Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Vivencias

Ligera

Hay vivencias y transformaciones en la vida que son difíciles de expresar, de darles forma con palabras.

Desde que era pequeña he vivido una sensación interna de peso, y no hablo de mi obesidad, que obviamente es parte de esa sensación, hablo de que la vida me pesaba mucho, una sensación de que vivir me resultaba muy cansado, muy agotador. Me ha costado mucho tiempo darme cuenta de que ese agotamiento tenía que ver con mi exigencia interna, con mi intento de llegar a todo, de hacer las cosas bien, con mi culpa por mis errores, con ese prohibirme abandonar el barco, cualquier barco aunque no lo hubiera elegido, aunque no lo quisiera, abandonar me resultaba inasumible. Y no hablemos de la maternidad, de aquellos primeros tiempos de exigirme ser perfecta en todo, en cada pequeño detalle, de no cometer errores, de pensar todo cuarenta veces. Hasta que poco a poco aprendi a dejarme en el vínculo con mi hijo. A confiar. Que palabra mas importante y más difícil de aprender ha sido para mi!

No hablo de que la vida no me gustara, al revés, me apasionaba y me apasiona. Siempre he tenido una capacidad para el placer a prueba de bomba. De hecho recuerdo mi sorpresa cuando hace años, en mis primeros años en Madrid, mis amigas del colegio mayor me hicieron darme cuenta de que cuando yo estaba mal se notaba mucho porque dejaba de reírme. Nunca hubiera pensado que mi risa fuera tan clave en mi identidad. Como cuando me dijeron lo de mis abrazos. O cuando me descubrí en el sexo. O cuando me encontré junto al mar, hace quince años. Esa capacidad de sentir y de gozar, de entusiasmarme (aunque supusiera cargar con el San Benito de exagerada y vehemente) me mantuvo siempre anclada a la vida, por mucho que pesara.

Pero el sufrimiento, el dolor, las prisas, la intensidad, la exigencia..la vida me pesaba. Y cada cierto tiempo tenía esa petición interna de «que paren la vida que me bajo un ratito, solo para descansar».

Por eso cuando ayer un amigo me pregunto como estaba, me salió decirle «ligera». Porque si tuviera que elegir un cambio, uno solo de los muchos que he vivido estos años seria ese. La sensación de haber ido soltando peso. Me queda mucho aun, mucho por soltar, mucho por relajarme. Pero ya no tengo duda sobre que ese «soltar» es garantía de salud y de felicidad para mi. Es una sensación de descanso, de fluidez (que palabra tan mágica esa que descubrí en biodanza) y de claridad.

El otro día hice un cálculo que me dejo impresionada. Voy a pasar tres meses y medio sin tomar un avión. Estamos yendo mucho al aeropuerto a recoger y dejar gente amada que viene a vernos, pero no volamos. Y cuando me puse a pensar cuando fue la ultima vez que estuve tres meses y medio sin volar…18 años. Dieciocho años! Ni siquiera cuando tuve la baja de maternidad, porque vine con el a Menorca, ni siquiera cuando tome una excelencia de tres meses en mi trabajo en Save the Children, hace ya ocho años, que emplee la mitad en viajar por Argentina y Perú. Dieciocho años para dejar pasar los días uno tras otro junto al mar. Llenarlos de conversaciones, agua, luz, campo…y amor. Luego volveré a viajar, claro que si, y seguiré teniendo una vida mucho más movida que la mayoría de la gente, por mi trabajo y porque me gusta, me lo paso bien, porque lo elijo. Los referentes para medir lo que es «mucho» o «poco» son difíciles de delimitar.

Así que aquí me tenéis, aprendiendo a fluir, a descansar, a dejarme. Porque la vida puede pesar mucho, en parte por lo que golpea, en parte por lo que ponemos cada uno en ella. Al menos esa es mi experiencia. Y además es un aprendizaje sin propósito de enmienda 😉 porque cuanto más confío y mas me dejo mejor me va. En los últimos años he hecho las tres apuestas mas arriesgadas de mi vida: ser madre, dejar un trabajo estable para ponerme como consultora independiente, y venirme a vivir al mar. Y cada una de ellas ha traído a mi vida mas gozo del que soy capaz de expresar. Pero para poder apostar, para poder arriesgar y dejarme de aferrar y soltar pesos me hizo falta un trabajo personal profundo, mucha terapia, la biodanza, la osteopatia y otros varios que llegaron a mi vida y yo tome.

Así que ahora cuando veo esta fluidez en mi vida sonrío con esa mezcla de agradecimiento a la vida y honra hacia mi valentía.

Pepa

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Madrid

Recuerdo, casi como si fuera ayer, el día que bajé del tren en la estación de Chamartin con mis dieciocho años, mi maleta y mi ansia de vida. Recuerdo que pensé: «puedo girar a la derecha, puedo girar a la izquierda, puedo gritar.. nadie se va a enterar, nadie va a opinar, nadie se lo va a contar a mis padres..» Me sentí libre. Y grité de alegría. Y empecé a caminar con mi maleta.

