Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Vivencias

La magia del alma

A veces ocurre. A veces la magia llega, se apropia de una sala, de tu alma y de los que te rodean. A veces sucede que dos más dos son mucho más que cuatro. Y que el efecto de un grupo crea magia.

Llevo unas semanas pudiendo percibir más que de costumbre ese hilo de la magia. No sé qué ha ocurrido pero los talleres de estos días han generado un clima diferente en el que hemos llorado, nos hemos conmovido, y hemos aprendido. Cuando sientes que las cosas fluyen y llegan mucho más hondo de lo que ni tú misma imaginabas. Cuando te hacen preguntas que te retan, te sacan, te impulsan. Cuando escuchas a profesionales increíbles hacer reflexiones que quieres detener el tiempo para poder memorizar. Cuando incorporas conceptos, claves, sensaciones de piel…y todo eso junto.

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Y no puedo dejar de sentir que eso tiene que ver no sólo con los grupos sino conmigo misma, con la sensación de estar en un lugar diferente internamente. Un lugar donde las cosas fluyen, donde piensas, sientes y vives todo en uno, donde te conviertes en vehículo al centrarte en el otro, al olvidarte de ti. No temer mostrarte vulnerable y falible y al mismo tiempo sentir que estás en otro lugar que no es el tuyo ni el del otro, sino el que creamos entre los dos, o entre veinte, o entre sesenta. Esa mente comunal que se investiga ahora tan claramente, y en la que somos mucho más que dos.

Y eso tiene que ver con estar calva, con ser pequeña, con mostrarte vulnerable. Tiene que ver con sentirte amada y amar. Tiene que ver con no tener miedo, pero tampoco nada que demostrar.

Hoy hablaba con tres mujeres maravillosas sobre poner alma en el trabajo, sobre el coste que conlleva y sobre la magia que crea. En esa magia creo cada vez más, y más profundamente. Y no sólo para el trabajo sino para la vida.

Os deseo un año 2019 lleno de magia y de amor. Con eso basta y sobra.

Gracias por seguir aquí.

Pepa

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Sobrecogimiento y paz

Durante muchos años mi vida subía y bajaba. La intensidad, que es parte de mi piel, estaba entrelazada con miedo y temblor. Así que a menudo me planteaba esa pregunta trampa de «¿Qué más me puede pasar?» Y digo trampa porque siempre hay un «más». Todavía recuerdo el momento exacto en que ese miedo desapareció. Y desde entonces resulta muy extraño tratar de explicarlo pero hay algo muy íntimo, muy dentro, que siempre vive en paz.

Pero eso no significa que mi vida haya dejado de ser intensa, porque yo vivo así. Y siempre me pasan cosas. Y pasan porque las busco, porque las elijo, porque las «deseo intensamente» como me dice siempre una amiga mía. Para mí es importante acostarme cada noche con la sensación de que el día ha merecido la pena, que lo he gozado, paladeado. Si he desayunado con alguien, quiero que el tiempo compartido haya sido valioso. Como lo ha sido esta mañana que he compartido desayuno de un congreso con otra ponente a quien no conocía y que ha supuesto el mejor regalo del congreso junto con un aplauso muy largo de la gente al acabar mi ponencia y el regalo que otra persona me hizo la noche anterior. O como lo fue ayer, desayunando con un amigo que sigue temblando aunque se sepa fuerte. Si voy en tren, quiero mirar el paisaje, o leer un libro, o meditar..pero que el tiempo sea alimento para mi alma, que no pase sin más.

Esta ponente me preguntaba esta mañana cuando hablábamos sobre esto mismo cuándo decidí vivir así. Y le he hablado de la muerte de mis padres, de sus últimos años de enfermedad, de ese tiempo que pasamos junto a ellos cuando ellos sabían que se morían. Acompañar a alguien que sabe que se está muriendo te da la oportunidad de conocer, comprender cosas a las que sólo llegan las personas en esos momentos en los que la vida se agota. Recuerdo los hospitales, cuando el único tiempo con sentido era el que estaba con ellos, cómo reíamos, conversábamos, hablábamos. El dolor venía cuando salía del hospital. Porque mientras estaba junto a ellos el tiempo era real, lo podía paladear, ellos estaban conmigo.

