Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Ser espejo de identidades

Este mes ha salido publicado dentro del monográfico sobre Identidad en Educación Infantil de la revista de Aula Infantil de Graó (número 65) un artículo que escribí con especial cariño, en el que me pidieron que hablara de mi experiencia del proceso de construcción de la identidad de mi hijo, como ejemplo de una identidad que tiene elementos diferentes en el sentido de menos comunes: un niño adoptado, familia monoparental etc…

Os lo quiero reproducir aquí hoy y os recomiendo la lectura del monográfico completo, de verdad que merece la pena.

Ahi va. Espero que os guste.
Pepa

«Dicen que la identidad se construye con la suma de recuerdo y narración. Nos relatamos nuestra biografía para llegar a saber quienes somos. Pero esa narración la construimos desde el espejo de quienes nos aman y cuidan, y para esas personas amadas. Ser el espejo desde el que mi hijo configura su identidad es el mayor privilegio y también la más rotunda responsabilidad que he asumido en mi vida.

Mi privilegio no es sólo verle crecer, sino contemplar la aparición de un ser humano con identidad propia y diferenciada, no sólo a nivel físico, sino a nivel emocional y relacional. Es algo mágico ver a un bebé que depende de ti para todo convertirse en una persona capaz de manifestar su propio criterio. Sé que siempre tuvo criterio propio, pero el cambio de verle manifestarlo y defenderlo es fascinante.

Conversación con mi hijo a los 3 años:

-Mamá, ¿tú por qué eres una mamá?
-Cariño, no entiendo a qué te refieres, las mamás somos mamás y los niños son niños. Pero dime: ¿Para ti qué es una mamá?
-…-una mamá es… cuidar…dar cariño…y abrazar
– silencio, emocionada yo y abrazados – Bueno, y en mi caso también reñir de vez en cuando, verdad?
-Bueno, sí, eso también.

Mi hijo es un niño alegre, inquieto, cabezota, seductor, inteligente, sensible, rápido…y también es un niño adoptado por una madre sola que soy yo. Mi hijo es un niño que escala y salta como un saltimbanqui, que baila y ríe, que cuenta historias de animales antes de dormir, que habla sin parar y que te dice “estoy triste”, o “estoy rabioso” o “me duele” o “te quiero”, que acaricia y canta nuestra canción a los bebés que quiere, que adora a sus primos y a sus amigos, que se queda embobado ante un hormiguero… Mi hijo es todo eso y mucho más, y ha de aprender a construirse un relato de sí mismo donde quepa todo eso y donde unos datos no oculten, distorsionen o magnifiquen a otros.

Conversación con mi hijo a los 4 años:

-Tú cuando tenías cuatro años y eras pequeña, ¿Sabías hacer esto?
-No, cariño, yo nunca supe saltar como tú.
-Es que hay que ser un niño travieso como yo para saber hacerlo y saber trepar a los árboles.

Porque la identidad no es sólo los hechos que ocurrieron sino sobre todo el modo en que te cuentas aquellos hechos. Un relato que construyes y en el que he podido comprender que cuentan tanto las presencias como las ausencias y los silencios casi más que las palabras. Y un relato que permite “nombrar” el mundo, ponerle nombre a las cosas, a las personas, a los sentimientos, a las sensaciones…y depende de cómo los nombres el significado que acaben teniendo para ti. Y que hace consciente tu propia subjetividad, y desde ella puedes conectar y reconocer tus propias emociones, así como comprender las de los demás, sus sentimientos y su fragilidad.

Conversación de un amigo con mi hijo a los 4 años:

-Hay que buscarle una rata a la rata de Mario para que tenga una familia, porque si no la tiene se pondrá triste.
-Estamos de acuerdo en que tener una familia es lo más importante en la vida.
-Lo es. Yo la tengo, tengo a mi mamá, la encontré y desde entonces no he vuelto a estar triste.

