Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Silencios

Hoy me nace recuperar un párrafo del último cuento, el «Lenguaje de los árboles», decía así:

«El abuelo decía que cuando estás en paz, ya no necesitas las palabras. Por eso el cielo es tan silencioso. Pero mientras tanto, hasta que llegas ahí, las palabras guardan el amor y el miedo, el dolor y la esperanza…guardan todo lo valioso que hay en las personas. Y las personas necesitan decirlas, y sobre todo escucharlas.»

Nunca imaginé vivir un verano como éste, y eso que mi capacidad de sorpresa tiene unos límites insospechados 😉 pero nunca esperé recibir tanto en tan poco tiempo, como tampoco que la vida me enseñara tanto y tan profundo. Porque los aprendizajes de la vivencia están cambiando hasta mi mirada.

Y hay algo que aparece rotundo en mi verano y son los silencios. Voy dando un nuevo valor a los silencios, y quisiera ponerlo en palabras esta mañana. Permitirme la paradoja de poner palabras a algunos silencios 😉

Ahi van:

Los silencios de la espera. Los de quien espera, los de quien se hace esperar.

Los silencios que moldean tu cuerpo sin siquiera rozarte.

Los silencios que se imponen cuando no puedes mirar a los ojos a alguien que amas sin desearle o sin que te duela, o ambos al mismo tiempo.

Los silencios que llegan cuando no puedes responder…cuando no quieres responder…cuando no sabes qué decir…o cuando ya está dicho todo..tanto que ni los puntos suspensivos funcionan ya.

Los silencios cuando navegas en los ojos de quien amas y te sientes correspondida. Y en paz.

Los silencios de la ternura.

Los silencios de las lágrimas. De las que se lloran, las que se gritan y las que se tragan.

Los silencios que envuelven después de hacer el amor, incluso durante.

Los silencios que te arrullan al dormir en brazos de quien amas, o cobijando el rostro amado.

Los silencios densos después de un puñetazo en el estómago. Los que llegan cuando sabes que de ese dolor no cabe el regreso.

Los silencios del olor amado que no se desprende de tu piel.

Los silencios de quien tiende la mano y acaricia, aún desde muy lejos, con cada foto, sin palabras.

Los silencios cuando ves llegar a alguien amado a lo lejos, caminando hacia ti. Y cuando le ves alejarse sin mirar hacia atrás.

Lo confieso. Mi mantra de este verano está siendo «esperar y recibir». Lo demás lo dejo a mis silencios.

Y acabo con otra de mis canciones, para llenar el silencio de música:

Pepa

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Esperar

Esperar el amanecer. Anhelarlo, buscarlo, recrearlo. Hacer que vuelva a nacer una y otra vez en ti…
Esperar esas letras que son un paso más hacia uno de tus mañanas…
Esperar a tu cuerpo, sintiéndolo vibrar hasta ese momento exacto en que el cielo entra dentro de ti. Ni minutos antes ni un segundo después. Ahí…
Esperar el punto de frescor para un vino, el de calor para un queso que se derrite sobre tu plato..
Esperar el roce inesperado, o ese otro que de tan deseado casi duele…
Esperar la lágrima o la muralla que cae…tocar el alma…
Esperar el silencio que llega cuando sólo queda ya mirarse.

Pepa

Sin palabras

– Mami, acuérdate cuando te mueras de pedir tu deseo sobre lo que quieres ser la próxima vez. Porque si lo pides, se te cumplirá y podrás elegir.
-….cariño, pues lo tengo fácil, porque como lo único que quiero seguir siendo es tu mamá, tendré que esperar a ver qué te pides ser tú para pedirme ser tu mamá.
– (abrazados) Te quiero, mami.
– Y yo a ti.

Conversación con mi hijo esta mañana abrazados al despertar.
Pepa
2/agosto/2013

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El lenguaje de los árboles

Llevo días pensando en colgar un nuevo cuento. Un cuento que escribí hace tiempo, pero que ha vuelto a mí estos días con el dolor galego. Los mismos días que el dolor se hacía inconmensurable veía el amanecer en el mar mientras me bañaba, y un día tras otro me preguntaba por esta vida en la que una noche pueden morir 79 personas y al día siguiente puede seguir existiendo tanta belleza.