Le contaba, por ejemplo, el día en los últimos meses de vida de mi madre que su amiga Aurora le preguntó delante de nuestro amigo Javier y mío si le quedaba alguna cosa que le hubiera gustado hacer o aprender. Y ella dijo «os parecerá una tontería, pero me hubiera gustado aprender a pelar gambas con cuchillo y tenedor». Al día siguiente Aurora apareció con una olla llena de gambas cocidas y Javier nos enseñó a las tres en aquella habitación de hospital a comerlas con cuchillo y tenedor. Aquella tarde reimos a carcajadas, y todos sabíamos que mi madre se estaba muriendo. Pero aún ahora, que han pasado 25 años de aquello, sigo sonriendo cuando pelo una gamba con cuchillo y tenedor.

Así que cada minuto, cada momento..tiene valor. Y esta semana he tenido un montón de momentos importantes. Empezamos con un fin de semana inolvidable en Londres, lleno de paseos en barco, ardillas en los parques, la música del fantasma de la ópera, los artistas callejeros, las casas londinenses, aquella cafetería en una iglesia…no hacía falta más que fluir. Y luego llegó esa fiesta llena de niños de seis años organizada por un padre al que el amor se le salía por los cuatro costados de su rostro, sus manos y toda la logística, y esa abuela que ha regalado a su hijo y sus nietos un lugar de luz, y otra abuela que ha vuelto a compartir abrazos al tener viviendo con ella a su nieto y verla sonreír al contármelo; la comida del otro día hablando de la muerte de nuestros padres, de cómo nos deja con ese niño dentro para toda la vida; la cena en familia con sushi y delicias francesas, el abrazo de mi hermana en el aeropuerto, la sorpresa de encontrarme a otra parte de mi familia inesperadamente en otro aeropuerto; la sonrisa de mi hijo al volver a casa y ese abrazo largo, sin más, juntos en el sofá y su relato atropellado de todo lo vivido mientras yo viajaba…no lo sé, son tantas cosas! Eso es la vida. Y el gozo y el privilegio para mí.

Pero todo esto es posible porque estoy en paz. Y lo estoy al mismo tiempo que estoy sobrecogida por el dolor que está viviendo gente que amo. Dolor fruto de la injusticia, del error humano, de la locura o de la agresión, dependiendo del caso, pero dolor. De ese que deja inerme, impotente y dolorido. Ese dolor que nos manda la vida en el que te deja a la intemperie. Sin más. Mis dos últimos años están pasando cosas muy duras a gente que amo. No pequeños dolores, que esos forman parte también de lo cotidiano. No. Dolores de los que te doblan, te recolocan. Y que incluso cuando todo pasa, aunque acabe bien, siempre te deja el escalofrío. Ese que hace tan difícil confiar. Dejarse en la vida y en el otro. Volver a la paz.

Hubo muchos años en los que mi sensación era la contraria. Cuando me encontraba con mi gente, era yo la que sufría, la que lo estaba pasando mal, por diferentes motivos. Ahora me encuentro para escuchar cada vez más, hablar muy poco, abrazar y abrazar y abrazar. Y por dentro pienso: «menos mal que estoy en paz». O incluso, simplemente pienso:»menos mal que puedo estar». Ya lo decía mi madre: existir en alemán se dice «dasein» que significa «estar ahi». Es la única forma de amar real que conozco. Y en ello sigo, sobrecogida y en paz.

Pepa

Tiempo de cosecha

Tiempo de cosecha. Es la expresión que más me surge en los últimos tiempos cuando miro mi vida. El privilegio consciente y sentido de estar recogiendo lo sembrado. Y el fruto es más hermoso de lo que imaginé.

