanecer siempre se le escapaba una lágrima fugaz, que enseguida se sacudía, temeroso de ser descubierto.

Al principio lo había intentando todo para lograr acercarse a ella. Había subido hasta las cumbres más altas, resbalando, hiriéndose y maravillandose de lo que llegaba a ver desde aquellas montañas. Se había sumergido en el agua de su río, siempre pensando que en aquel reflejo se escondía su belleza. Incluso una vez llego a trepar a un árbol grande y muy alto, cuando todos sabemos que los leones no trepan, que tienen vértigo, que necesitan la tierra.

Pero cuando creía que la iba a poder tocar, ella siempre se esfumaba. Alguna noche la luna era tan grande, y estaba tan cerca que nuestro león tenía la sensación de dormir acunado por sus caricias. Pero siempre volvía el sol, y con él la espera.

Y los días nublados..eran los peores para el león. Rugía de desespero y cazaba más y mejor que ningún otro día para su manada porque sabía que esa noche no podría ver a su amada. Eran días de cuerpo revuelto y alma agitada.

Y lo que más le dolía, lo que llenaba aquellos ojos claros suyos de melancolía, era estar convencido de que la luna no le amaba. No sólo no le amaba, sino que no le reconocía, que para ella no era sino un león más. Porque entonces al león además de sentir impotencia, le invadía la soledad.

Hasta que un día…

Un día decidió abrirle su corazón y quedarse a la intemperie de la noche, donde quienes se aman encuentran refugio en el otro. Le escribió el más bello poema que su corazón leonado era capaz de escribir. Le dijo que la amaba, que la había esperado toda la vida, pero que ella era demasiado hermosa para él. Demasiado brillante, demasiado grande, demasiado inalcanzable…demasiado. Él era el rey de la selva, pero ella era la reina del cielo, y eso era un territorio inmenso hasta para un león. Le dijo que a partir de aquel día se conformaría con amarla. Sin más. Sentir ese amor en su corazón era suficiente para él. Eso y mirarla. Pero no volvería a subir árboles ni cumbres ni a sumergirse en ríos o lagos. Se quedaría con su manada, su gente, su territorio conocido, su lugar.

Aquella noche durmió inquieto. Al despertar sintió un calor extraño en su melena, y una luz que no lograba situar. Se levantó azorado y asustado. Ni en palabras de león ni de humano hubiera podido describir lo que era aquello que dormía a su lado, una criatura extraña con una luz…el león se tumbó a mirarla. Esa luz…donde había visto esa luz antes? Y el color de aquella criatura? No había nada en su selva que tuviera ese color que no era plateado, ni blanco, ni azul sino todos juntos a la vez. Y esa magia…

Y la criatura silenciosa abrió los ojos. Y en sus ojos anidaba el mar. Y no dijo nada, ni una palabra, ni un ruido…nada. Sólo le miró. Le miró durante tanto rato que el mundo se paró para los dos. Y cuando estuvo segura de que el león, de puro miedo, no se atrevería ni a tocarla, se acercó. Poco a poco. Muy poco a poco.

Le susurró su amor. Le habló de cómo había sostenido las piedras de las montañas con su reflejo para que él no cayera al subir en su busca. Cómo le había pedido a aquel árbol que no se enfadara demasiado con él y partiera una de sus ramas. Le habló de lo bella que se sentía cada vez que él miraba su reflejo en el río que había junto a su hogar. Mirarse en sus ojos le hacía descubrirse nueva y diferente.

Siguió hablándole, bajito, sútil, poco a poco, mientras se acercaba hasta rozarle. Y el león la sintió. Tan dentro de su alma, tan a flor de piel, esa piel que hacia años que nadie tocaba de esa forma..y dejó que su luz anidara en él, y se atrevió a desearla. A tocarla. A entrar en ella.

Y entonces lo comprendió. Y la llamó por su nombre: luna. Y ella sonrió. Y el león que había buscado fuera de su alma una forma de acercarse a su luna, en las altas cumbres y los lagos profundos..comprendió. Y encontró dentro de su ser el lenguaje de las caricias. Y con cada caricia le fue dando cuerpo a ella, la formó. La hizo luona, que es en lo que una se convierte cuando es un poco luna y un poco leona.