Y una vez más, la vida tiene sus «emisarios». Por un lado anoche alguien me habló del idealismo, del silencio y del tono de las voces que se escucha más allá de lo que esas voces llegan a decir. Y hoy una amiga me ha enviado esta foto que me ha hecho volver a aquel cuento que escribí. Así que copio ambos. La foto acompañando al cuento.

Espero que os lleguen como a mí.
Pepa

EL CUENTO:
EL LENGUAJE DE LOS ÁRBOLES
Pepa Horno Goicoechea

Para mi padre y a mi hijo, paseantes de bosques

Érase una vez un niño cuyo abuelo le enseñó el lenguaje de los árboles. Se lo fue descrifrando en los paseos de aquellas tardes de verano alrededor de su casa del bosque. El niño quería ser pájaro y volar, pero el abuelo insistía una y otra vez. Decía que si volaba muy alto se perdería las maravillas del bosque, las que suceden a los pies de los árboles, en sus hojas y en sus ramas.

Por eso le llevaba de paseo por el bosque. Y con cada tesoro que le mostraba, el niño se quedaba prendado y su corazón se llenaba de silencio. Y sólo entonces escuchaba los susurros de los árboles. Era el lenguaje de los árboles del que siempre hablaba el abuelo. Aunque no lograba entender lo que decían.

Su abuelo decía que había árboles, los más sabios, los más ancianos, que llegaban al cielo. Era algo mágico. Por un instante se entrelazaban con las nubes y jugaban a acariciarse. Y en ese juego de caricias entre la esponjosidad de cada nube y las hojas pequeñitas, las de las ramas más altas de los árboles ancianos, las nubes les traían cartas del cielo.

Y cuando las nubes marchaban, los árboles atesoraban cada letra, cada legado a la espera de que su destinatario viniera a escucharles. Pero ésa era la parte más triste de la historia del abuelo: que la mayoría de los destinatarios de esas cartas nunca venían a buscarlas.

Y los árboles envejecían, llenos de historias, de susurros. Aprovechaban los atardeceres para dejar ir algunos mensajes con la brisa, o les contaban una pequeñita parte a los animales del bosque, por si pudieran ser sus emisarios. Pero casi ningún humano se acercaba a los pumas, a los zorros o a los búhos. A los perros y a los gatos sí, pero no a los animales del bosque.

Pero el abuelo sí lo hacía. Y desde que el niño nació, le llevaba con él. Al principio subido en sus hombros. Luego ya, cuando pudo, caminando juntos. Llegaban hasta una piedra en medio de un claro en el bosque. Y ahí se sentaban a silenciar sus corazones desbocados y poder escuchar las historias de los árboles. Y aquellas historias hablaban de lugares lejanos, de corazones tranquilos y de amores luminosos. Pero sobre todo estaban llenas de palabras no dichas, de esas que las personas no dijeron por miedo, o por no escuchar, o por no darse el tiempo o…

El abuelo decía que cuando estás en paz, ya no necesitas las palabras. Por eso el cielo es tan silencioso. Pero mientras tanto, hasta que llegas ahí, las palabras guardan el amor y el miedo, el dolor y la esperanza…guardan todo lo valioso que hay en las personas. Y las personas necesitan decirlas, y sobre todo escucharlas. Por eso los árboles siguen conservándolas. Porque los que están arriba en las estrellas mandan mensajes. Y porque los que están abajo lloran sus ausencias con palabras y lágrimas. Y de vez en cuando, en alguno de esos momentos mágicos en que los que viven en la tierra callan, los que están en el cielo hablan a través de los árboles.

Pero el niño nunca pudo llegar a percibir las palabras en los susurros de los árboles, sólo escuchaba un extraño y bello susurro. Y con el tiempo, conforme crecía, pensó que su abuelo se lo inventaba todo. Ninguno de sus amigos sabía nada del lenguaje de los árboles, y en realidad muy pocos iban a pasear al bosque con sus abuelos. Pero a él le gustaba. Y le quería. Así que decidió que no importaba que aquellas historias sobre los árboles fueran reales o no, sólo que fueran de su abuelo.