Me miro en el espejo y veo el camino andado. Veo mis kilos que siguen conmigo y veo mi calva, que es también parte de mi camino. Miro mis ojos que trasmiten dulzura, y recuerdo todo el camino. La búsqueda, el valor, las horas de terapia, tanto gozo vivido, tanto dolor hecho vida, y las huellas en mi cuerpo que aún me hacen temblar. Esa intensidad de la que tanto me acusan y que reconozco como mía, amainada como el mar tras la tormenta, pero intensidad al fin y al cabo. Me miro y siento paz. Sigo siendo árbol y sigo riendo y abrazando.

Miro a mi hijo, que fue un sueño, un proyecto, una ilusión. Fue una llamada, un temblor, la piel erizada, la caricia interminable, ese juguete que me ofreció aquél primer día en aquella habitación y su sonrisa. Ha sido horas interminables y a la vez efímeras de juego, de parque, de lavadoras y purés. Ha sido cuentos y pelis y libros y mar. Ha sido cansancio, a veces extenuante, ha sido miedo, y duda y soledad. Ha sido una vida infinita que tejió su infancia. Una infancia que sé que terminó. Ahora le miro y veo el hombre en el que se está convirtiendo, y a veces me asusta cuánto se parece a mí, y muchas otras me alegra que sea tan diferente. Pero siento que el trabajo está hecho, como dijo él «yo soy yo y tú eres tú«. Su infancia acabó. ¡Y me gusta tanto la cosecha!.

Miro a mis amigos y mi familia, y me asombra cuán densa y fuerte es esa red de amor en la que vivimos y que fue también sueño, y opción de vida. Han sido horas sin límite de viajes, teléfono, cafés, comidas, presencias. Han sido risas y lágrimas, ha sido escucha, ha sido cansancio y ha sido fidelidad y permanencia. No es casual, pero sigue siendo infinito regalo porque no sería sin ellos, ni hubiera sido posible sin ellos. Yo sólo puse mi parte. Lo intenté. Y de nuevo la siembra es mucho más, porque es cosa, como dijo mi hijo cuando era pequeño «de dos y muchos más». Y he recibido tanto amor que jamás he dudado de lo certero de la opción.

Miro mi cielo, que este año está especialmente más poblado. Ya no son sólo mi madre y mi padre, ahora está mi tía y mi padrino. Ellos cuatro y Aurora han sido mis figuras parentales, mis vinculos verticales. Y ya casi todos están al otro lado del hilo de amor. Pero sigue siendo cosecha: cosecha de cielo.

Miro mi trabajo, y sin duda, vuelvo al tiempo de cosecha. Nunca pude imaginar que llegaría a donde estoy hoy. Un lugar que es «mi lugar». Sentir que lo que haces tiene sentido y aporta luz. Poner palabras al dolor, lograr que la gente pueda comprenderlo y sentirlo de forma que la indiferencia no encuentre lugar, guardar la memoria y la voz de quienes no pueden hablar, y brindar espacios de cuidado y crecimiento a quienes de forma consciente llevan luz en lo cotidiano, acompañar de la mano a tanta gente…

Este mes cumplo 45 años. Y ocurre algo simbólico, una de mis espirales de vida. Estaré en Zaragoza en mi cumpleaños, por primera vez desde hace más de veinte años. Así que además de celebrarlo con mi familia mallorquina y madrileña, este año les he pedido a mi red de amor zaragozana que vengan a celebrarlo juntos. Ellos fueron mi sostén en la peor parte de mi vida. Ellos,y algunas personas más que ya no están en mi vida, compartieron conmigo la enfermedad y muerte de mi madre, la enfermedad y muerte de mi padre, el maltrato que viví en el colegio, o mi propio hospital entre otras muchas cosas. Nunca olvidaré cómo mientras mis hermanos y yo hacíamos turnos en el hospital último de mi madre ellos venían a buscarme al hospital para llevarme a casa, cogían el teléfono para que pudiera dormir algo después de una noche de hospital, nos cocinaban o simplemente me escuchaban llorar. Ellos me ayudaron a sobrevivir al dolor, me enseñaron a ser resiliente, un concepto que cada vez que lo explico en los talleres me acuerdo de ellos. Ellos y mi cielo. Por eso celebrarlo con ellos en tiempo de cosecha tiene tanto sentido para mí como emoción. Aunque ya no esté allí, ellos vienen conmigo. Siempre ha sido así.

