Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Vivencias

La memoria

La memoria nos constituye.
La memoria nos ancla.
Recordar nos asusta.
Recordar nos bloquea.
Recordar a veces nos obsesiona.
Elegimos recordar y elegimos olvidar. Del mismo modo que elegimos amar.

Olvidamos para preservar a nuestra gente amada.
Olvidamos para quitar peso al dolor, y desgarro y temblor.

Somos lo que hemos vivido, aunque no lo recordemos. Pero sin memoria no hay consciencia. Ni libertad.

Recordar duele y salva.
Olvidar preserva y daña.

Recordar son espirales. Vuelves a pasar por el corazón, pero tu corazón no es el mismo. Tu vida tampoco. Comprendes la magnitud. Comprendes la necesidad de olvido.

Al recordar recuperas fogonazos sensoriales: aquel olor, aquel escalofrío, aquella sonrisa o la luz de aquel atardecer en esa playa.

Y casi parece que puedes tocar a aquella persona o que vas a volver a sangrar aquella herida que te encoge el estómago como puñetazo.

Al recordar sonríes sin saber por qué, sientes compasión hacia la que fuiste: ingenua, pequeña, frágil y tan bonita!. Y te miras al espejo y ahí estás: más consciente, algo más libre. Y te acaricias. Y reconoces tu valentía.

Y al mismo tiempo sabes más que nunca lo mucho, muchísimo que has elegido olvidar.

Pepa

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Rabia y abandono

Comienzo a escribir esta entrada sabiendo que, aunque va tomando forma, aún me duele escribirla. Pero a veces la vida, en forma de esas espirales mías, te obliga a volver una y otra vez sobre tus heridas, cada vez un poco más profundo, cada vez algo más sanador.

No es un secreto para quienes me quieren que siempre he tenido un problema con la rabia. Lo he tenido por mi dificultad para enfadarme, por la cantidad de veces que me callo el enfado y la intimidad que necesito para expresarlo. Lo tengo por lo contundente (bendita palabra que hemos hecho nuestra en el equipo de Espirales) de mi expresión que tantas veces la hace parecer enfado cuando no lo es. Lo tengo por el daño que llego a hacer las pocas veces que dejo salir mi rabia sin filtro. Dependiendo de la percepción de quien me hablara, los hay que me han dicho mil veces que debía enfadarme más. Otros, sin embargo, me han dicho que lo hacía demasiado o demasiado intensamente.

Lo que siempre ha sucedido es mi vivencia de confusión ante mi propio enfado. Confundida ante mis propias sensaciones, en las que muy a menudo me cuesta diferenciar el miedo del enfado. Me cuesta diferenciar el límite entre mostrar mi rabia legítima y agredir, entre mi derecho a expresar lo que siento aunque al otro no le guste y mi miedo a ser abandonada. Y al mismo tiempo surge nítida también la vivencia de parálisis cuando alguien que amo se enfada conmigo. Yo, que peco de narrativa y verborreica, me quedo apenas balbuceando.

Cuando miro hacia atrás, hay muchas vivencias que se entrelazan pero todas ellas unen la rabia al abandono. Esa clave por la que si me enfadaba, me abandonaban. Dejaban de hablarme, me hacían el vacío, me miraban con desprecio. Y cuando fue el otro amado quien se enfadó, llegaba el daño. Así que había que ser buena, cumplidora, ser de fiar, confiable. Evitar por todos los medios que la gente se enfadara conmigo y no hacerlo yo. No era sólo que me enseñaran a ser una persona educada, formal y buena en el estilo rígido que pueden esconder esas palabras. Esa frase que he encontrado después tantas y tantas veces en la historia de vida de la gente con la que trabajo que decía: «pase lo que pase, que no se te note». Pero era mucho más. Había que ser buena para no ser abandonada. De hecho es que de vez en cuando estallaba y cuando ocurría, casi siempre la situación empeoraba o alguien se iba.

Recuerdo las canciones que me cantaban en el autobús del colegio llenas de insultos y desprecio y cómo le decía a mi amiga, la única que se sentaba conmigo en el autobús, que hiciera como que no le afectaba porque así se acabaría, que si nos mostrábamos enfadadas al día siguiente sería peor. Y es que así fue las pocas veces que me enfadé, al día siguiente fue mucho peor. Recuerdo a mi madre que cuando consideraba que hacía algo mal, dejaba de hablarme, en algún caso durante días. Recuerdo la voz suave de mi padre cuando decidía mostrarse cruel. Recuerdo infinidad de vivencias en las que tapé la rabia. Recuerdo el miedo, que también escucho ahora a menudo en mi trabajo, el miedo a estallar, a que si dejaba salir la rabia, podría hacer mucho daño.