Han pasado veinticuatro años. Madrid me dio un hogar. Soy una de esas millones de personas que caben en este caos ordenado con leyes no escritas pero tangibles que crean dentro de una misma ciudad universos paralelos que nunca se cruzan, ni siquiera por la calle, reglas no escritas y un movimiento imparable, abrumador cuando llegas, brusco en muchos momentos, pero lleno de vida. Me dio la posibilidad del anonimato que es un bien muy preciado para mi, a pesar de mi profesión pública (o precisamente más aún por ella, no lo sé) y una diversidad social y cultural que nunca antes conocí en la que me sumergí y que se volvió indispensable para mi.

Adoro esta ciudad. Le debo más cosas de las que puedo o sé expresar. Mi hijo es madrileño, aunque intuyo que no de alma, los mejores años de mi vida hasta ahora están enganchados a sus esquinas y a sus gentes. Pequeños restaurantes, cuenta cuentos, los museos, los pequeños teatros, la música, el fluir imparable de gentes de todo tipo, mirarlas pasar en una terraza, las callejuelas, el barrio de las letras, Bravo Murillo o nuestro parque actual, la vista de la ciudad desde aquella facultad, el retiro, Alcalá, los días en la sierra, los trenes, los aviones que siempre me traían de regreso a casa… tantas y tantas cosas que caben en la memoria de mi piel.

Y sobre todo mi gente. Esta mañana José me decía que el saber que sus amiguitos van a venir a Palma y el va a poder verlos al venir a Madrid le era suficiente, que el resto le hacía feliz, que no quería más. Yo me siento igual. Él está radiante, y yo también, aunque más cansada por tanta logística y apuro de las últimas semanas ;-). Sé por la experiencia de Zaragoza que los vínculos profundos no se rompen si se cultivan. No sólo no se rompen sino que adquieren profundidad, y cada vez que te ves es como estar en casa. Si no los cultivas, mueren, pero si los cuidas como bienes preciados se vuelven parte de tu piel, estés donde estés. Por eso hay una parte de Madrid que aunque no lo sepa (que en realidad si lo saben) se viene a vivir a Palma también.

La consciencia y el tiempo que estamos dando a la despedida tiene un valor preciado y precioso. Decirse adiós, te quiero, te abrazo, cambia las cosas. Aunque sé que lo sabes, aunque yo lo sé, aunque te vaya a ver en unas semanas, pero merece la pena decirte gracias, me has hecho increíblemente feliz, me has abierto el alma a una parte de mí que no conocía, me enseñaste a reír, a acariciar, a dejarme acariciar, a bailar, a perdonarme a mi misma, a no ser tan dura ni tan exigente, a temblar. Me devolviste la exacta, pequeña pero exacta, medida de mi hermosura, y ese es un regalo que no tiene precio.

No «eres» sólo una persona, cada uno sabéis quienes sois. El Madrid que viaja conmigo y al que volveré siempre, como vuelvo a mi Zaragoza. Cuando la gente me pregunta de dónde soy suelo decir que de la carretera que une esas dos ciudades. Zaragoza guarda la Pepa niña, Madrid la Pepa mujer. Ahora toca unir el mar a mi geografía interior.

Cuando vuelva a estas líneas será ya en ese mar.

Pepa

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Regalos

A lo largo de mi vida he tenido conversaciones muy interesantes sobre la gratitud. Sobre si se debe o no debe sentir, o expresar, o si te posiciona como deudora, sobre si lo que recibes es algo natural…pero para mí la gratitud es parte del alimento del alma y de mi vida. Incluso en los peores momentos, o precisamente en esos momentos más que nunca, siempre he percibido el hilo de amor de la vida. Ese hilo que me rodea, me ampara y me guía, ese hilo que nunca me ha dejado caer. Cada vez que me he sentido desesperada, pequeña o asustada ha habido algo o alguien que ha llegado con un regalo. Un REGALO con mayúsculas, uno de esos dones (palabras, caricias, presencias, silencios, apoyo logístico, sostén, bienes materiales…la lista sería infinita) que me han dado luz, que me han devuelto al sentido.

Seligman dice que una vida plena es una vida con placer, con fluidez y con sentido. Cada día estoy más convencida de que esos tres elementos esconden en sí mismos las claves del bienestar.

El placer y la alegría que generan, ese placer deleitado, sutil o muy evidente, ruidoso y estridente o silencioso, compartido o en solitario…ese placer que alimenta cada poro de mi piel: el aire o el sol en la cara, la luna reflejada en el mar, los baños al amanecer..el agua en todas sus formas en realidad.. los árboles, tocar y ser tocada, el sexo, la comida, el fuego, los abrazos – qué fuente de gozo los abrazos-, los cuentos narrados, la buena conversación, la mirada amada, un buen libro o una buena película..el placer de abandonarse..

