De nuevo en mi casa, con placidez y frente a mi parque me siento al ordenador que he mantenido apagado más de un mes para ponerme al día de muchas cosas y entre otras para volver a este blog, que no deja de ser una especie de «hogar virtual». Al hacerlo me doy cuenta de que llevo dos meses sin escribir y me surge una sonrisa.
Sonrío porque una vez más me doy cuenta de lo limitadas que me resultan las palabras para expresar algunas vivencias, pero también de lo frágiles y valiosas que son, en ellas anida el deseo y la necesidad del ser humano de acercarse a otro, de tocarlo y de abrirse ante él. Con las palabras no sólo tendemos puentes sino que nos exponemos ante los demás. Y cuanto más nos exponemos más conscientes somos de nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad. En cierto modo creo que así funciona la vida, sólo podemos ofrecer lo mejor de nosotros cuanto más nos exponemos, por las palabras o por los hechos (haciendo el amor te abres a otra persona de una forma irrepetible aunque no digas una sola palabra). Y cuanto más nos exponemos, más pueden juzgarnos, y dañarnos. Pero también más profundamente pueden amarnos.
Mi trabajo y mi vida se sostienen sobre palabras. Palabras acompañadas de miradas, de presencia, de caricias, de detalles. Pero palabras. Y cuanto más vivo, más limitadas las siento para reflejar la complejidad de mi vivencia, de cualquier emoción o del conocimiento que puedo adquirir. Pero también más consciente que nunca soy del valor y del regalo que suponen. Al hablar me entrego, me ofrezco, me «regalo» a los demás, frágil y pequeña.
Y es verdad que conforme pasa el tiempo, me cuesta (pero esto intuyo que es algo común a todos) abrirme más. Me gusta el silencio, anido bien en él, me gusta escuchar a los demás y escucharles convirtiendo sus palabras en mi centro en ese momento, en ese justo momento. Me gusta estar, pasar tiempo con la gente que amo, simplemente estando. Recuerdo mucho a mi padre, cuánto le gustaba desde siempre, pero más en sus últimos tiempos bajar al parque o sentarse en una terraza simplemente a mirar la vida.
Este verano ha seguido el aire del 2014, un año que llegó con aires convulsos y sigue con remolinos. Ha habido de todo. Momentos maravillosos, de una dulzura extrema, regalos increíbles, pero también muerte, agresiones y dolor. Como la vida misma, sólo que un poco más intensa de lo normal, en la linea del 2014.
Este verano han vuelto mis cejas y mis pestañas, pero he ejercido de calva públicamente porque el pelo de arriba está tardando más en volver. Lo he hecho en casa, en la piscina, en la playa. He narrado a los niños y niñas con los que he convivido, y a través de ellos a sus mayores, el origen de mi calva, mientras veo como día a día el pelo vuelve. Estoy aprendiendo los ritmos de la vida. Son lentos, y yo siempre fui demasiado rápida.
Este verano, y este año en general, he recibido regalos increíbles de gente muy íntima o de gente desconocida que se me ha acercado para decirme lo importante que soy para ellos, lo que les doy y cómo les he cambiado la vida. Hay momentos que no olvidas jamás como el de aquella mujer gallega que dijo al cabo de unos minutos «..supongo que en el fondo con todo esto lo que quiero decirle es: gracias por existir». Y en sus ojos he visto el valor de lo que soy, y no es que no lo supiera pero constatarlo en otra mirada lo hace más real si cabe. De lo que soy y de lo que he logrado en estos años, y en estos dos últimos en particular.
Y este verano, como siempre pero un poco más ha estado lleno de las caricias, la risa, los gritos a ratos y la vida a raudales de mi hijo. Mi hijo valiente, esa preciosidad. Y del amor de los que nos quieren, que nos abren sus hogares, nos acogen como un regalo y nos llevan a ver atardeceres increibles al mar o a coger cangrejos, o a buscar lagartijas o a ver la luna llena desde el tejado de una casa en el campo. Esa gente que nos rodea que llegas sólo a comer un día y te vas dos días después, o te llama cada semana para decirte «estoy aquí».
Esa red de amor que en verano podemos disfrutar sin correr y que también este verano cuando ha tocado nos ha dejado estar ahí, a su lado, en su dolor y su preocupación. Tal y como le dije a mi hijo cuando me preguntó qué había que hacer para ser familia de corazón de alguien: «alegrarse con sus alegrías, consolarle en el dolor, ayudarle en los problemas, abrirle tu hogar y compartir con él lo que tienes y cuidar a quienes él ama, empezando por sus hijos». En el fondo, como le ha dicho hoy su tía: «elegirle».
Y al final (aunque aún nos quedan tres semanas de verano), vuelvo a mi hogar, a mi ventana, a este rincón que adoro y que refleja lo que soy, y me miro en esos ojos amados y me doy cuenta de que mis raices son más hondas, mi silencio más profundo, y que este cambio de piel que está suponiendo no sólo la calva sino todo el año, a pesar de su dolor, me está haciendo más pequeña, pero más sólida. La tormenta ha sido profunda, no hay duda, y ésa es justo la medida del valor de lo que he hecho este tiempo. Ésa y la risa increíble de mi hijo. Intuyo que la tormenta aún no ha acabado, pero estamos en ello y ya somos expertas navegantes ;-).
Lo sé, y hoy tocaba ponerlo en palabras.
Pepa