Atardecía sobre mi mar mientras escribía esto. He llegado: mi lugar en el mundo. Y es un lugar de amor. A partir de ahí, lo demás es y será por añadidura.

Pepa

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En memoria de los últimos 87

Hace mucho tiempo que escribí en este blog sobre una distinción que suelo hacer sobre la gente que está herida y la gente que no lo está. Como todas las divisiones implican simplificar y desde ahí pierden sutileza y complejidad. Pero por otro lado ayudan a estructurar, a dar forma a las vivencias. O bueno, quizá me ayudan a mí.

Las personas heridas somos las que hemos vivido algun tipo de trauma en la infancia. Los traumas pueden ser diversos y espeluznantes porque el nivel del dolor que hay suelto por el mundo me sigue abrumando: cualquier forma de maltrato, perder a un padre siendo muy pequeño (por muerte o por abandono), la enfermedad mental no tratada o los problemas de adicciones severos de uno de los padres o ser hijo no deseado son las experiencias que pueden «herir» el alma y que más a menudo presencio en mi trabajo, aunque hay más. En esos traumas, esas «heridas» que llamo yo, ocurre algo muy dañino y es que el dolor se une, se pega al miedo, porque lo que sucede amenaza la subsistencia del niño, lo paraliza, le genera terror. Y a partir de ahí las personas vivimos con miedo. Y no es un miedo teórico, es real, es pastoso, pegajoso, de sabor amargo. Es el miedo de quien ya sabe lo que la vida puede llegar a doler, de quien habla desde la vivencia, la experiencia directa, no desde el libro ni el relato de un tercero. Y es el miedo que llega cuando se está formando la estructura interna de la persona, nuestro edificio interno, así que ese miedo se mete en las columnas, en los moldes, en las visagras..en la propia piel, en la memoria corporal. Y desde ahí se hace parte de ti.

No todos los dolores son traumáticos, porque no todos amenazan ni aterrorizan. La tristeza se llora y pasa, se suele quedar anclada cuando se une al miedo. Pero llorar sienta fenomenal al alma y al cuerpo. A mí me costó un montón aprender a llorar en público. Aún recuerdo la primera vez que lo conseguí. Igual que la primera vez que pude llorar delante de mi hijo.

Y los dolores que llegan más tarde, cuando ya el edificio está construido, tampoco son iguales. Duelen, destruyen, pero no condicionan la forma. Ya sólo los muy salvajes (que por desgracia los hay) se meten en la piel. La gente que no fue herida en la infancia tiene una inocencia, una especie de confianza básica en la vida que no ha tenido que conquistar, que da por obvia, por natural como el aire que respira. Una confianza tejida de la seguridad del niño que duerme porque sabe que hay alguien velando sus sueños.

Porque ese miedo, qué paradoja, en vez de a pedir ayuda (porque para pedirla hace falta confiar) te lleva a controlar, a disimular, a ocultar y negar. Intenta que olvides, que borres, que no conectes con la emoción, que la dejes aparcada como decíamos hoy en el desayuno conversando. Porque si no lo tocas, si lo arrinconas…ese dolor..puedes tener la ficticia sensación de que no está, de que nunca estuvo. Pero algo dentro de ti, algo muy profundo, sabe que mientes, que dentro de ti hay un niño o una niña temblando, frágil, pequeño e indefenso.

Nuestro edificio nos lo dan, en parte genéticamente, en parte por lo que vivimos en los primeros años, pero nos lo dan. Y ese regalo es nuestro pequeño universo, un universo que nos dieron, que nos regalaron, que no elegimos ni creamos, un universo que es sólo nuestro. Frágil y único. Y esas heridas te hacen estar siempre al acecho, temerosa de que alguien se lo lleve, lo rompa o lo destruya, de que alguien vea el dolor que habita también ahí dentro. Somos ese dolor y somos mucho más que ese dolor.