La fluidez que caracteriza a las cosas más valiosas de mi vida. Esas que surgen solas, que vivo como llevada por la vida y por su aura, que parece que no hago nada y todo cuadra, aunque en realidad haya hecho multitud de pequeñas cosas para hacer posible la magia. Pero la magia fluye, y conmueve, y me deja entrever que la opción que elegiste es la correcta, mucho más allá de lo que siquiera imaginé. El amor fluye, el mar fluye, las relaciones fluyen…el movimiento es parte de la vida, define la vida.

Y el sentido. Tener un «para qué», un «con quién», un «me gusta lo que veo», un «aporta algo». Un sentido en la oscuridad, en el cansancio, en la noche y en la vorágine. Un sentido que intento no perder de vista cuando la vida parece correr más que yo, sensación que tengo a menudo en mi vida, aunque quizá cada vez menos. Pero el sentido casi siempre tiene que ver con el amor, con un otro, con la trascendencia y con la resiliencia. Para mí es clave sentir que lo que hago tiene un sentido. Y en el fondo estoy convencida de que nos pasa a todos, o al menos a muchos.

Así que acabo con dos regalos. Dos regalos inmensos, inesperados, emocionantes y conmovedores.

El primero tiene historia. Os acordáis cuando os hablé del taller en Cantabria? Ese en el que hicimos un ejercicio que propuso mi hijo? Les pidió a las personas que pensaran en algo bonito que pudieran decirles a sus hijos, algo que les fuera a hacer felices. Me lo propuso a mí, a mí me encantó la idea, lo propuse al grupo, ellos aceptaron y los dos maravillosos coordinadores de aquel curso, Manuel y Sandra, lo recogieron y lo colgaron en el blog del cep de cantabria. Dedicadle diez minutos y veréis. Se os cambiará la cara.

Y el segundo tiene más historia si cabe. Esta semana se cumplieron 100 años del nacimiento de mi padre. El 5 de mayo hubiera cumplido 100 años. Y sin que lo supiéramos nadie en la familia, el Heraldo de Aragón publicó una página hermosísima en recuerdo suyo. El Heraldo además de ser el periódico de toda mi niñez, es el periódico en el que mi padre trabajó durante casi toda su vida como articulista, crítico literario incluso como director en un periodo, además de otras ocupaciones características de un hombre culto, generoso y activo como él. La memoria es un bien escaso en estos tiempos, pero más aún lo es la memoria agradecida. La que honra lo que quienes nos antecedieron nos regalaron, hicieron posible con honradez y bondad.

HA 2015-05-05 – Heraldo de Aragón – CULTURA Y OCIO – pag 48heraldo_aragon_luis_horno

Como les escribí al Heraldo aquél día, mi padre merecía ese homenaje, pero es poco frecuente recibirlo, así que sigue siendo un regalo que agradecimos todos los que le quisimos hondamente, sobre todo por el cariño con el que fue realizado por el equipo del periódico, por Antón Castro y Fernando Solsona. Os dejo el enlace por si queréis leerlo. Es la historia de mi padre. Parte de ella. Y parte de la mía.

Gracias!
Pepa

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Mis 42

Mi familia se acaba de ir. Unos hace minutos, otros hace apenas unas horas. Mi hijo duerme después de decirme «te quiero cumpleañera». Y cuando llega la calma, la casa parece volver a una cierta apariencia de normalidad y recupero mis silencios, mis certezas se hacen presentes. Un día más, pero no un día cualquiera.

Hoy he cumplido 42 años rodeada de amor. De más amor del que pude nunca sospechar. Amor del que se palpa, se toca. Amor del que no se exhibe pero se hace presente. Amor.

Cumplo 42 entre ecos de risas. Desde el minuto de la mañana con mi hijo cantando al despertarme (aunque luego hayamos reñido en el desayuno ;-)), la comida en el parque con diez niños corriendo alrededor de nosotros los mayores que nos sonreíamos al encontrarnos, hasta ahora mismo oyéndole a el y a sus primos partirse de risa. La alegría es el alimento del alma, o al menos uno de ellos.

Pero sobre todo cumplo 42 con placidez. Y hace un tiempo nunca hubiera pensado que ese sería un valor para mi. Pero lo es. No he hecho nada especial y lo he tenido todo en el día de hoy. Gozo, amor, red, cuidado, alegría, protección, detalles…

Cumplo 42 ante un giro nuevo en mi vida. Un nuevo comienzo junto al mar. Hoy ha habido también algo de melancolía, miradas de esa tristeza del que se queda, del que sabe que el viaje es bueno para el que se va, pero quisiera al mismo tiempo que nunca partiera, que se quedara cerquita, que nada cambiara. Porque los viajes son así, partes sin regreso, porque al volver todo es igual y todo es diferente. Y sólo los hilos de amor fuerte permanecen y se fortalecen en la distancia. Muchos otros pierden fuerza o presencia. Aunque eso no significa que no tuvieran valor. Fueron y dejaron huella en ti.