Hasta el día en que él murió. Una mañana luminosa de otoño su madre le despertó y le dijo que el abuelo se había quedado dormido y no se había despertado. Y el mundo del niño se paró. A partir de ahí todo fue difuso. La gente, las palabras, el entierro, las lágrimas de mamá…todo. Él ya no escuchaba nada, ni siquiera el latir de su corazón alado. Todo parecía detenido, sin vida y sin sentido.

Le enterraron en el cementerio del pueblo de los veranos, junto a la abuela, a quien el niño no había conocido pero a la que el abuelo había añorado durante tantos años. Y el niño hizo lo único que sabía hacer en aquel pueblo, lo único que tenía sentido para él: fue al bosque. A su piedra en el claro del bosque. Y se sentó.

Y entonces ocurrió. Empezó a escuchar palabras tras la brisa entre los árboles y el ulular del búho. Incluso le pareció ver un zorro a lo lejos. Pensó que aquello era imposible. Pero no lo era, ya no eran susurros sin sentido, eran frases. Frases que sólo el abuelo hubiera podido decir. “No quieras volar tan rápido, mira el bosque, siente la hierba, escucha a los árboles”.

Y ahí lo comprendió. Ahora entendía las palabras porque estaban dirigidas a él. El abuelo le había escrito una carta para él. El abuelo y la abuela, juntos. Y entonces aprendió de una vez para siempre el lenguaje de los árboles, el que sólo los que tienen el corazón dividido, mitad en el cielo, mitad en la tierra pueden escuchar. Sobre todo si son niños o niñas, más dispuestos a creer en la magia del amor que los mayores. Ese amor que enlaza las nubes con las hojas de los árboles y llena los silencios de significado.

Y el niño supo que ese lenguaje estaría siempre para contestarle cuando preguntara, cuando tuviera miedo, cuando se sintiera solo o cuando fuera feliz. Con la única condición de callar lo suficiente, amar profundamente, y no volar demasiado. Y supo también que a partir de ese día traería a su mamá a aquél rincón del bosque cada verano, para escuchar juntos a los abuelos.

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La metáfora de Sicilia

De nuevo en nuestro hogar. Y la luna llena me mira directa mientras escribo.

Acabamos de volver de pasar unos días en Sicilia, una de mis cuentas pendientes personales, que he podido hacer realidad como parte del regalo de mi gente querida por los cuarenta. Me regalaron un viaje, y elegí Sicilia.

Me ha resultado un lugar tan paradójico como espectacular. He estado en lugares que sencillamente te hacen enmudecer con su belleza. No sólo calas, sino iglesias, pueblos…algo muy especial. He conocido muchos lugares en el mundo, pero en este viaje he estado en dos o tres de esos que entran a formar parte de mi acerbo más íntimo de geografías. Y eso que no he conocido más que una parte de la isla, la más cercana a Palermo.

Si podéis ir, no os perdáis la scala dei turchi, la escalera de los turcos, una playa de roca blanca en forma de escalera que esconde un paraje único. Cefalu, el pueblo donde se rodó «Cinema Paradiso», una de mis pelis, de esas que eligiría si sólo pudiera quedarme con unas poquitas. Un pueblo alucinante al borde del mar. Su iglesia conmovedora y la playa de roca, no la grande sino la escondida, inolvidable. Y la iglesia bizantina de Monreale. Sólo verla merece la visita. Y el caos de Palermo, y Ericce, un pueblo detenido en la cima de una montaña…

Pero he dicho paradójico con conocimiento de causa. Porque me he vuelto con la certeza de no haber entrado en el alma de la isla. Es demasiado grande, no llegas en ningún momento a tener la sensación de isla allí y para mí, teniendo en el alma mis amadas baleares, me faltaba su luz y su paz. Por no hablar de ese caos, ese aire decadente, distancias largas con carreteras malas, unas infraestructuras bastante pobres y basura suelta por los rincones. Pero sobre todo porque es uno de esos lugares que a mí me ha trasmitido la sensación de que oculta mucho más de lo que muestra.

Así que Sicilia esta noche para mí es una metáfora sobre lo que la vida me ofrece y cómo he de acercarme a ella. Con cuidado, con mimo, con ese silencio conmovido que me permita ver la belleza. Y con esa certeza de siempre quedarme en uno de sus velos, como con las personas. De tocar su alma sólo en algunos momentos de infinito, que cuando llegan, quiero vivir sin intentar retener, con plenitud, porque sólo así los atesoras.