Y luego llega un día en que, si te atreves a salir, a mirar, a tocar, a amar..entonces te haces cada vez más frágil, más vulnerable, tiemblas, te quedas calva, te caes o enfermas, pareces débil y te sientes débil. Porque puedes sentirlo, sentir tu interior. Y porque tienes la certeza de que te cuidarán. Y lo sabes. Lo sientes. Lo vives. Y ahi tampoco es un relato de terceros. Siendo frágil te haces fuerte porque pides ayuda. Siendo frágil te sientas a una mesa con otras personas que fueron heridas como tú y te reconoces amorosa y plácidamente.

Y sabes que ya no estás allí, que tú puedes hacerte cargo de tu niña temblorosa, e ir al dentista, y sentarte en la silla, y volver a ponerte en la misma posición. Aquella misma posición. Aunque tiembles desde el primer minuto al ultimo. Y lo haces. Y hasta logras explicárselo al dentista, que no entendía nada, como tú tampoco entendías aquellos temblores, aquel miedo irracional (así lo llamaban) durante años. Y al salir sabes que volverás a tembar cada vez. Pero podrás volver.

Ahora sí. Hace ya tiempo que siento mi fragilidad. Y eso, extraña y hermosamente, me hace más fuerte.

En memoria de los últimos 87.

Pepa

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Ternura

Llegó conmovida de ver «Loving Vincent«. No es la historia, es la ternura del homenaje, el arte honrando la vida de quien lo hizo posible y de quienes le amaron.

Y resuena dentro de mí «ternura», «ternura», «ternura». La película acaba con una cita de Van Gogh en la que dice que así es como quiere que le recuerden, que cuando miren su obra piensen que pintaba «con sensibilidad, con ternura».

Y miro mi vida entretejida de pedacitos de ternura:

El desayuno de esta mañana con mi hijo y un amiguito suyo cuyo padre no está bien, hablando de la tristeza y del enfado, y de cómo los abrazos son lo único que acorta la tristeza, y que no siempre los mayores éramos capaces de pedirlos y de recibirlos, aunque supiéramos darlos.

Y la comida con una amiga que hablaba de cómo amar a su padre con todas sus limitaciones, incluso cuando esas limitaciones lo cierran a ella.

Y el amanecer de esta mañana, que he fotografiado al levantarme al baño de bello que era, y aquí os lo dejo.

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Y la presentación del libro en la que la gente viene a escucharte bajo el diluvio. En esa librería en la que encuentro otro tesoro de mi amado Jimmy Liao. Se llama «Mi mundo eres tú«.

Y la cena bajo el mismo diluvio con personas que conociste por trabajo pero que se han ganado un hueco en tu corazón porque, sin presunción alguna ni aspavientos, llenan la vida de gente que sufre de ternura. Uno traduciéndoles los términos legales del dolor, otro dando calor y esperanza a los niños y niñas cuyas familias no pueden dárselo y protegiéndoles del horror, la otra encontrando el hilo para hacer visible aquello de lo que nuestra sociedad no quiere hablar..y todos comiendo platos cocinados con mimo y ternura y sonriendo con la humildad de la conversación que fluye porque te reconoces como compañeros de camino.

El amigo que conduce 150km para desayunar contigo apenas una hora antes de que entres al curso.

Y un curso entero en el que sólo a mí se me puede ocurrir plantear que aquellos que trabajan cuidando a personas, especialmente los que cuidan a personas que sufren, están obligados a ser afectivos con consciencia, a abrazar cada día, a mimar. Cosas mías las de plantear la afectividad consciente como una competencia profesional.

Y una sesión con un abrazo de los que valen vidas.

Y la llamada a un amigo que sigue empeñado en ser honesto aun cuando los cimientos se muevan.

Y a otro que te cuenta su dolor lleno de amor.