He vivido 24 años en Madrid. En esta ciudad que ahora que se que me voy, vivo y percibo diferente. He construido una vida plena y me siento agradecida, muy agradecida a la vida por ello. Cuando llegue a esta ciudad era una niña, una niña mucho más asustada, emocionada y anhelante de lo que podía sospechar. Parte de esa niña sigue viva, pero hoy soy una mujer. Y como tal comienzo este nuevo capítulo, honrando el amor que he encontrado en esta ciudad, cada uno de los rostros de hoy, cada huella, cada lugar.

Los lugares guardan jirones de nuestra piel enganchados en las esquinas, los rincones, un parque, un ventanal, un café o el banco de una plaza..todo eso y mucho más lo encontrare cada vez que vuelva a Madrid, y en cada rostro que me vea marchar. Y luego están los «calcetines de tu cajón» esos poquitos a los que no quieres renunciar ni por toda la distancia del mundo, porque son/ eres tu misma, no te puedes explicar sin ellos. Esos que vendrán al mar, a encontrar esa parte de ellos mismos que sólo encuentran junto a mi, como me pasa a mi con ellos.

Habrá otros parques..otros mares…pero el mismo amor.

Gracias. Sencillamente gracias.
Pepa

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«Hay que seguir contando»

Es tarde. Pero acabo de volver de ver 43.2, una obra de las que merece ser vista, de las que te conmueven y te impregnan. La hemos visto en ese prodigio que es la Sala Mirador, allí escondida en el corazón del barrio madrileño de  Lavapies, liderada por Cristina Rotta y Juan Diego Botto entre otros. Un lugar y una gente que lucha por conservar lo que muchos tontamente desprecian. Un trabajo por el que cuando te cruzas con él sólo te sale decirle un tímido: «Gracias por mantener esto abierto. Por eso y por todo lo demás«.

Porque la vida tiene estas sorpresas, y resulta que hoy tocaba encuentro de los actores con el público y además estaba allí Botto, entre el público. Y esa tertulia con los actores ha sido un regalo inesperado. Hemos hablado del silencio y la memoria, y es por eso que me sale escribir.

43.2 son las coordenadas de Guernica. Y la obra aborda el tema de la reconciliación en Euskadi tras el conflicto de eta, a través de la historia de una familia dividida, inmersa en un dolor lleno de silencios en el que muchas de las visiones de este problema tan doloroso como complejo tienen cabida. Y ésa justamente me ha parecido la medida exacta de su valía: que refleja lo macro en lo micro, los dilemas sociales y políticos en la realidad afectiva de una familia que se ama y que quiere amarse desesperadamente, pero que también guarda dentro de sí el horror vivido.

Y la obra acaba con la familia sentada a cenar en un silencio tenso pero posible después de mucho tiempo, el de una familia que cena junta, y que como comentaba uno de los actores quizá al final de la cena, en el postre, al cabo de tiempo y de mucho dolor puedan hablar además de cenar.

Pero yo me he quedado impregnada de ese silencio. Y de una frase de la madre viuda al principio de la obra, cuando cuenta que ella se cansa a veces de contar una y otra vez su historia, pero dice «hay que seguir contando».

Y yo pensaba en los silencios del dolor y del terror. Ese silencio que invade, desconecta a la gente, la incapacita para la palabra, para el cuidado y la cercanía. Ese dolor que he vivido tantas veces en mi vida personal y laboral. Lo he visto en las víctimas con las que trabajo, en los niños y niñas de miradas vacías víctimas del abuso, el maltrato, el abandono o la brutalidad. Lo veo en mi trabajo diario, lo he visto en muchos países y en más rostros de los que puedo expresar. Y también lo he visto en alguna de mi gente más amada.

Mis padres eran mayores cuando me tuvieron. Los dos vivieron la guerra. Cuando en el colegio nos decían «porque vuestros abuelos…» yo pensaba: «mis abuelos no, mis padres«. Mi madre era una niña cuyo padre, mi abuelo materno, hizo cosas en la guerra que conllevaron un dolor indescriptible a mucha gente y a su familia también. Un dolor que mi madre guardó en silencio, entre otros dolores. Tanto mis abuelos como mi madre eran vascos, y esa herencia forma parte profunda también de mí, además de mi vínculo presente con aquella tierra. A mi padre por su lado le acompañó hasta sus últimos días, entre otros, uno de sus amigos de la infancia fusilado. Podría contar infinidad de cosas. Sé mucho de los silencios, de los míos propios también, pero ahora mismo pienso en los silencios y los dolores de los que he sido testigo.

Yo siempre opté por la palabra. Mi palabra, limitada, falible seguro, pero mía. Siempre quise hablar de lo que veía, de lo que ocurría, de la parte que comprendía y de la que no llegaba a captar. Del mismo modo, en mi trabajo, me esfuerzo para que la gente, sean niños o adultos con alma de niños heridos, ponga palabras a su dolor. Porque sé de sobra que es el único modo de sanarlo: nombrarlo.

