Puede que no sea el mejor título para un post que escribo el día de nochebuena :-), o quizá justamente sea el mejor. Pero me sale de dentro dedicar a escribir el ratito que me queda entre la consulta y la inmersión en la familia, previo paso por las tiendas del barrio a recoger las compras de última hora y decir «feliz navidad» más veces de las que puedo contar en cinco minutos (¡Cómo me gusta el barrio en que vivimos!).
En los últimos tiempos ando más que nunca «prendada» de la maravilla que llega cuando quitas deudas morales y psicológicas a las relaciones humanas. Esa capacidad de compasión, de perdón, de acoger que nos llega cuando somos capaces de humanizar nuestra propia visión de nosotros mismos y de aquellos a quienes amamos.
Ayer firmé uno de los contratos más hermosos que he firmado en mi vida, y creedme cuando os digo que no era precisamente el de una boda 😉 y una vez más me reafirmé en que el amor sostiene, alimenta, atesora y afianza cuando se quita los ropajes de la idealización, la moral y la deuda. Y una vez desnudo, se recubre de nuevo, pero de valentía, honestidad y consciencia.
Aprendemos a amar siendo amados. No es cierto que como niños aprendamos a amar amando sino siendo amados, ni a entregar siendo generosos sino recibiendo. LLegamos a la entrega si hemos recibido antes. Hace falta ser alimentado, sostenido y amado para poder aprender a amar y sostener. En los talleres que doy repito una y otra vez que hay que deshacer el concepto de «amor incondicional», sobre todo cuando me toca hablar del vínculo madre-hijos, que parece ese último tabú social a cuestionar. Es como si todos necesitáramos que nuestras madres fueran perfectas, ideales, únicas. A los padres también les pasa, pero en menor medida, por los roles de género aceptados en la crianza. Pero ese halo de idealización con el que miramos como niños a nuestros padres lo mantenemos dentro toda la vida. Y seguimos buscando el refugio que buscábamos entonces, porque los creíamos omnipotentes, sabios y poderosos.
Pero entonces llega la realidad. Y las navidades con ella :-), entre otras muchas cosas. Y nos recuerda que nadie es perfecto, que todos queremos con clásulas, con expectativas, con condiciones. Y que es importante legitimar esas condiciones.
¿Cómo legitimarlas? Para empezar verbalizándolas. ¡Qué prisión no poder hablar de lo que se siente! Qué prisión sentir que no puedo sacar de mí la ira, el miedo, el amor o el deseo. Cuánto bien nos hacen los escritores, y los pintores, y los artistas que sacan, expresan, hacen visible y nos brindan bastones en los que apoyarnos para expresar lo que solos no sabemos. Cuántas palabras prestadas y hechas propias llegan estos días.
El amor se vive, pero se teje en la narración, en lo que regalas al otro en tus palabras y gestos, en cada «te quiero», en cada caricia..y hacen falta, por supuesto que hacen falta. El otro las merece, y nosotros nos merecemos darlas y recibirlas. Decir «te quiero» hace sentir mejor al otro, pero a nosotros nos da un lugar en el mundo, un lugar de pertenencia, un hogar.
Y esas cláusulas al narrarlas, se legitiman. Porque se hacen públicas. Y ahí llega el contrato. El acuerdo, el compromiso. Cuando se dice algo, ya no podemos hacer como si no lo dijimos (y no será porque no lo intentemos) porque las palabras y los gestos, como un contrato que firmas, una mano enlazada a otra o un beso quedan en nuestra alma, y nos hacen quienes somos.
Y sólo tenemos una vida. Así que más vale que la invirtamos en aquello que anhelamos de verdad, porque si no, se esfuma. Se esfuma pagando deudas heredadas, «costes sistémicos» que llamamos los psicólogos a ese precio que todos pagamos por pertenecer a nuestro primer hogar, a nuestras familias. Todos pagamos un precio para ser amados. Y cuando nos hacemos mayores tenemos una oportunidad privilegiada: poner consciencia en ese precio, revisar ese contrato y decidir si queremos seguir firmándolo, o queremos cambiar sus clausulas. Sin ser ilusos (a mí esta parte me cuesta un mundo!) y pensar que podemos «no pagar precios». Siempre hay un precio, un coste. Lo importante es que lo elijamos con consciencia, porque entonces pesará menos. Nos saldrá a cuenta. Por todo lo que ganamos, que es inmenso.
Y ahí llegamos al mayor talón de aquiles: la valentía. Porque para poder hablar, besar o acariciar hace falta valor. Hace falta valor para amar. Ese valor surge de la necesidad de ser amados, como el dar surge del recibir. Convertimos esa necesidad en impulso y entrega, en cuidado, en caricia. En algo que saca cosas de nosotros que nunca supimos siquiera que existieran.
Así que si llegáis a leerme antes de esta noche, escuchadme bajito cuando os digo: sed valientes. Decid «te quiero». Veréis que el contrato sale a cuenta.
Pepa