Quienes me conocen dicen que en mí se unen la ternura y la fuerza. Este fin de semana me lo volvían a recordar una vez más. Esa extraña forma en la que puedo expresar con claridad y sí, con contundencia, lo que veo, denunciar lo injusto, defender y dar voz al dolor de los inocentes que no pueden ni hablar. Esa forma mía de confrontación compasiva que me permite llevar luz a muchas oscuridades. Esa fuerza que se une con la ternura, las caricias y los abrazos sostenidos en el tiempo, con amar a las personas como son e impulsarles a ver la mejor versión de sí mismos.

Y cuando se va acercando mi «porche frente al mar» siento que quienes vengan a por ese té necesitarán ver en mí esa niña asustada que se esconde detrás de esa mujer contundente. Porque ambas son reales, ambas están dentro de mí. Y las acojo a las dos, porque sé de sobra que hace falta mucho valor para llegar a abrazar, acoger y sostener a mi niña y a la que habita dentro de cada persona que elige acercarse a mí. Y por muchos años que pasen, esa niña sigue temblando dentro de mí, con miedo a enfadarse, a ser abandonada. Y cuando la vida me pone a prueba, ahora ya adulta, y a diferencia de aquel autobús, elijo poco a poco ir mostrando mi enfado. A tientas, con errores, comprobando que a menudo sigue saliendo mal, pero mostrarlo.

Pepa

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Redimensionar, resignificar, recolocar

Hoy me he levantado con llorera, con plorera como dicen en la roqueta. Esa llorera que las mujeres que me lean reconocerán de inmediato, y los hombres también por haberla presenciado desde una mezcla de incomprensión y compasión, dependiendo del caso. Y ojalá con mucho sentido del humor, tanto ellos como nosotras.

He sido una mujer afortunada también en esto. La regla nunca me dolió ni me afectaba demasiado, la he vivido siempre con relativa tranquilidad. Hace tres años pareció que mi cuerpo se acercaba a la menopausia. Pero no fue así. Reaccionó y anda cumpliendo cada mes. Pero las reglas han cambiado. Ahora me duelen, tengo sangrados enormes y sobre todo tengo plorera, profunda y difícil de manejar durante cuatro o cinco días. Y cuatro o cinco días cada mes son muchos días. Así que no estoy en la menopausia siquiera, estoy en la «pre menopausia» y ya se está convirtiendo en una vivencia potente en mi vida.

Y es que el otro día hablaba con una amiga sobre el significado de la menopausia. Sobre ese cambio vital que supone pasar de poder gestar vida a tener que centrarte en la tuya propia, en mimarte y cuidarte. Esa combinación brutal que supone sentirte frágil y pequeña y a la vez más fuerte que nunca, y menos dependiente de tu entorno. Es como si en ese perder fueras ganando si eres capaz de vivir el proceso con consciencia. Creo que en cierto modo es el paso del engaño de la omnipotencia a la consciencia de la fragilidad. Porque la fragilidad estuvo siempre, siempre somos frágiles, pero en la juventud nos sentimos poderosas, nos engañamos como pavas y pavos reales para conquistar y generar vida. Y con la vida llega el miedo. Y si hay suerte, la consciencia de la fragilidad. Y más adelante, la sensación de vulnerabilidad con la que me he despertado hoy.

No se suele hablar de estas cosas, de hecho a menudo se esconden y se ocultan. Pero creo que mi amiga tenía razón. Que es un proceso mucho más poderoso de lo que parece y que deja tu alma un poco más a la intemperie. Y para mí ese proceso está teniendo que ver con tres verbos que presiden mi vida este año: redimensionar, resignificar y recolocar.