Pero hoy, al ver el silencio de la cena al final de la obra, pensaba que la palabra necesita un tiempo. Un tiempo para curar el dolor, para que no sangre tanto, para que no duela tanto. Quizá, sólo quizá, hay personas a quienes no podemos pedirles las palabras. Personas como la madre de la obra, que habla de cómo se quedó vacía, como colgada del aire casi cuatro años hasta que encontró su voz y habla de otras mujeres y otros hombres que no pudieron con el dolor y se suicidaron. A lo mejor resulta que son los hijos y los nietos los que podemos nombrar cosas que para quienes las vivieron directamente fueron tan horribles que ni siquiera encontraron palabras para expresarlas. A lo mejor son los actores, escritores, directores.. los que pueden escribir y reflejar el dolor de otros. A lo mejor necesitamos que no sea el nuestro, o no demasiado, para poder hacerlo.

Por eso creo en algo que María, la autora de la obra, ha dicho en la tertulia. Creo que es verdad que el estado, no sólo el nuestro, cualquier estado, tiene la responsabilidad de mantener la memoria del horror que sus ciudadanos han vivido, sea cual sea. Una memoria plural, legítima que refleje todos los rostros posibles. Y trasmitirlo en la educación a las siguientes generaciones, de una forma veraz, legítima, para que nadie pueda decir que no sabía, para que no se repita. Alguien, en realidad todos nosotros, debemos conservar esos relatos para que no mueran con los que no pudieron contarlos, para honrar sus silencios con nuestras palabras.

Y creo que el arte, como ha dicho Botto, tiene la responsabilidad de hablar de la vida y de esos dolores. Para nombrarlos por los que no pueden nombrarlos, no sólo porque estén muertos, que también, sino porque se quedaron sin voz, o aún no han sido capaces de recuperarla.

Cuando trabajo con niños y niñas abusados, pienso siempre que si no hemos sido capaces de evitar que abusaran de ellos, al menos les debemos la mejor de las atenciones posibles. Somos responsables de guardar también su memoria y su voz. Como dijeron tantos y tantos antes de mí: memoria y justicia.

Pepa

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A menudo

A menudo pienso en cómo las presencias y las ausencias están formadas de un mismo hilo: el amor. Aquí y allá, ese allá que está tan cerquita que casi puedo sentirlo como un susurro tras de mi. Aquí y allá al final están tejidos de lo mismo: del amor que has dado y has recibido.

Hablo a menudo de la consciencia, y la siento como un privilegio, un deber y un regalo. La consciencia de aquellas pequeñas cosas en las que se narra la vida. Veo la sonrisa de mi hijo, que últimamente es diferente, más luminosa, más plena. Quizá sólo para quienes le han visto triste, no lo sé, desde luego lo es para mi. Veo las caras, la suya y la de sus amiguitos en la cola del cole, y sé con todo mi ser que nos estamos equivocando en más cosas de las que somos siquiera capaces de atisbar en esto que llamamos «educación».

A menudo miro en silencio, y veo esas miradas que se evitan, las palabras que no hemos dicho, y la luz que se cuela…en cada amanecer. Escucho el ruido vacío y los silencios llenos, y siento que si no estás muy atenta… la vida pasa en un despiste cualquiera.

Siento que morir es un camino, no es un instante. Un tránsito en el que cada vez estamos menos aquí y más allá, hasta el último aliento. Y sé, lo supe muy pronto, que acompañar ese camino es un regalo lleno de consciencia, más que nunca, y de amor, un poco más si cabe. Dejar ir a quienes amas, y saber que existirán mientras tú existas. Ya lo dicen muchos, dos generaciones hacia arriba, dos generaciones hacia abajo. La vida no es sólo lo que vivimos nosotros, también es la memoria que dejamos tras nuestro paso. Estoy convencida de que la vida es lo que sabemos construir con aquello que nos dieron.

En los últimos tiempos, me siento a menudo conectada con ese ir y venir de la vida. Muchas despedidas, quizá. Pero me siento honrada por todo lo que me entregaron quienes murieron, quienes miran de frente la muerte en estos meses y quienes simplemente se fueron o aquellos de quienes me he ido yendo yo. Son muchos regalos que no cambiaría ni por todo el oro del mundo.

Lo aprendí hace un largo tiempo y hoy me reafirmo en ello: el amor es lo único que sobrevive a la muerte. Y a la distancia. Y al olvido. Es lo que nadie puede robarte.

Pepa

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La palabra y la caricia

Termina el 2014 y lo hace con una sensación ambivalente para mí. Confío en la vida de una forma cada vez más experiencial, menos pensada y más vivida. Sé que las cosas tienen un sentido y desde esa convicción, para mí cada año y cada retazo de vida tiene un valor inigualable. Pero tengo que reconocer que este año ha sido uno de los más duros que recuerdo en mi vida a nivel personal. En lo profesional ha sido un regalo, un gozo, pero en lo personal ha sido una travesía dificil de describir.