Así que os dejo dos momentos de ese «infinito» para mí. El primero, la foto de un atardecer sobre el mar con el que Sicilia se despidió de nosotros ayer. Refleja para mí lo que está siendo este verano.

Vimos esconderse el sol en el mar, un espectáculo increíble y cuando nos giramos para irnos…ahí estaba, la luna sobre la montaña. Preciosa, radiante, casi llena. El sol y la luna. Siempre la belleza. El aprendizaje es saber mirarla.

Y el otro lo recupero al llegar a casa en forma de canción. Una canción que a mí me pone los pelos de punta. Siempre fue así. Y la recuperé hace poco en una sesión de biodanza de mano de dos mujeres maravillosas. Así que os la dejo. Mi consejo…deteneos…y escuchar.

Pepa

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Aprender a soñar

Hoy un mago que está recuperando sus dotes de soñador me ha enviado este video, que comparto tal cual. Por muchas cosas, pero sobre todo porque habla de dos cosas que son nucleares para mí y que he aprendido a leer en la vida: la magia y los saltos al vacío.

Soñar, soñar, soñar…ser valiente…confiar…

Miradlo, lo merece.
Pepa

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Decir adiós

Nunca he sido buena en las despedidas. En ellas topo de lleno con la Pepa niña que sigue soñando con un mundo ideal en el que no haya que elegir. Esa parte niña que todos llevamos dentro. Porque al final una despedida es una opción. Cuando te vas, es porque eliges estar en otra parte. Cuando te quedas, es porque decides no irte a otro lugar o con otra persona. El porqué es infinito, hay tantas posibilidades como vidas, y no me caben aquí. Pero al final se trata de elegir.

Así que cuando llega ese momento, cuando tengo que mirar a los ojos a alguien que amo y decir adiós, mis tripas empiezan a retorcerse y la Pepa niña empieza a imaginar todo tipo de estrategias, modos y maneras de convertir lo imposible en real, de seguir manteniendo el vínculo, de no decir adiós. Y la Pepa adulta tiene que acarciarse el estómago con compasión y decirse una y otra vez la frase de mi tía «esto también pasará». Y esperar.

Esperar. Un verbo que esconde dentro de sí todo un universo. Mi talón de aquiles. Lo que más me cuesta. Esperar. Soy una persona rápida, comunicativa y de acción, así que se me da bien «hacer», «decir» y «sentir», pero ¿»no hacer» y «no decir»? Uf, ésa ya es otra historia. Me costó mucho trabajo personal llegar a entender que no hacer y no decir es también una forma de hacer y decir, aunque suene a trabalenguas. Ahora lo sé. Pero me sigue costando.

Soy aún más consciente de mis dificultades para decir adiós desde que soy madre. Nuestros hijos muchas veces reflejan lo que nosotros somos, nos hacen de espejo implacable en el que hay que aprender a mirarse con compasión pero sin excusas. Y mi hijo tiene también un problema con las despedidas. En las bienvenidas es fantástico, abraza, besa, es tierno..pero cuando llega la hora de despedirse a veces se enfada, o hace como que no está pasando. Se quiere ir de los sitios sin despedirse y sin dar un abrazo, sobre todo cuando se trata de gente a la que ama y con la que lo estaba gozando, cuando de verdad no quiere irse del lugar.

Y yo siempre le digo que las despedidas son importantes, que no hay que obviarlas aunque duelan, que el amor que entregas y recibes en ese momento te alimenta, a veces durante más tiempo del que podemos imaginar, a veces una vida entera. Pero le veo retorcerse en sus tripas, igual que yo me retuerzo en las mías. A veces me he enfadado con él por las situaciones que genera, o porque se enfade conmigo cuando nos vamos. Pero casi siempre veo su dolor. Y entonces le acojo, le consuelo, porque él siempre llora o lo expresa, pero cuando ya nos hemos ido, cuando ya vamos en el coche o estamos a solas. Como aquél que grita en una moto cuando ya nadie puede oírle. Pues mi hijo lo hace conmigo, cuando ya nadie más puede escucharle. Y yo le abrazo, y me digo para mis adentros lo que duele decir adiós.