Somos cuando existimos para alguien, y siento que la pregunta base de mi hijo no es “¿De dónde vengo?” sino “¿Para quién existo?”. Me doy cuenta de que mi hijo ha buscado esa certeza en sentir que existe para alguien. Y es desde mi opción de maternidad consciente, en ese saberme su espejo, desde donde decidí responderle todas las preguntas que me va haciendo en el mismo momento en que me las hace sin miedo, sin crear “temas tabú”, reconociendo el dolor cuando lo hay, dando lugar a las ausencias, honrando a quienes ya no están…

Conversación con mi hijo a los cuatro años:

Y en esa narración, en esa identidad que surge en mi hijo, hago yo también consciente mi educación en valores. Porque es en la narración de sí mismo y de nuestra historia juntos que le ofrezco en cada una de mis respuestas donde le trasmito mis propios valores. He intentado que él construya su identidad sobre tres pilares de vida: la alegría, el valor y el amor. El tiempo dirá si lo he conseguido. Quiero que mi hijo se sienta amado, se sienta capaz de ser feliz y viva su diferencia como algo valioso que le hace único. Quiero también que pueda dolerse de sus ausencias y viva la gratitud hacia sus presencias. Porque la emoción que más invade mi maternidad después del amor a mi hijo es la gratitud: por su existencia, por su llegada a mi vida, por su amor incondicional, por el regalo de despertarle cada día acariciándolo…

Y me doy cuenta de que conforme la identidad de mi hijo se crea, la mía se transforma. Porque soy otra persona desde que fui madre. Porque el amor transforma. No sólo a él, proporcionándole una identidad, un lugar en el mundo. Me cambia también a mí de una forma tan profunda que apenas ya si recuerdo cómo era yo antes de que llegara él, antes de empezar a mirar la vida a través de sus ojos y sentir que mi piel acaba en la suya.

Mi hijo me ha confrontado con mi cuerpo y mi memoria, con la necesidad de vivir desde mi piel, no desde la cabeza, ni siquiera desde el corazón, sino desde la piel. Me ha enseñado a honrar mi vida. Me ha mostrado mi propia fragilidad y me ha enseñado la compasión. Y es que él también es mi espejo. Porque aquellos a quienes elegimos amar configuran nuestra identidad, y eso le ocurrió a mi hijo cuando llegó con un año y me ocurrió a mí con treinta y cuatro. Somos espejo de identidades. Ocurre cada vez que amamos, y el cambio llega para quedarse

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Mis vinculos verticales

Hay dias cargados de historia, de amor, de significado. Para mí el día de San José es uno de ellos.

Me recuerda un hilo que merece la pena ser recordado: el de mis vínculos verticales. Yo siempre he creído que en la vida hay vínculos verticales y vínculos horizontales. Los primeros, los verticales, son los que te anclan a la vida: tus padres y tus hijos. Los segundos, los horizontales, son los compañeros de camino, más o menos largo, más o menos profundo, pero compañeros de camino.

No son unos mejores que otros, sólo intuyo que cumplen un papel diferente en la vida. Los vínculos verticales son las raíces de nuestro árbol, los que constituyen la sabia de nuestro ser, la esencia. Esos vínculos que cuando los pierdes, tengas la edad que tengas, algo dentro de ti se desgaja, y a partir de ahí andas con una parte de ti colgada en el vacío.

La vida es sabia y lo habitual es perder a tus padres cuando ya tienes hijos, eso te permite mantener una continuidad en tus raíces, en ese ancla. Pero cuando eso no pasa, cuando pierdes a un hijo antes de irte tú, o cuando pierdes a tus padres demasiado pronto o simplemente cuando los pierdes y no tienes hijos, hay un escalofrío que se mete en el alma, es como si alguien se hubiera dejado siempre una puerta abierta por donde entra el frío. Es un grado mayor de soledad existencial. Todos estamos solos como seres únicos y diferenciados que somos, todos estamos solos en un nivel muy radical, muy existencial. Pero la soledad sin padres e hijos es diferente, más fría de vivir.