Y con cada caricia ella le fue llenando de su luz, le devolvió las cumbres, los ríos, la selva..todo lo que ella guardaba dentro de sí. Lo que cada noche de amor había iluminado sólo para él. Sin que él lo supiera. Hasta entonces. Y le hizo lunon, que es en lo que uno se convierte cuando es un poco león y un poco luna.

Así que recordad a esta luna enamorada la próxima vez que la miréis. Si la observáis con el cuidado suficiente, veréis los trazos de rojo de la sabana africana que forman ya parte de ella. Y, sobre todo, la veréis sonreír.

Pepa

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Una carta de amor a Platón

1. Me gustan los amaneceres, y si es en el mar, más.

2. Me gusta la risa de José, y reír y los hombres que me hacen reír.

3. Me gusta el sol de invierno cuando te calienta el cuerpo y el alma.

4. Me gusta la luz, las ventanas abiertas y las casas sin cortinas.

5. Me gusta mirar…sin más, tan sólo mirar.

6. Me gusta la conversación y los abrazos, sobre todo con gente que está dentro de mí desde hace más tiempo del que puedo recordar.

7. Me encanta conducir, una carretera sin hora de llegada, buena música y buena compañía.

8. Mi forma favorita son las espirales, representan mucho más de lo que sé explicar.

9. Me gusta mi hijo, ¿lo he dicho ya? Me gusta todo en él, su risa, sus filosofadas, su forma de trepar a las rocas..todo él.

10. En el diez, me gusta el sexo, el buen sexo y sentir el deseo en el otro.

Me gustan los árboles y las caricias y Klimt, Chagall, Picasso o Soroya, que me toquen el pelo y el queso, los helados y el vino y bañarme y las miradas…y llegué hasta el 22.

23. Me gustan los trenes y las estaciones y los aeropuertos y toda la vida extraña y caótica que cabe en ellos.

Mi madre y yo usábamos un código sólo nuestro: cuando queríamos recordarle a la otra el valor de las cosas pequeñas y casi invisibles de la vida, nos decíamos «mira el brilo del sol en las hojas de los árboles». Les llevamos a ella y a mi padre a parques hasta que murieron, y lo veo cada día desde mi terraza, como me ocurre ahora mismo y hace mi número 24.

El 25 es fácil porque es el número que más me gusta.

Me gusta mi trabajo, creo en él y en la posibilidad de aliviar sufrimiento y con esa posibilidad llego al 26.

27. Me gustan los desayunos del domingo con café, calma y periódico y una mirada y caricia entre página y página.

28. Me gustan las buenas historias, sean en libros, en pelis y sobre todo los contadores de cuentos.

29. Me gusta Buenos Aires y el Mekong, Machu Pichu, y Sienna y Florencia y París y Bogotá y la luz de África y la luz de mis islas y el altiplano boliviano y sus sonidos y los verdes escoceses..y perdí el número..me gustan las maravillas del mundo y viajar.

Creo un éste haría el 40, como mis años, pero creo que de las importantes sólo me queda una por decir y es que…me gustas tú.

Pepa

Pd. Mi homenaje personal a «Hierba Mora» de Teresa Moure (recomendación ferviente), un libro donde una de sus protagonistas, una mujer increíble, hace un listado de dos páginas de cosas que le gustan. A ese libro y a otros ecos. Volviendo en mí, poco a poco.

El video corresponde a la historia de amor entre Carl Sagan y Anne Druray. Hacía tiempo que no veía algo tan bonito. Más información sobre la historia aquí.

Cuando las víctimas logran hablar (2)

Una de las cosas que a veces me resulta casi imposible de explicar es hasta qué punto se cruza mi vida personal con mi trabajo. Y no hablo de las horas que le dedique, o de los viajes o cosas de ese tipo. Hablo del dolor que veo a diario.

Este fin de semana ha sido para mí una prueba más de ello. El viernes dejé escrito un post en nuestro blog de Espirales CI para que se publicara hoy. Lo escribí a raiz de una noticia que se publicó la semana pasada que narraba cómo unos hijos a raiz de la muerte de su madre publicaron una necrológica en un periódico en la que contaron públicamente el maltrato que ella les infringió, todo el sufrimiento que llevó a su vida, además de reinvidicar la necesidad de que los niños y niñas víctimas de maltrato hablen. Podéis leer el post entero aquí y os copio una parte de lo que escribí. Dice así:

«Una de las mayores dificultades del trabajo en sensibilización y prevención del maltrato infantil son las limitaciones, cuando no la imposibilidad de las víctimas de narrar su historia, de contarla en voz alta y clara, no solo a sus familias, sino a toda la sociedad. Además de la dificultad para lograr que sean escuchadas y creídas con la misma fiabilidad con que se escucha y cree a las víctimas adultas.