Y los peores adioses son los unidireccionales. Aquellos que no eliges, sino que te vienen impuestos. La vida lo hace cuando muere alguien que amamos. No pregunta, no cuestiona, sólo se impone en su finitud, en su apabullante y estremecedora realidad. Y ahí más que nunca la diferencia entre haber podido despedirse o no marca un abismo. O cuando alguien que amamos nos abandona. Decide por ti. Y ahí no te queda otra que aceptar y seguir viviendo. Porque sus opciones implican renuncias que te afectan, pero que no has elegido. Pero conforme voy viviendo, cada vez intuyo más que de esas hay pocas. Que para cuando alguien se va, hubo varios adioses previos en los que sí hubo opción, que las historias se comienzan a romper mucho antes de que alguien diga adiós, y en ese proceso las dos personas optaron.

Porque al final, como hablaba con una amiga anoche en una maravillosa terraza del centro de madrid, decir adiós también implica valentía. Y cada vez tengo más la sensación de que en nuestro mundo casi siempre el miedo vence al amor. Salvo cuando ese amor es de verdad. Entonces las personas saltan precipicios, auténticos abismos que les aterran. Lo hacen porque saben que una parte de su alma va en ello. Como lo hace un padre o una madre por su hijo, lo hacemos por nuestras parejas o por nosotros mismos.

Hay una escena que yo siempre recuerdo de la peli de «Sentido y sensibilidad» cuando ambas hermanas hablan después de averiguar la historia sobre por qué el novio de la primera le ha abandonado para casarse con otra. La hermana «sensata» le dice «Pero al menos puedes estar segura de que te amaba» y ella se gira y le contesta tranquila «pero no lo suficiente».

Así que como dice una amiga mía, se trata de «desear con intensidad». De amar lo suficiente. De saltar al vacío, sea cual sea, el vacío puede ser quedarse en la propia vida reelegida desde el amor o puede ser apostar por el amor que te abre nuevos horizontes y te hace sentir viva. Sea cual sea el vértigo, la vida nos la jugamos en cada salto. Porque si no saltas, el momento pasa y uno se queda asustado y aterido al borde del precipicio, sin saber si la vida del otro lado hubiera sido mejor.

Porque se elige siempre. Sea desde el amor, o desde el miedo. Y cuando eliges, toca decir adiós.

Pepa

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Veinte años

Mañana es 5 de julio. Y cada cinco de julio en mi vida es un día cargado de amor. Un 5 de julio murió mi madre. Y a partir de mañana, que se cumplen veinte años de su muerte, llevaré más tiempo viva sin ella que con ella.

SIN ELLA. Ese es un concepto que no existía para mí hace veinte años. Recuerdo esa sensación de que mi vida se había parado. La certeza de que algo de mi alma había muerto sin remedio. Ese enfado con el mundo porque siguiera moviéndose, vibrando sin ella. Sin ella. Imposible.

Recuerdo el día anterior a su entierro, ese momento en que se llenó la casa de gente y yo necesité huir. Cogí mi coche, aquel primer Ibiza rojo, y empecé a conducir sin dirección. Sólo necesitaba salir de allí. Recuerdo la sensación de irrealidad, viendo pasar la carretera, sin saber siquiera dónde iba. Ese mismo toque irreal que llega cuando la persona que amas y que te ha dado la vida te deja huérfana, como árbol desgajado de sus raíces.

Entonces lo supe, y ahora con mi hijo lo he confirmado. Creo que hay dos tipos de vínculos en la vida, los verticales y los horizontales. Los verticales, los padres y los hijos casi siempre, son tu ancla a la vida, tus raíces, tu alimento, los que te dan tu lugar en el mundo. Uno acaba siendo de donde son sus padres o de dónde son sus hijos, algo así. Cuando pienso en los padres, pienso en quienes te criaron, no necesariamente quienes te parieron. Cuando hablo de los hijos, hablo de aquellos a quienes elegiste criar, no sólo de aquellos a quienes pariste.

Cuando los pierdes, tengas la edad que tengas, te quedas desgajada. Si tienes suerte y ya tienes hijos cuando pierdes a tus padres, que es lo más habitual, la sensación se atenúa, pero si no, te quedas colgando en el vacío. Y sea como sea, la sensación de orfandad te llega aunque tengas sesenta años. Los otros, los vínculos horizontales (los hermanos, los amigos, la pareja..) son compañeros de camino, más o menos profundos, más o menos prolongados, pero compañeros de vida. Te acompañan. A veces pasa, en afortunadas ocasiones pasa, que la pareja se convierte en raíz. Pero no es lo común.