Sé que cuando mire hacia atrás dentro de unos años, sentada mirando al mar, sabré que este año ha sido el motor, el comienzo y el origen de infinitas cosas. Cosas buenas. Pero también sé que cuando pienso en el precio, mi cuerpo aún tiembla. Pero ése es el trato. Ni modo. No hay otra.

Y en estas últimas semanas, la vida va abriendo horizontes ante mí que me/nos llenan de luz. Justamente antes de acabar el año. Y nos brindan la oportunidad de comenzarlo rodeados de amor, una vez más. Así que callo y pienso: bienvenido seas, 2015…

Y en ese viaje de las últimas semanas he tomado consciencia de algo que quiero compartir aquí, algo que le expliqué a mi hijo el otro día. Y es sobre la manera que he encontrado toda mi vida para sobrevivir al dolor, al temblor, a años como éste, que ya los hubo, y no me engaño, muy probablemente los volverá a haber. El otro día le hablaba y le decía que cuando el miedo me bloquea, cuando me paraliza, cuando he hecho cosas que ni yo misma entendí o al contrario, no supe hacerlas, cuando el alma se me encogía tanto que veía gigantes y monstruos tras los rincones, para mí hubo dos herramientas poderosas, dos regalos, dos talismanes: la palabra y la caricia.

La palabra me ha servido para elaborar, para pedir ayuda, para narrarme, para matizar, para cuestionarme…la palabra forma parte de mí desde que tengo uso de razón. Mi padre era crítico literario. Crecí en una casa donde casi no había paredes, salvo en los baños y en la cocina. El resto, pasillos, salón, habitaciones.. estaban llenos de estanterías. Mi madre era una conversadora nata, y escribía filosofía en sus cuadernos. De hecho estoy convencida de que mis padres se enamoraron por sus conversaciones interminables y fascinantes, y sufrieron en los momentos en que dejaron de creer en la palabra del otro, de poder buscarse en ella. La palabra formaba parte del aire que respiré desde mi comienzo. Y cuando pude hacerla mía, que tardé algo más de lo esperable, ya nunca la solté.

Veo el valor de la palabra en la terapia con cada paciente, en los cursos y conferencias que doy, en los mensajes y mails que recibo, en las llamadas y las conversaciones con mis amigos…cada vez que mi hijo dice que a mi me gusta conversar. Veo cómo transforma el alma de las personas, y cómo guarda en sí misma la capacidad de tender puentes o de romperlos, de hacer bien o hacer daño, de la risa y del llanto. Es limitada, pequeña y vulnerable, como todo lo humano. Pero las palabras deberían ser tesoros que enseñáramos a nuestros hijos a emplear con deleite. En nuestras casas y en los colegios los niños y las niñas deberían poder hablar largo con los mayores y entre ellos. Y para eso los mayores deberíamos estar dispuestos a emplear tiempo en conversar con ellos.

Pero luego está la caricia. El contacto físico. Los abrazos. Dicen que soy buena dando abrazos 😉 y creo que es verdad. Hay algo de mi ser que sólo encuentro en el contacto físico con otras personas. En la crianza de mi hijo no me canso de acariciarle, besarle y abrazarle. A todos los padres les insisto en que sean «pesados», que achuchen y besen y acunen y toquen. Pero he comprendido que una parte de nosotros, una parte inmensa, de mí la primera, anida en nuestro cuerpo. Y esa parte sólo se llega a conocer con el contacto físico. La memoria corporal de la que hablamos ahora tanto los psicólogos y los neurólogos, allí donde anida todo aquello que vivimos y ni siquiera llegamos a hacer consciente, lo que vivimos antes de tener la palabra, esos primeros meses y años que ahora sabemos que configuran nuestro entramado y nuestra raiz.

En lo que a mí respecta, el contacto físio es uno de los elementos clave de la intimidad en mi vida, sea familiar (aún recuerdo los abrazos de mi madre, cierro los ojos y puedo sentirlos ahora mismo), sea en la amistad, o sea en las parejas. Siempre me ha gustado caminar cogidos de la mano, los detalles tontos, una caricia en el pelo, por no hablar del sexo..no imagino la intimidad sin contacto físico. Cuando ha llegado el dolor o la angustia a mi vida, lo único que ha podido ayudarme a soportarla ha sido el contacto físico de mi gente amada. Recuerdo el entierro de mi madre donde no solté la mano de mi hermano, o el de mi padre, o las visitas que recibí cuando estaba en un hospital, o los abrazos de algunas personas que hicieron kilómetros para darmelos justo cuando los necesitaba. Como yo los hago tanto cuanto  puedo. Para mí una mano, o una caricia o un abrazo simplemente me devuelven la exacta medida de mi existencia, es lo único que me consuela cuando el dolor me deja sin palabras, y me lleva al silencio.