Sin entrar en los problemas derivados de la fiabilidad del testimonio, de los que ya nos hemos hecho eco en Espirales CI varias veces, hoy queremos reflexionar sobre una noticia tan estremecedora como real. Los hijos de una mujer fallecida publican en un periódico una necrológica sobre su madre en la que cuentan todo el maltrato que les infringió durante su vida, expresan la paz que supone para ellos su muerte porque les garantiza el fin de su pesadilla y demandan la necesidad de que las víctimas por fin alcen la voz y no callen más. El periódico, como se puede ver en la noticia, retiró el escrito del periódico y declaró que haría una investigación sobre su publicación…

..Esta es una noticia que produce escalofríos. Por el dolor y el sufrimiento que esconde, por el modo y el momento que han elegido los hijos de hablar, por sus palabras contundentes… por muchas cosas. Pero creemos que hay varios aspectos sobre los que deberíamos parar a pensar un momento:

1. La memoria y la justicia son dos elementos imprescindibles en un proceso de reconstrucción de la vida y el alma después de haber sufrido cualquier forma de maltrato. Los niños y niñas víctimas de maltrato necesitan ambas cosas. Poder hablar y narrar lo sucedido, que no se olvide, que no se niegue. Y justicia, no sólo en el ámbito legal, sino en el social y familiar. Que sus familias reconozcan el maltrato y les visibilicen a ellos como víctimas. No porque sean solo eso, que son mucho más que eso, sino por honrar su dolor y sufrimiento. Nombrar el maltrato no implica reducir a los niños y niñas a víctimas sino honrar su dolor y la valentía que han demostrado al afrontarlo. Esa justicia social y familiar que viene del reconocimiento de la agresión, del daño infringido por el agresor o agresora y del dolor vivido por las víctimas no lo puede dar la ley sino la sociedad, y en concreto la familia y la comunidad donde viven tanto víctimas como agresores.

2. Toda víctima siente rabia, además de miedo, dolor, impotencia y culpa, y es una rabia legítima. Esa rabia esconde un sufrimiento enorme, y la rabia les permite sacarlo fuera. Pero la rabia está socialmente censurada. Se considera a menudo “fuera de lugar” o “inadecuada”. A estos hijos que escriben esa necrológica sobre su madre, se les censura socialmente por expresar en voz alta vivencias que para cualquier persona serían dolorosas y destructivas. Se les censura por lo que dicen, pero también por la forma y el momento que eligen para hacerlo, que sin duda están elegidos también desde la rabia. Y es importante legitimar esa rabia. Los relatos de las víctimas van a estar plagados de rabia y dolor y la única forma que tienen de sanar su tristeza, no es olvidar ese dolor y esa rabia, sino sacarlos, vivirlos y sentirse reconocidos más allá de ese dolor. Solo en ese reconocimiento, solo cuando su entorno comprenda que nunca podrán ni querrán olvidar, solo entonces podrán llegar a la aceptación y paz interior. Y desde esa paz reconstruirán sus vidas…

..Vaya esta entrada como homenaje de quienes trabajamos en Espirales CI, no sólo a personas que alzan la voz y cuentan su historia como lo hacen los protagonistas de esta noticia, sino a todas las personas que han creado esos foros o asociaciones de adultos que fueron víctimas de maltrato en su infancia. Todo nuestro conmovido y agradecido homenaje a su valentía.»

Lo que no podía imaginar siquiera era que apenas unas horas después de escribir este post me iba a encontrar en la fiesta de alguien que quiero con locura con gran parte de las personas que me maltrataron en el colegio. Un grupo de personas, hombres y mujeres, que ya son padres y madres de niños y niñas que estuvieron jugando con mi hijo y mis sobrinos. Esas mismas personas que me cantaban canciones cada día en el autobus que iba al colegio, me insultaban, se reían de mí por mi gordura, especialmente en las clases de gimnasia, me pegaban chicles en el pelo o me dejaban notas y dibujos en mi pupitre, entre otras cosas.