Y ahora resulta que ese mundo sin ella va a empezar a ser más largo, más profundo que el anterior. Parecido en cierto modo a cuando llegué a ese momento de mi vida donde llevaba más tiempo viviendo en Madrid que en Zaragoza, y me di cuenta de que ya no era de un sitio ni de otro, sino de los dos. Pero también comprendí que mi hogar estaba en Madrid, con mi hijo.

Del mismo modo, ahora mi vida es más sin mi madre que con ella. Mi hijo no pudo conocerla, mucha de la gente que nos ama no llegó a conocerla, no estuvo en el final de mi carrera, ni en las presentaciones de mis libros, ni en los cursos y las conferencias. No pudo viajar el mundo conmigo, ni subir al Machu Pichu, ni sentarse junto al Mekong, ni viajar por la Patagonia ni tantas otras cosas. No pudo abrazarme cuando me enamoré, ni ser abuela.

Sé que en gran medida soy lo que soy por aquellos seis años de enfermedad que precedieron a su muerte y por aquel primer 5 de julio, pero no ha pasado un sólo día de estos veinte años en el que no cambiaría todo lo que he vivido después por poderla abrazar de nuevo. Pero ése es el trato. Amar implica también despedirse llegado el momento. Y como me dijo ella poco antes de morir: «Cuando muera no llores, porque todo lo que podría haberte dado, ya te lo habré dado».

La vida es también sus ausencias. Y ese dolor de no poder dejarse en su regazo, no poder sentarse en aquel mirador a desayunar juntas y conversar, no poder ya cantar con ella en el coche…siguen siendo ausencias por muchos años que pasen. Tan sólo con el tiempo te acostumbras a vivir con esos huecos dentro de ti.

Una de las cosas que aprendí pronto en la vida, con su muerte, con la de mi padre, con algunas otras cosas…es que los momentos pasan, que hay que pillarlos al vuelo. Si necesitas decirle algo a alguien, hay que decírselo ahora, alto y claro, no mañana ni pasado ni dentro de un mes. Es importante acostarte con la certeza de que la gente que amas sabe que la amas. Y si deseas algo con intensidad y no saltas por miedo al vacío, sencillamente te pierdes la vida. Y la vida es frágil y maravillosa, cruel y vulnerable. Y no tiene cambio, vuelta ni devolución.

Asi que cuando llego a esta vida definitivamente sin ella, me reafirmo en algo tan inefable pero real como lo es el dolor de su ausencia. Y es que el amor es lo único que sobrevive a la muerte y lo único que da sentido a nuestras vidas. Amar y ser amada. Con razón dicen que en realidad no mueres hasta que no muere la última persona que te conoció y te amó.

Porque ésa es la vivencia más radical de mi vida sin ella: su permanencia, su presencia constante dentro de mí, cuidándome, guiándome, protegiéndome, a mí y a su nieto. Cada vez que oigo a mi hijo hablar de la abuela Asun a quien no conoció, pero a quien tiene presente de una manera tan natural. Cada vez que tengo miedo y escucho su voz. Cada vez que añoro sus abrazos y llega, como por arte de magia, alguien que me ama y me abraza…en cada huella, detalle…ahí está ella.

Y mañana, 5 de julio, seremos varios los que, veinte años después, seguiremos teniendo un día conmovedor y varios los que nos enviáremos mensajes hablando de ella, pensando en ella. Y su amor seguirá aquí, en esta vida sin ella que en realidad hace tiempo que comprendí que es mi vida con ella de otra forma.

Porque aquella carretera que pasaba delante de mi casi sin verla se ha convertido en parajes hermosos, a veces muy cercanos y a veces muy exóticos, llenos de gente amada. Aquel sillón en que conversaba con ella en el mirador de casa de mis padres es hoy el sillón que utilizo como terapeuta, esas narraciones que me «obligaba» a hacerle cada día en la merienda sobre mi día en el colegio son sobre las que construyo mis cursos y mis talleres. Esa forma suya de peinarme ante el espejo devolviéndome mi valía con la que impedía que el maltrato que viví en el colegio dañara de forma irreversible mi alma es la misma desde la que hablo a los niños y a las personas que llegan a mi que han sido víctimas de maltrato o de abuso. Aquella música y aquella risa que casi olvida con las penas que vivió pero que luego recuperó en su enfermedad son las que yo ya no he olvidado nunca. Sus amigos son también mis/nuestros amigos. Y esos abrazos en los que me envolvía son casi los mismos con los que despierto cada mañana a mi hijo.