Del mismo modo, cuando estos vínculos verticales nos hacen daño, cuando están estructuralmente enfermos (sin entrar en detalles de por qué y desde dónde ni de qué) el árbol se balancea con el viento, se dobla. En algunos casos, lo que los psicólogos llamamos personas resilientes, se vuelven como juncos, que se mueven con el viento pero son fuertes, muy fuertes y no se rompen y desde ahí logran constituirse en plantas hermosas y potentes.

Pero los árboles sanos desde el principio son los que tienen raíces amorosas, presencias seguras y vivencias únicas con ellas. La vida es suficientemente sabia y hermosa como para ofrecer la oportunidad de sanar sus racíces a cualquier persona que opte por vivir, que quiera hacerlo. Y por supuesto no me engaño, casi todos tenemos unas raíces con alguna que otra herida. Es parte de nuestra humanidad.

Y luego están los vínculos horizontales, esos compañeros y compañeras de camino que te llegan desde niña, en forma de hermanos, de primos, de amigos, y luego más adelante de pareja. Esos vínculos que van formándote, porque van configurando tu forma de ser y de vivir, van transformándote como cuando le das forma a una planta. Cada herida, cada caricia, cada presencia, cada regalo nos hace quienes somos. Con algunos compartimos tan sólo un pedacito de viaje, con otros casi la vida entera, pero somos seres separados, diferenciados, que como decía esa maravillosa imagen de Gibran, somos como las columnas de un templo, que necesitamos estar algo separados para poder sostener el templo.

Volviendo a mí, el día de San José desde que era niña para mí representa a mi padre. Celebrábamos el día del padre y mi santo juntos y comíamos esas maravillosas virutas de San José, que no he vuelto a encontrar fuera de Aragón. Pero él murió hoy hace ocho años, once años después de morir mi madre. Y con su muerte me quedé sin hogar.

Hasta que llegó mi hijo. Y mi hijo resultó llamarse José.  Y pasé de celebrar el día de San José con mi padre, a recordar su muerte, a celebrar nuestro santo común mi hijo y yo.  Y al final a todo en uno. Las memorias y presencias de mis vínculos verticales me siguen configurando. Y la risa de ayer de mi hijo en el parque de atracciones va envuelta en las caricias de mi padre, en esa sonrisa silenciosa tan suya.

Me siento y me sé una privilegiada. Y honro mis raíces, mis vínculos verticales.

Pepa

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El «después»

Parte de la «mentira» narrada y legitimada sobre el amor es que una vez encontrado, no muere, que lo difícil es encontrar a alguien que te ame y que ames, pero que después el amor  hará el resto. Es el «the end» de las películas, el final de película. Ése que nos han educado para buscar. Ése que todos nosotros,  de una forma más o menos consciente, seguimos buscando.

Con el tiempo voy aprendiendo que hay varias cláusulas no escritas a ese «contrato de amor». Todas y todos cuantos conozco y que viven en una buena pareja (conozco muchos que viven en pareja, pero no tantos que viven en una buena pareja) describen una certeza común: la de que cuando se conocieron, supieron que era la persona. Todos lo describen: esa sensación de haber sabido que aquella persona era diferente, que era «la» persona.

No quiero escribir hoy sobre si hay una o varias «almas gemelas»,  ni sobre si lo que a mí me parece una buena pareja lo sea siquiera de verdad, porque quiero ir algo más allá.

Y es que no sólo basta con conocer a esa persona, ni con que te corresponda. Hay que coincidir en el momento. A veces conoces a una persona por la que sientes esa clase de certeza pero te encuentras en el momento equivocado en el lugar equivocado, y has de dejarla ir. Y te han de dejar marchar. A veces hay grandes amores que sencillamente no acaban juntos. El mejor ejemplo de película que se ha contado sobre esos grandes amores para mí es «Los puentes de Madison». Qué regalo tener al señor Eastwood en este mundo.

Pero cuando funciona, cuando puedes optar por quererla y que te quiera, cuando la magia o la vida o lo que quiera que sea lo hace posible, aún hay una segunda tarea de la que nadie habla: el DESPUÉS.