Y el mensaje de esa amiga que quiere saber si volaste bien, porque anuncian mal tiempo y porque sabe que el primer aterrizaje fue algo complicado.

Y el abrazo de mi hijo al volver a casa. Y de los demás.

Y el abrazo de mi hijo a quienes le cuidaron los dos días que falté por, entre otras infinitas pequeñas cosas, haberle preparado una habitación suya propia en su casa para cuando haga falta. Y al contármelo, yo recordaba cómo la mejor amiga de mi madre me preparó una habitación a mí en la suya cuando me fui a estudiar a Madrid con 18 años.

Y otra amiga que te escribe para decirte que te ha estado pensando estos días que no estabas.

Y el abrazo de mi hijo a su amiga que hoy celebraba su cumple.

Y las caricias y cosquillas de esta mañana al despertarme el peque.

Y seguro que hay más. Es tan sólo lo que ahora mismo recuerdo en 48 horas.

Vicent tenía razón. Lo único que merece la pena de verdad es ser recordado por la ternura que pusiste en tu obra, en tu vida.

Os quiero,
Pepa

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Amor y sentido

De vez en cuando me nace entrecruzar este blog con mi trabajo en EspiralesCI. En mi trabajo, hay momentos, muchos momentos, donde lo personal y lo profesional se hacen uno.

Esta tarde me han hecho llegar la grabación de una conferencia que di hace ya unos meses. La llamé «Amor y sentido» y guarda muchas claves no sólo de mi trabajo, sino de mi forma de ser y vivir.

Así que os la dejo aquí, por si queréis dedicarle un rato (largo, que entre la conferencia y las preguntas es una hora).

Abrazo agradecido,
Pepa

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El sonido de las ballenas

Hay vivencias que nos constituyen, dan forma a nuestra alma. Yo no siempre he sabido ser consciente de ellas cuando las vivía pero con los años mi asombro de niña y mi consciencia de «tripas» van cobrando más fuerza si cabe. Y en eso, como en otras tantas cosas José y su capacidad de gozo me han espoleado.

Así que aquí estamos en Peninsula Valdés, en uno de los lugares más inhóspitos y bellos que he visto nunca, un rincón al sur de Argentina, que es uno de mis países de alma. Cada viaje que vengo me reafirmo en mi enganche a esta tierra. Si alguna vez me pierdo de la roqueta sería acá. Los días en Buenos Aires con el mimo de nuestros amigos y el día en Tigre ya fueron impagables. Tengo debilidad por esa ciudad y eso que se le nota mucho más triste que cuando vine por última vez hace seis años. Pero llegar a la patagonia..a este rincón..

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Juntos en un paisaje patagónico donde justamente hace diez años,en mi viaje anterior a la patagonia con Pablo y con Ana, tomé la decisión de adoptar y estos días he vuelto con mi hijo y no paro de susurrar como un mantra «gracias, gracias, gracias». Me preguntó José por qué y por qué aquí y le dije que me sentí tan llena de vida y tan rodeada de belleza que sentí que todo lo que tenía, mi amor y toda esa belleza, quería darla y compartirla. Aquel viaje lo recuerdo como uno de los más bellos de mi vida (final abrupto incluido) pero éste me ha parecido una ofrenda y un regalo.

Sabía que sería emocionante pero no contaba además con lo indescriptible de las ballenas. No sólo verlas, sino escucharlas. Se las oye hablar y respirar desde la misma playa. Te hacen sentir pequeña y hermosa al mismo tiempo. José dice que volverá seguro y que quizá viva aquí. Yo no lo sé, pero sí tengo la certeza del gozo.

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No os cuento muchas cosas de las ballenas, sólo que el viaje para verlas merece la pena. Hay una peli del año pasado que es sobre orcas, no sobre ballenas, pero que os dará idea de mi sensación y que os recomiendo vivamente. Se llama «El faro de las orcas» y la protagoniza Maribel Verdú.

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Y acabo sólo diciendo GRACIAS por todos vuestros comentarios, mails y llamadas sobre la entrada anterior. No he contestado los comentarios porque tienen valor en sí mismos. Me conmovisteis profundamente. Gracias por darle más sentido si cabe a mi acto de fe.