Redimensionar las cosas que he hecho o no he hecho, las cosas que me he echado a la espalda desde esa omnipotencia, desde ese rol de cuidadora, desde esa necesidad de generar vida, protegerla y darle sentido. Este año he vuelto a visitar mi pasado de formas muy surrealistas e inesperadas. Sin entrar en detalles, he vuelto a ver la vida de mis padres, mi infancia y mi propia vida. Hasta el punto de volver a construir mi linea de vida, algo que no hacía hace muchos años, de hecho desde que tuve a mi hijo e hice terapia. El proceso empezó en realidad hace dos años con otro proceso terapéutico que hice y en el que redimensioné la parte transgeneracional de mi vida y ha continuado este año. De hecho, no ha acabado. Pero todo lo que ha ido pasando tiene un elemento común: redimensionar muchas cosas que me hicieron bien y muchas otras que me hicieron daño, darles un peso diferente, un lugar en mi historia diferente, cambiar su eco dentro de mí en mi narración de mi identidad. Está siendo hermoso, pero nada fácil.

Resignificar, que es un paso más allá de redimensionar. No significa cambiar el peso ni la dimensión de algo, sino su significado. Este año he tenido conversaciones con personas que han cambiado el significado de cosas que habían sucedido, o que han reconocido vivencias que tuve en su momento y me fueron negadas o que han cambiado la huella que esas vivencias dejó dentro de mí. Casi todas han sido en positivo, salvo algunas enormemente dolorosas. Pero cambiar el significado es cambiar la narración. Y cambiar la narración es cambiar mi identidad. Y cuando en esa narración se legitiman vivencias negadas produce una sensación de estar más completa, de ser más tú. Te brinda solidez. No es fortaleza, es solidez.

Y por supuesto los dos verbos anteriores conllevan el tercero: recolocar. Es imposible cambiar la narración sin que algunas piezas del puzzle cambien. Recolocar relaciones o reajustarlas. Y eso siempre se me dio especialmente mal. Soy de las que cuando quiero, lucho, peleo por mantener el vínculo y eso a veces me lleva a ser invasiva y a desprotegerme. Pero como expliqué en la entrada de blog anterior, quiero que siga siendo mi opción de vida. El amor es algo tan valioso y tan frágil que lo seguiré luchando.

Y al final te queda algo así como aprender a quedarte quieta y callada. La «mirada porche» que se ha convertido en un código personal. Y siento que vuelvo al comienzo de este escrito. Siento que esa «mirada porche» tiene todo que ver con afrontar el nuevo periodo de mi vida que mi cuerpo va anunciando con dolor y con plorera. Un tiempo en el que habré de medir mejor mis fuerzas, entregarme menos, moverme menos, viajar menos, hablar menos. Un tiempo para dormir más, cuidarme más y mejor, escuchar más y mejor, llorar sin miedo y sin juicio, no volver a tomar decisiones contra mis «tripas» y no suplicar lo que debería ser obvio. Un tiempo en el que, si tengo suerte, habrá gente que quiera venir a sentarse al porche conmigo y tomar un té, que sienta eso como un regalo dure el tiempo que dure.

Estoy caminando hacia mi porche. Y creo que merece la pena contar que la vida también es esto.
Pepa

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Un año

El tiempo es la medida de la vida. Por eso nunca es el mismo. En el amor se hace breve, en el silencio, largo, en la huida, fugaz. No digo nada nuevo, lo escribieron muchos poetas y mejor antes que yo.

Pero hay tiempos que no están en los poemas. Al menos no siempre. Al menos no de forma explícita. El tiempo de quien trata de no soltar el hilo, de quien busca consolar el dolor y sanar la herida, de quien ruega por perdonar y ser perdonado.

Hace falta una mano a la que aferrarse que haga más fácil el camino y el tiempo se hace más breve cuando la herida está sanada. Entonces ser generoso parece obvio, pero sana el alma.

Hace falta recordar lo vivido, pasarlo de nuevo por el corazón, para ver la luz en la espesura.

Hace falta un abrazo dado en silencio y sin exigencias, una serie de pequeños pasos dados con la consciencia que sólo surge del amor. Hace falta mucha terapia, mucha, mucha terapia de la de dentro de consulta y de la de las comidas, cafés y conversaciones refugio. Hace falta confiar.

Y aún así a veces tiemblas. Y temes haberte equivocado, llegar tarde, que tu amor no sea suficiente. Y vuelves a confiar. Y un año después recuerdas por qué.

No siempre ocurre. Cuando pasa, parece magia. Pero es todo menos eso. Son las manos aferradas, el consuelo, el amor, las nuevas oportunidades.

Y saber que sólo es un paso. Que quedan muchos otros. Pero está tejido de esperanza. Y llega en un momento que también te sana a ti.