Estos días tengo el asombro privilegiado y conmovido de asistir a la narración de un amor que ya dura dieciseis años. Los conozco mucho más longevos aún, tengo referentes en mi vida de amores de sesenta años, de buenos amores que siguen acariciándose y abrazándose y mimándose y riñendo sesenta años después, generando una complicidad que nos deja fuera al mundo entero.

Pero esta narración de este amor de dieciséis años, aparte de a un silencio conmovido y agradecido, me ha llevado a recordar una frase que me dijeron hace muchos años, que era «hay que querer querer».

Porque lo más difícil no es amar, ni ser correspondida, ni coincidir en el momento adecuado…lo más difícil es seguir amándose dieciséis años después. Preservar ese amor que une, que construye, que alimenta, que da sentido a una vida. Hacerlo florecer, y con él, a las personas que lo viven, porque como dice un amigo mío siempre «no soy yo la fuerte, ni eres tú la fuerte, es el amor que no une el que nos hace fuertes».

Así que dieciséis años después:

  • Cuando ya conoces cada pequeño detalle del otro.. ¿Dónde encontrar la capacidad de sorpresa y asombro?
  • Cuando ya conoces cada poro de su piel..¿Cómo encontrar la forma de excitar y ser excitado?
  • Cuando la rutina y las obligaciones van llenando las horas del día…¿Cómo encontrar el tiempo para el erotismo, para la ternura, para la comunicación, para la emoción?
  • Cuando los proyectos de vida de cada uno, las evoluciones personales te llevan a veces a caminos diferentes..¿Cómo preservar el lugar donde encontrarse, el espacio común?
  • Cuando los hijos llegan, y aparte de llenar tu tiempo y multiplicar tus afectos, te enfrentan a veces a partes de ti y del otro que no te gustan, que no suscribes o incluso que te enfrentan…¿Cómo generar un proyecto común que no sea el mío ni el suyo sino el de ambos?
  • Incluso cuando ya conoces cada miedo y temor del otro…¿Cómo no caer en la tentación de utilizarlo?
  • …(aquí que cada uno añada lo que quiera, porque la lista es larga, serán bienvenidos añadidos a este listado en los comentarios :-))

Porque los buenos amores no parecen resentirse de las grandes pruebas. Muy al contrario, se crecen en ellas. Es en esos momentos de dolor, de sufrimiento o de angustia donde ese amor que les une les hace fuertes. El peligro no viene de los grandes dolores sino del día a día, de la rutina, de lo ya sabido, lo ya sospechado, lo ya dicho.

Así que estos días más que nunca me doy cuenta de que los grandes amores, y en esto incluyo no sólo a la pareja, aunque haya hablado sobre todo de ella, sino a los hijos, a los amigos, su mayor prueba no es gestarse, encontrarse sino SEGUIR AMÁNDOSE, permanecer y perseverar. Seguir optando por el otro, por amarle y por cuidarle, por ser amado y por dejarse cuidar.

Mi reconocimiento y mi admiración a todos los que lo logran cada día. Esos milagros, justo esos de los que poca gente habla o escribe, son los que hacen que este mundo sea un lugar que merece la pena vivirse.

Pepa

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Vulnerabilidad

De vez en cuando alguien te envía un video, un libro, una película donde está tu corazón, casi como si conocieran tus sentimientos, donde están tus vivencias, casi como si las hubieran vivido a tu lado, donde están las palabras que tú has dicho, o pensado o buscado sin llegar a ser capaz de encontrarlas.

Éste es el caso de este video de una TED talk de Brené Brown donde habla sobre la vulnerabilidad. Está en inglés, pero de veras que merece la pena el esfuerzo.

Ella dice que los problemas de nuestra sociedad tienen una base importante en crecer desde el miedo y la vergüenza, sin atrevernos a mostrar nuestra vulnerabilidad. Habla de cómo la ocultamos debajo de la apariencia, el pretender lo que no somos, el querer ser perfecto, el no ser capaz de amar la imperfección del otro, y el convertir las dudas en certezas, sin dejar lugar a las tres palabras que empiezan por «co», que me han encantado: CORAJE, COMPASIÓN Y CONEXIÓN.