Y sobre todo…ese valor, esa capacidad suya de amarnos por encima de su dolor, de convertirlo en algo hermoso.. es mi motor, mi fuerza para cada salto al vacío que he dado después de aquel primer 5 de julio. Y han sido muchos saltos.

Ya lo dijo el zorro cuando el Principito le dijo que se iba:
– Voy a llorar.
– Pero es culpa tuya. Yo no quería, pero tú insististe en que te domesticara y ahora vas a llorar.
– Así es.
– Entonces no has ganado nada.
– Sí he ganado, he ganado el color de los campos de trigo.

No lo olvidéis, todos tenemos nuestros campos de trigo. Y esos no se van jamás. Al contrario, cada día son más bellos. Incluso veinte años después.

Pepa

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Solucionar las pesadillas

Conversación en la cena:

– ¿A ti qué te daba miedo cuando eras como yo, mami?
– Pues la oscuridad, como a ti cuando eras más pequeño, cariño, pero la abuela Asun hacía lo mismo que hacía yo contigo, me dejaba una luz encendida y con eso me bastaba.
– ¿Y tenías pesadillas?
– Alguna vez.
– Cuéntame una, porfa.
– Pues alguna vez soñé que me caía de un edificio alto.
– ¿Y por qué no sueñas que bajabas en una cometa?
– ¡Es una idea genial!
– O mejor aún, en un paracaidas, porque al paracaidas le puedes poner una hamaca, y caer tranquilamente poco a poco.
– ¡Eso sería perfecto!
– Cuentame otra, que ya verás como te la soluciono.
– Pues alguna vez soñé que me perdía de mi madre en un bosque.
– ¿Y qué animal te gusta? Dame uno, por ejemplo, las mariposas?
– Bueno, sí, las mariposas son preciosas.
– Pues ya está, buscas una, te aferras a ella y ella te llevaba volando hasta otra más grande, su mamá, que tenía dibujados corazones en sus alas, y que te llevaba volando hasta donde estaba tu mami, la abuela Asun.
– Me parece increíble, cariño, así es imposible tener pesadillas.
– ¿Ves, mami? Hazme un favor, ten una pesadilla esta noche y luego me la cuentas mañana para que yo te la solucione. Pero no llores cuando la tengas que me asustaría. Sólo cuéntamela mañana, vale?
– Yo ya no tengo pesadillas, amor.
– ¿Y por qué no?
– Pues porque soy tan feliz contigo que no hay cabida en mis sueños para las pesadillas.
– Ah, también es verdad
– Pero descuida, que si algún día me asusta algo te lo contaré para que me lo soluciones como mago que eres.
– Gracias, mami.
– Gracias a ti, amor.

Pura poesía. Y así, sin más. Después de un día feliz.
Pepa

Lo invisible

Palabras de hoy de José: «Mami, el amor que siento por las personas, aunque no lo vea, lo siento aquí dentro, en mi corazón»

Lo invisible, ya lo decía el Principito, mi libro favorito, que colecciono en distintos idiomas en mis viajes desde hace años.

Lo invisible es una red de amor de la que todos formamos parte, siendo más o menos conscientes de ello. Una red que alienta nuestras almas, las convierte en corazones alados, como en aquel primer cuento. Una red en que todo está encadenado, todo tiene su lugar. Con plenitud, sin tenerse que esforzar. Sólo por existir.

Y cuando aprendes a dejarte en esa red…suceden cosas increíbles. Cosas que no hay que evaluar, juzgar o meditar. Sólo vivirlas, paladearlas, gozarlas y guardarlas muy dentro de ti, atesorarlas para cuando llega el dolor. Ahí, muy dentro, donde dice José, en el corazón.

Me están pasando muchas de esas cosas, y estamos preparándonos para un viaje largo y bellísimo 😉

Prometo narraroslo.
Pepa