Pepa

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Un acto de fe en la vida

Un acto de fe individual lleva al acto de fe universal. Confiar en el otro lleva a confiar en la vida.

Confiar. Expresar. Pedir ayuda. Desde la vulnerabilidad, la locura y la valentía que implica.

Éste es mi acto de fe universal: decir en público, en este blog, que yo también fui abusada. Después de las cosas que he vivido en los últimos meses, hoy más que nunca tiene sentido decirlo aquí. Nombrarlo. Sin más detalle. No hace falta.

Soy Pepa, mujer, madre, amiga, hija, hermana, psicóloga… soy muchas cosas, y también superviviente. He dedicado y dedicaré mi vida profesional a expresar lo que se quiere ocultar o da miedo afrontar, a dar voz a los que no la tienen y a ayudarles a encontrar su propia voz. No lo he hecho por mi vivencia, pero siento que mi vivencia me ha ayudado a hacerlo mejor.

Y seguimos…

Pepa

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«Honrar su dolor: el acompañamiento a las víctimas de abuso sexual infantil a lo largo de la vida» artículo publicado este mes en la revista Sal Terrae

De vez en cuando siento que mi mundo personal y mi mundo profesional se cruzan y este artículo es el ejemplo más claro que puedo imaginar sobre ese cruce.

Así que os copio aquí la entrada de la web de Espirales CI donde encontraréis íntegro el artículo: «Honrar su dolor: el acompañamiento a las víctimas de abuso sexual infantil a lo largo de la vida» que ha salido publicado este mes de julio en la Revista Sal Terrae.

Os pido que lo leáis y lo difundáis, es un artículo especial para mí. Espero que dé sentido.

Pepa

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El horror que no sale en las noticias

El otro día alguien a quien quiero y admiro profesionalmente me contó algo que me estremeció y le pedí permiso para contarlo aquí. Va tal cual porque no hay palabras.

En un colegio de infantil y primaria, un niño de cinco años está fuera de clase con su profesora porque está gritando y pegando. De hecho cuando ella se acerca está tirado golpeándose con la cabeza en el suelo. La orientadora se inclina, lo abraza y lo sostiene hasta que el niño se va calmando poco a poco. Tiene cinco años.

Cuando ya puede hablar tiene lugar la siguiente conversación:

– Cariño, ¿estás mejor ya?

-…

– Un día de estos te voy a llevar a pasear por la playa juntos, te apetece?

– Un día no, muchos.

– Vale- sonríe- Pero tendremos que avisar a tu madre, que si no se preocupara, y dirá «¿dónde está mi hijo?».

-No lo dirá. Mi madre no me quiere.

– …¿Cómo lo sabes?

– Estas cosas se saben- dice el niño mientras le mira con expresión de quien dice algo obvio- No me quiere.

– Pero sabes que yo sí te quiero, verdad? ¿Cuánto crees que te quiero? ¿Así- señala entre dos dedos muy pegados- así- un poco más alejados- o así- entre las dos manos?

– Así- dice el niño, poniéndose en pie con los brazos abiertos de par en par y abrazándola de nuevo.

– De todos modos, mi madre me va a llevar al médico- dice el niño.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Estás malito?

– Sí.

– ¿Qué te pasa? ¿Te duele la tripa?

– No.

-¿Tienes fiebre?

– No.

-¿Entonces?

– Me va a llevar al médico porque estoy malito de aquí, de aquí!- Dice señalándose la cabeza.

La orientadora sabe que al niño le han derivado a evaluación para medicarle por un diagnóstico de hiperactividad.

Cinco años.

Él nunca saldrá en las noticias. O quizá sí. Quizá de mayor tanto dolor le lleve a hacer alguna tontería que haga daño a otros o a sí mismo, y que servirán para llenar titulares sobre lo mal que están los niños y niñas de hoy en día y el incremento de determinadas patologías.

Sin palabras.

Pepa

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