Habla de que los niños y niñas hoy en día crecen con la obligación de ser perfectos, y si no lo son, fingir serlo. No reciben el mensaje de «eres imperfecto y a mí me pareces maravilloso así, tal cual eres».

Al final describe las actitudes desde las que merece la pena vivir para crecer de manera armoniosa y con una sensación de ser amado.  Ahi van:

1. Dejarse ver tal y como eres, mostrar tu vulnerabilidad.

2. Amar con todo tu corazón.

3. Vivir la gratitud y la alegría tanto como puedas.

4. Creer «estoy bien como soy, soy suficiente».

Todo esto lo intento decir yo de otra forma en mis talleres. Pero ella lo dice mejor 🙂 y qué bueno es además saber que no eres la única que en sentirlo, vivirlo y decirlo.

Os dejo la charla completa, por si queréis escucharla. Como comienzo de semana. Gracias, Pablo.

Pepa

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El valor de la presencia

Desde hace un tiempo, muchas cosas parecen devolverme al ESTAR. A la opción de dejar de hacer para sólo estar, y desde ahí, SER. Y me ocurre en lo personal, y en lo profesional.

Mi comprensión sobre mi trabajo como psicóloga ha dado un giro muy potente en los últimos años, y no sólo por la evidencia científica que me voy encontrando en cuanto leo y conozco, sino por mi propia evolución, mi propio proceso. Y ese giro es hacia el cuerpo, hacia mi cuerpo, hacia nuestros cuerpos.

El ser humano tiene tres núcleos de conocimiento: el cerebro, el corazón y las tripas, nuestras grandes olvidadas. Porque la persona se gesta desde las tripas, no desde la mente, ni siquiera desde el corazón, sino desde las tripas. Todas los caminos de la psicología por donde voy adentrándome (desde mi base teórica del apego hasta los últimos avances de la neurofisiología o el valor de técnicas como el emdr) me llevan a comprender que nuestro psiquismo se genera desde el amor, y ese amor se recibe y se trasmite a través del cuerpo y la presencia.

Tomo robada una frase a David (gracias) que no tiene desperdicio, dice así: «del caos surgen las formas a través del amor». Y el amor se siente, se reconoce y se vive en el cuerpo.

Nuestra «civivilización» occidental ha ocultado y renegado del cuerpo y ahora todos los avances científicos nos llevan a comprender que es la memoria que hay en nuestro cuerpo, en nuestras células, en nuestras redes neuronales la que nos constituye como personas. Sabemos que esas memorias las generamos a través de las relaciones afectivas. Pero hay que dar un paso más: esas relaciones afectivas se gestan a través de NUESTROS CUERPOS.

Y eso me devuelve al plano personal, al más íntimo: a la PRESENCIA, al «estar ahí» que decía siempre mi madre. Me devuelve a esa necesidad de presencia física que todos tenemos, de caricias, de miradas, de poder encontrarnos en los ojos de otra persona para poder existir. De esas rutinas de amor que acaban constituyéndonos como personas, metiéndose en nuestro día a día hasta el punto de parecernos obvias y al mismo tiempo sernos imprescindibles. Esas personas, esos objetos que forman parte de nuestra alma, porque han estado siempre ahí, de un modo u otro. Los pudimos PALPAR.

Me devuelve a la sabiduría antigua, más primaria, ésa que hace que las madres, padres, abuelas y abuelos pasen horas sin término simplemente estando a nuestro lado. Y al contrario también, al valor que tiene «desaparecer», «no estar», «huir» o «abandonar», palabras que configuran heridas de cuerpo y alma, que dejan huellas con las que las personas se ven forzadas a acostumbrarse a vivir.

Hasta para morir nos hace falta la presencia: el valor de despedirse, de tener un cuerpo, un objeto, un lugar donde reencontrar nuestra memoria, desde el que poder decir adiós. Las personas a las que les arrebatan hasta eso se quedan mucho más ancladas en el dolor.

Nuestro cuerpo al final tiene un doble valor. No es sólo una cuestión de salud física, es que es desde nuestro cuerpo desde donde se crea nuestra alma y el alma de quienes amamos. Estar presente, estar ahí físicamente, hacerse presente ya no es una opción: es una necesidad.