Estas son experiencias que no se olvidan, y que te convierten en la persona que eres. Y cuando los vuelves a ver, como los vi hace un tiempo en la fiesta de los veinte años del cole o este fin de semana, te parece algo muy lejano y te das cuenta de que no has vuelto a pensar en ello hace siglos. Pero al mismo tiempo, cuando les ves, eres incapaz de mirarlos y no recordar aquello.

Porque una vez más constaté algo muy importante. Y es que no ha habido en ningún momento un reconocimiento de aquel daño, una toma de consciencia del dolor que causó. No sólo a mí, sino a muchas otras personas en aquel colegio, valga como muestra este post de un compañero mío de curso que escribió hace un tiempo. Y ese reconocimiento del daño es una parte imprescindible del proceso de sanación tanto de quienes agredieron como de quienes fuimos agredidos.

Recuerdo hace unos tres o cuatro años que fui a mi mismo cole a dar una formación a los profesores y una charla a los chavales de bachillerato sobre prevención de maltrato entre iguales. Porque las cosas en estos veinte años han cambiado y mucho, no sólo en el colegio donde yo estudié sino a nivel educativo y social. Sobre todo en la toma de consciencia sobre el significado y la gravedad de hechos como los que describo que, entonces y ahora, son mucho más habituales en los colegios de lo que mucha gente quiere reconocer. Una gran parte del trabajo que yo hago ahora es en el ambito educativo, y hay pocos ámbitos donde se haya sensibilizado más a los profesionales sobre el tema del maltrato infantil.

En aquella charla a chicos y chicas de dieciséis años después de darles unos datos generales sobre el tema y hacer un ejercicio para que detectaran la violencia que se infringían los unos a los otros y que consideraban «normal», les conté mi experiencia en su mismo colegio, en aquellos pasillos donde estábamos hablando y en los que yo había crecido. Les hablé de las vejaciones pero también de mis amigos, los que me habían sostenido, los que habían permitido que yo no me destruyera por aquellas experiencias, ellos y mi familia. Amigos que, por cierto, también estaban el sábado en la misma fiesta, parte de ellos al menos, porque siguen siendo una de las presencias más gozosas y significativas de mi vida. Les hablé también de los profesores que me apoyaron y de los que volvieron la vista hacia otro lado. Les conté en definitiva mi vivencia.

Entonces me preguntaron directamente si había vuelto a ver a aquellos chicos y chicas que me agredieron. Les dije que sí, que se habían casado, que tenían hijos…y les conté que, de hecho, con un par de ellos me había hecho amiga. Me miraron horrorizados: «¡Cómo eres capaz de ser amiga de aquellas personas!». Y yo les dije la verdad: porque me habían pedido perdón, habían reconocido el daño que me habían hecho, y eso había limpiado la relación y había permitido que nos acercáramos de nuevo.

Para mí son los dos extremos de una misma realidad, las personas con las que quiero y puedo construir una amistad profunda o las personas con las que no quiero pasar más allá de un hola y adiós. Y la diferencia la marca el reconocimiento del daño y la actitud con la que como adultos afrontamos nuestras vidas, lo que hicimos, o lo que no hicimos, hayamos sido víctimas, agresores o testigos del maltrato.

Porque, además, eso y no otra cosa es lo que trasmitiremos a nuestros hijos: la capacidad de saber pedir ayuda, de defenderse y de apoyar a los que sufren o la de hacer daño y destruir a los demás. Y esa enseñanza no tiene que ver con lo que decimos, sino con lo que vivimos, con lo que hacemos en cada una de las pequeñas actuaciones que tenemos en nuestro día a día, a veces en una fiesta ante una escultura construida en unos árboles por unos niños, a veces en un colegio, a veces en nuestro propio hogar.

Así que escribo este post en mi blog personal para completar el de Espirales CI, para explicar parte de ese cruce de mi vida y mi trabajo, y sobre todo para agradecer a los que entonces y ahora me apoyaron y me sostuvieron. Personas que estaban el sábado y me abrazaban y me sonreían y que mi hijo considera como parte de su familia. Y otas personas que no estaban pero que me abrazaban de niñas en el autobús mientras escuchábamos aquellas cancioncitas cada mañana. Gracias también a los profesores que no volvieron la vista para otro lado, a los que quisieron formarse para mejorar su posibilidad de aliviar el sufrimiento de los chicos y chicas que tienen a su cargo, y al profe que me invitó a dar esas charlas de prevención de maltrato a los chavales. A todos ellos gracias de corazón.