Así que aquí va mi deseo de año nuevo para todos los y las que leéis este blog: os deseo un año lleno de caricias. Y ojalá las palabras las pongais vosotros después.

Gracias de corazón por las palabras que me habéis enviado, ¿veis? ¡palabras!. Gracias por ser parte de lo luminoso que ha habido en el 2014, que también ha sido mucho.

Pepa

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Pequeñas maravillas en medio del caos

Ayer vivimos algo único. Ayer hicimos el cierre del proceso de supervisión que he estado haciendo en cinco centros de protección, y lo hicimos con una conferencia para profesionales en la mañana, pero sobre todo con una sesión con los niños, niñas y adolescentes de los centros por la tarde. En esa sesión juntamos a unos cien niños y niñas junto con sus educadores.

Tuvimos una tertulia en la que les explicamos por qué y para qué habíamos trabajado con sus educadores durante todo el año (qué raro es para muchos entender que merecían que alguien les contara el trabajo que se había hecho con los mayores que cuidan de ellos) y luego hicimos una sesión de biodanza con los que quisieron participar.

Imposible describir el caos de la sala. La vida y las emociones que se despertaron, las que se expresaron y las que se callaron. Y en medio de ese caos sucedieron cosas maravillosas.

La primera, vinieron todos. Vinieron educadores que ni siquiera estaban de turno, educadores que no quisieron bailar ni lo habían hecho antes, otros que sí. Pero estuvieron todos, y trajeron a los chicos. Niños desde cinco o seis años hasta los dieciocho. Niños y niñas con unas historias de dolor que no alcanzamos siquiera a imaginar. Los niños y niñas abrazaban a los educadores, corrían de un lado a otro, se tiraban por el suelo. Niños y niñas que se encontraban con otros que ya no estaban en sus centros, con educadores que habían estado con ellos y ya no. Educadores que miraban sentados y silenciosos. Educadores que bailaban, reían y abrazaban a los niños y niñas. El caos. La vida cuando se palpa el dolor que puede llegar a anidar en esa vida.

Y en ese caos, pasaron infinitas cosas. Pero quiero contar tres que me pasaron a mí, tal cual me pasaron:

Hubo una niña de las pequeñas que estaba sola, me acerqué a ella y le dije: ¿Te puedo dar un abrazo? y me dijo «sí» y le abracé y estuvimos abrazadas largo tiempo, porque cuando quise soltarle, ella no me soltaba.

Hubo otro chico, uno de los mayores, que me preguntó cómo me llamaba, me contó el centro donde vivía y lo que pensaba del centro. Al final le dije también «¿Te puedo dar un abrazo?» y me dijo «Claro, ¿por qué no?» y nos abrazamos. Al acabar le dije «gracias» y cuando se estaba yendo, se volvió a acercar y me dijo «soy yo el que te debería dar las gracias a ti porque no es muy común que un mayor dé abrazos así, porque sí, sin motivo, así que gracias».

Y entonces llegó mi hijo. Porque llevé a mi hijo a que viera justamente aquel caos. Quería que entendiera por qué su madre viaja tanto, que pudiera ver el sentido de su renuncia las veces que le toca acostarse sin que yo haya llegado, y que viera también parte de una historia que es también la suya. Y mi hijo bailó, saltó, corrió, abrazó y dio besos, pero sobre todo observó, y calló y se vino a casa impresionado y conmovido.

Así que mi hijo llegó cuando hablaba con ese niño y se metió bajo mis piernas, y el chico mayor me pregunto:

-¿Es tu hijo?»

-Sí, se llama José.

-¿Y es adoptado?

-Sí.

-¿Desde cuando está contigo?

– Desde que tenía un año.

– Eso está bien- Y se agachó y le dijo: Hola, cómo te llamas?…y hablaron un rato, él agachado delante de mí y mi hijo desde debajo de mis piernas.

«Eso está bien». Sí que lo está.

Y en otro momento, hice girar dando vueltas a José tomandolo de las manos y enseguida se acercaron dos niñas muy pequeñas a que hiciera con ellas lo mismo. La primera se lanzó encantada, pero a la segunda, cuando la agarré de las manos, temblaba. Así que me agaché y le dije: «Cariño, para poder hacerlo, tienes que dejarte, tienes que confiar en mí. ¿Crees que podrás hacerlo?» Y, tras pensarlo, asintió. Así que la tomé de las manos y giró con una increíble sonrisa.

Pero no sólo fueron los niños. Fue también cada abrazo que recibí de los educadores, cada persona que me dijo «que te vaya bonito», «cuidate mucho», «gracias por todo» o «volveremos a verte, verdad?».

Y cuando ya nos ibamos mi hijo me dijo:

– Mami, no me gusta que algunos se hayan portado tan mal.

– ¿Te has parado a pensar, cariño, las heridas que tienen en el corazón para no poder parar quietos, o para gritar como lo hacen, o para pegarse entre ellos?

Y calló, silencioso y pensativo.