Ojalá nos lo enseñaran más y antes. O quizá es que yo soy lenta en aprender 🙂

Pepa

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Amar y proteger

Llevo un tiempo siendo consciente de una diferencia que, poco a poco, crece en valor ante mis ojos. Por eso quiero compartirla, justo después de un fin de semana donde mi familia me la ha recordado desde sus propios ojos: la diferencia entre amar y proteger.

He comprendido que se puede amar a alguien con locura y al mismo tiempo no saber o no poder protegerle del daño. Pasa en parte porque tu propio dolor te impide ver ese daño, en parte porque no puedes ni imaginarlo, en parte porque no pones consciencia sobre ese daño. Y al contrario igual, se puede proteger al extremo a un niño y nunca llegar a amarlo, sino hacerlo porque es tu obligación.

Es posible crecer sintiéndose amada y al mismo tiempo desprotegida. Eso te lleva a vivir con miedo, siempre alerta, hasta el extremo de hacerlo insconscientemente, de forma natural. Construyes una vida desde el control, desde la soledad, desde el miedo a pedir ayuda y el convencimiento de que debes salir sola adelante. Derrumbar ese convencimiento es una tarea difícil. Aprender a mostrar tu vulnerabilidad, tu humanidad, a decir «no sé» o «ayúdame» lleva un tiempo, y a veces se te puede pasar la vida sin lograrlo. Encuentras tus muletas, tus ayudas, tus trucos que te dieron seguridad y al mismo tiempo se vuelven una trampa, porque deshacerte de ellas te enfrenta de nuevo a la soledad, y al miedo.

Proteger conlleva una consciencia, una opción. Hay que mantener los ojos abiertos, el corazón listo y receptivo, escuchar y mirar muchas más horas de las que hablas, estar presente horas sin límite. No caer en la tentación de crear a su alrededor esa burbuja que necesitas para calmar tu ansiedad, pero que deja a nuestros hijos más a la intemperie si cabe. Aprender a dejarles caer pero estar cerca para que puedan levantarse, enseñarles a contactar con su propia historia personal, con sus propias «tripas» para que puedan reconocer y diferenciar las emociones, y legitimar las sensaciones corporales que les van a guiar cuando todo lo demás parezca confuso.

La paradoja es que para poder proteger a nuestros hijos debemos ser capaces de no tener miedo de nosotros mismos, de nuestras emociones, de nuestra impotencia, nuestra debilidad y nuestro ser a la intemperie. Y no todos queremos hacerlo. Al menos no siempre.

No basta con amar. Hay que hacer algo más, y ese algo comienza por nuestro interior, nuestra historia, nuestros miedos, nuestros dolores.

Porque al final descubres que sólo puedes enseñar a tu hijo a ser feliz siéndolo tú. Porque educas en lo que vives, y si no conoces la felicidad, la confianza o y el amor, no puedes darlos. Por eso la mejor inversión de amor es sanar tu propia historia para ser feliz. Porque siéndolo tu hijo aprenderá esa felicidad de ti.

Para mí estos meses están siendo una parada en el camino, un pasar página, un nuevo comienzo. El nuevo comienzo al que me llevó el camino que me hizo emprender mi hijo. Un camino de amor.

Pepa

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Un lugar de luz

Copio un extracto del último libro de Angeles Caso «Contra el viento», unas líneas que valen su peso en oro y que me acaban de reenviar (gracias, Ana). Porque lo suscribo hasta la coma, hasta lo intuido tan sólo entre líneas.

«Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila. También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.»

He llegado a un punto y aparte en mi vida, a un lugar diferente, un lugar de luz. El camino ha sido largo y me queda mucho trecho por andar, con nuevas sorpresas, bendiciones y dolores. Y al texto de Caso sólo le puedo añadir un deseo, el primero, mi primer deseo: que mi hijo se sepa y se sienta siempre amado. Lo demás vendrá por añadidura.

Pepa

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Parte del misterio

Esta entrada va a sorprender a muchos :-). O quizá no.