Sin duda gracias a ellos, a todos ellos, soy en parte quien soy.

Pepa

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Poco a poco

Sigo sin muchas fuerzas para hablar ni escribir. Pero necesito decir GRACIAS.

Este año he recibido en un mismo año dos de las muestras de amor más potentes de mi vida. La primera, por mis 40, la segunda en las últimas semanas.

Para daros las gracias voy a tomar prestado parte de lo que me ha llegado estos días.

Os lo dejo junto con mi promesa de ir volviendo. POCO A POCO.

Una foto que no necesita palabras:

Un poema de mi amado Benedetti:

Y uno de los comentarios a mi última entrada. Dice así: «Y tú miras de frente al Monstruo y le susurras: “no, quizá yo no gane siempre pero el Amor sí lo hará”. Porque llevas mucho tiempo mirando al Monstruo defrente. Eres sensata al temer al Monstruo y eres valiente al mirarle defrente».

Gracias conmovidas.
Pepa

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El dolor de mi hijo

Hay dos miedos para los que nadie te prepara cuando vas a ser madre o padre: el miedo a ver sufrir a tu hijo y el miedo a hacerle daño. Casi nadie te dice que desde el momento que llega a tu vida, el amor va a ir para siempre unido al temblor.

Son dos miedos tan viscerales, tan de piel, tan angustiosos que no puedes siquiera atisbarlos. No los conoces, no sabes lo que pesan, lo que miden, no conoces su inmensidad. Esa inmensidad que cuando llega te puede dejar muda, ciega, fuera del mundo e incapaz de volver a él, con la piel arañada y sangrante.

Sobre todo cuando se hacen reales, cuando un día te levantas y tus pesadillas se han convertido en tu vida. Están ahí, en sus ojos. Y esos ojos te miran pidiéndote que lo salves.

Y entonces descubres la mentira de los cuentos de niña: los príncipes, las princesas, los dragones, los castillos…En este mundo de aquí fuera las fieras muerden, arrancan de cuajo partes de ti. Y la angustia se vuelve inconmensurable. No hay pócimas, no hay poderes, no puedes salvarle, ves cómo se va ante ti, cómo le arrancan la inocencia, cómo le dejan a la intemperie. Le ves pelear, reclamarte, llamarte a gritos diciendo «sálvame», retorcerse en su propio dolor que ni siquiera sabe nombrar.

Pero no puedes, porque de eso ya no puedes salvarle. Ya está hecho. No lo viste. Sucedió. No pudiste preveerlo. Tan sólo sucedió. Y ahora toca vivir con ello, y lo que es peor, enseñarle a vivir con ello.

Y aún tienes suerte. Porque vive. Está vivo, y con ello todas las posibilidades se abren ante vosotros. Otros no tienen siquiera esa suerte. Y ahí la pesadilla asesina directamente (leed «La hora violeta» de Sergio del Molino)

Y te preguntas una y otra vez cómo vas a enseñarle a confiar, cómo no trasmitirle este temblor, este frío que se te ha quedado dentro, esta pena que pasados unos días ya no lloras, pero sigue viva y lacerante dentro de ti.

Y ves una vez más cómo las vidas se enlazan, cómo las espirales familiares se encadenan, cómo ese monstruo se vuelve gigantesco cuando toca a tu hijo. Porque ya no es tu dolor. Es el suyo. Y para ése no hay pocima mágica. No hay palabras, ni gritos, tan sólo ese frio…

Y sabes mejor que nunca por qué eres su madre. Por qué justamente tú. Y por qué él es tu hijo. Justamente él. Y le acaricias mientras duerme. Y te quedas despierta, mirando a la cara al monstruo. Y sabes que sólo tienes un arma: tu amor. Y escuchas al monstruo susurrarte: «no siempre vencerás».

Pepa

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El paraíso tras la puerta

Hoy me ha llegado esta imagen por twiter, y me sale incluirla en este blog, porque encierra en ella todo lo que hoy no puedo escribir.

Si la vida pensaba cobrarse la felicidad de este verano, a fe que hoy lo ha hecho.

Aunque sé que esto también es vivir.

Pepa

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