Y esto es sólo una migaja de lo que sucedió ayer. A mi alrededor sucedieron innumerables otras pequeñas maravillas, de las que pueden pasar desapercibidas, de las que se cuentan a veces y muchas otras no, de las que para muchos no tienen importancia y no cambian nada.

Pero para mí sí cuentan. Y desde luego me cambiaron a mí. Pequeñas maravillas.

Pepa

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Poesía y luz

La consciencia instalándose en los poros de mi piel.

Y cada día llega algo: un gesto, la luz, unas palabras, una sonrisa, una mirada… algo que me conmueve. Cada vez más.

El gozo de vivir. Y su estremecimiento.

El vértigo y la confianza.

El salto necesario.

Lo encuentro en mi trabajo, qué fortuna!

Y en la luz que me despierta cada mañana por la ventana. Y en las caricias con las que despierto a mi hijo, esa primera sonrisa..

En el abrazo que siendo tosso no quiso dejar de ser abrazo.

En una mesa bajo la lluvia, sus sabores como ofrenda de cuidado. En la memoria del vértigo de lo que pudo ser y no fue, y de lo maravilloso que ha llegado a ser. En la mirada conmovida de quien ha abrazado a mi hijo cuando temblaba.

Lo paladeo en la belleza.

De todo esto para mí habla ella. Y como me ha dejado anonadada, os la traigo aquí, como regalo de lunes. Habla más rápido que yo, que ya es decir, pero tiene subtítulos y podéis releerla. Pero mirad sus ojos, su sonrisa, sus manos abiertas. Es luminosa.

Feliz semana,
Pepa

Belleza y deseo

Me he pasado toda mi adolescencia y parte de mi adultez creyendo que los hombres no podían desearme porque estaba gorda. Escondida bajo la comida como coartada para no afrontar mi miedo. Me costó deshacer aquella creencia.

Y ahora estoy calva. Ese escenario no existía ni en mis peores pesadillas. Mi pelo era una de las partes que más me gustaba de mí. Y lo sigue siendo. Estar calva era algo que me sentía sencillamente incapaz de afrontar. Así que desear y ser deseada estando calva ni planteárselo.

Y resulta que estoy calva, y gorda, y me siento guapa. Llevo unas semanas que personas queridas, conocidas y desconocidas se acercan a mí para decirme lo guapa que estoy, a lo que unos añaden expresamente, y otros veladamente «aún estando calva».

Al principio pensé que lo hacían por compasión, pero ya es demasiada gente y mucha de ella demasiado honesta conmigo habitualmente 😉 como para saber que va en serio. Me ven guapa.

Porque llevo unas semanas en que el deseo se está apoderando de mí. He pasado los últimos meses metida hacia dentro, y el deseo sólo llega cuando te abres, cuando abres los poros de tu piel, cuando vuelves a mirar. Y yo estaba demasiado ocupada en lo que estaba pasando dentro de mí como para abrir mi ser.

Pero ya estoy de vuelta en mi ser deseante y deseado. El que siempe fue, el que sigue siendo: yo.

Y es que me miro al espejo y, entre extrañada y azorada, tengo que dar la razón a los que me dicen que estoy guapa: lo estoy. Algo muy íntimo se ha instalado dentro de mí, con pelo o sin él.

Además estas últimas semanas el deseo y la belleza está rodeándome de una forma muy directa, para hacerme despertar:

He tenido unas conversaciones increibles sobre este tema con personas a las que quiero y que me han confiado su ser en ese sentido.

He recuperado recuerdos que tenía dormidos con una fuerza que a veces me ha dejado sin respiración.

Tuve una sesión de biodanza acuática con un grupo grande de gente ante la que me quedé calva, y dancé y miré y fui mirada. Una experiencia que fue todo un reto para mí pero en la que me sentí viva y libre. Y muy acogida por quienes me miraron.

He leído un libro que ha supuesto para mí un cambio de mirada en algunos aspectos claves de este tema y que desde aquí recomiendo vivamente. Se llama «Sexualidad. Planteamientos y claves para la intervención profesional en el ámbito de la discapacidad» De Agustín Malón y el grupo de CADIS Huesca. Si no conocéis su trabajo, no os lo perdáis en este enlace.

He estado en mis amadas Mallorca y Menorca, bañando mi calva en el mar. Sintiendo en cada poro de mi piel la belleza, y mi belleza. Y explicándoles, por cierto, a los niños y niñas con quienes estaba el significado para mí de estar calva y de mostrarse calva como mujer. Dos aspectos que en este proceso no siempre han ido de la mano dentro de mí.

Y ayer en twiter gracias a Mercedes Moya (si no la conocéis mirad su blog) me llegó esta maravilla, para la que no hacen falta palabras. Vedlo, vedlo, vedlo (y nunca mejor dicho):

Y hoy la conversación del desayuno me ha llevado a escribir todo esto. Y a decir: bienvenido seas, mundo, de nuevo a mi piel 😉

Pepa

Comentarios 19 comentarios que agradezco