La vida es un misterio. Hoy han llegado a mí dos videos de dos autores de best sellers americanos. Reconozco que ya de por sí ese dato me genera un cierto recelo de partida. Pero los he visto. Mejor dicho, he empezado y ya no los he podido soltar. Y advierto de partida, el de Louis Hay dura una hora y veinte minutos (me ha parecido la peli mucho mejor que el libro), el de Dyer, aún mejor si cabe (un hombre que empieza una conferencia de dos horas citando a Castaneda y Plank juntos..mmm…), dura dos horas y media. Pero sinceramente, me parecen una inversión de vida.

Lo primero que me ha impresionado son las historias de sus protagonistas, tanto Hay como Dyer son ejemplos de resiliencia increíbles. Historias vitales que ponen los pelos de punta que han reconvertido en ayudar a los demás de un modo impagable, infinito.

Segundo, no estoy de acuerdo con todo lo que dicen, especialmente cuando entran en el poder de la curación de enfermedades graves o con todo el componente religioso, en el que no entro. Pero hay cosas que todos deberíamos escuchar una vez en la vida. Y luego no olvidarlo.

Y os lo mando por una idea que ambos defienden y que yo creo cada día con más intensidad: «todo está conectado con todo, todos estamos conectados» Y esa red es una red de amor, de creación.

Y como modo de abrir el apetito para que os arriesguéis a ver los dos videos 😉 copio más abajo algunas cosas.

Pepa

EL PODER DE LA INTENCIÓN Wayne Dyer

Cuando cambias tu forma de mirar las cosas, aunque estés ciego, las cosas que miras, cambian.
El perdón es el aroma que deja la violeta en la suela de la bota que la pisó.
Las caras de la intención:
1. Creatividad (vivir con un propósito, referencia a la Muerte de Ivan de Tolstoi)
2. Bondad (creadora de serotonina)
3. Amor (amor en acción)
4. Belleza (alegría) Vende tu inteligencia y compra sorpresas
5. Expansión (aprender a pensar, snetir y sonar como la fuente, todo lo demás son detalles)
6. Abundancia
7. Receptividad (estás dispuesto a recibir? Me llega exactamente lo que necesito, la confabulación del universo contigo)

Las reglas que Dyer da al final no tienen desperdicio:
1. Quiere para los demás más de aquello que quieres para ti (os suena de algo? ;-))
2. Certeza y constancia: Comienza a pensar por el final. Visualiza lo que quieres y deseas tener al final del camino, desde la certeza de que lo que quieres ya está aquí, no te puede ser negado.
3. Aprende a valorar la vida. Mira siempre lo valioso, no lo negativo.
4. Mantente en armonía con la fuente de energía.
5. Pon consciencia en tus resistencias (lo que no sea amable, amoroso..) Aquello que pienses se hará real. Si piensa que no puedes, tienes razón, porque no podrás.
6. Contemplate a ti mismo rodeado de aquello justo que quieres lograr.
7. Comprende el arte de permitir. Las cosas, si estás conectado, fluyen. Abre el camino a que la energía pase a través de ti.
8. Practica la humildad radical. No eres tu cuerpo, ni tu mente, ni lo que tienes. Eres parte de un todo mucho más grande que tú.
9. Permanece en un estado constante de generosidad y gratitud.
10. Ten presente que nunca puedes solucionar un problema condenándolo. Aquello de lo que te avergüenzas no puedes solucionarlo.
11. Juega el partido, no te rajes por miedo.
12. Medita. es el modo de mantenerse en conexión.El silencio es lo único que no puedes dividir.

Y una frase brutal: «la felicidad es algo que se decide siempre antes de tiempo. Que me guste o no mi habitación no depende de cómo tiene puestos los muebles, sino de cómo ordeno mi mente»
«Todos los seres humanos vivimos en cuerpos que van a morir, pero actuamos como si eso no fuera a pasar»

TÚ PUEDES SANAR TU VIDA Louis L. Hay (éste lo he visto sin tomar notas :-(, por eso no añado nada debajo)

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