Pepa

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51 razones

1. El brillo del sol en las hojas de los árboles.
2, La mirada de mi hijo.
3. Los abrazos amados.
4. Mi memoria corporal.
5. El temblor de la pérdida.
6. Las caricias en mi pelo y en mi calva.
7. Las tartas de limón (Txus, Lucía y Ana…)
8. El abrazo de un aeropuerto.
9. Los amaneceres en mi ventana.
10. El olor de los libros.
11. Aquella tormenta en Panamá.
12. El cielo de Atacama.
13. El olor de pino de los bosques de Soria y aquel calentador con el que mi madre nos calentaba la cama antes de dormir.
14. Las historias que creábamos José y yo antes de dormir.
15. Aquella llamada en Portugal: «es un bebé de un año…»
16. La mano de Silvia aferrada a mí cuando se oía la canción insulto en el bus yendo al cole.
17. El violonchelo de Bach en las noches de hospital.
18. El oso que me trajo mi hermano de USA y su mano en el funeral de mi madre.
19. Mi padrino besando la mano de su mujer mientras moría.
20. Mi tía diciendo «sois los hijos de mi hermana».
21. La gente que me para por la calle para darme las gracias en los lugares más inesperados.
22. El abrazo de despedida de mis pacientes cuando les doy el alta.
23. Algunos gritos, algunas náuseas, algunos horrores.
24. Cada uno de mis libros. Cada uno.
25. Los días de invierno con sol.
26. Aquel aeropuerto de Bogotá y aquella silla.
27. Bailar, bailar, bailar.
28. Mis sobrinos.
29. Tener a un bebé dormido encima.
30. Rodin, Picasso, Gargallo, klimt, Kokotchka, Almudena, Benedetti, El Principito..y muchos más.

31. El agua en todas sus formas.
32. Las botitas que encontré en el despacho de mi padre.
33. Hacer el amor.
34. Aquel viaje a Almería y Yago.
35. Conversar. Conversar. Conversar.
36. Conducir. Conducir. Conducir 😉
37. El lenguaje de los árboles.
38. Reír. Reír. Reír.
39. Las amistades de los que nunca llegan a irse, aunque tengan miedo.
40. El zorro del principito y el color de los campos de trigo.
41. Aquellas llaves de casas ajenas que pusieron en mis manos.
42. Los abrazos del día de las flores.
43. Mi primer día bajando del tren en Madrid.

44. La Patagonia.
45. Cuando me regalan flores.
46. La mañana de reyes con mi familia.
47. Ver una peli con mi hijo abrazados.
48. Estar enamorada y ser correspondida.
49. Mi red. Mi hogar.
50. Celebrar. Siempre!
51. Mi mar.

No van en orden. Y hay más. Pero la luna llena de anoche me recordó cosas importantes.
Gracias por estar aquí.
Pepa

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La memoria corporal

En las últimas semanas este concepto está volviendo a mí una y otra vez. En mi vida personal, en las reuniones con amigos, en mi vida profesional. No se trata sólo de las «tripas» de las que hablo una y otra vez sino de la memoria. De recordar. Recordar sin saber, sin ser consciente, sin memoria. De esa memoria que se construye en los detalles de cada día, en esas caricias, en el olor de la comida de nuestro hogar, el sonido del mar o el viento en las ventanas, de la sombra del bosque o el olor del azahar. Es esa memoria la que nos constituye, la que genera nuestro «edificio«.

Conforme pasan los años esa memoria se hace cada vez más presente. Al menos a mí me pasa. Ya no quieres grandes teorías ni vivencias espectaculares, sino esa ternura de quien te abraza y se deja abrazar, ese sol entrando por mi ventana, esa mirada que habla sin hablar. Esa sensación de hogar se vuelve más diáfana, tanto cuando la sientes como cuando está ausente. Y ves cómo las personas, cómo yo misma, nos colocamos de forma diferente cuando nos sentimos en casa. Sientes cómo la mirada y los gestos cambian. Y es algo tan sutil, tan pequeño que hace falta saber mirarlo para verlo. Y no es algo que suceda necesariamente en nuestras familias solo ni en nuestro hogar de infancia. Es posible sentir el hogar muy, muy lejos de casa.

A veces hay personas que son tu memoria. Me siento frente a ellas y siento que me veo a mí misma. A veces hay grupos que llevan tiempo encontrándose que tienen su propia memoria. Y luego veo cómo mi hijo ha incorporado esa memoria, cómo quiere a personas porque ha aprendido a quererlas a través mío. Y al contrario, cómo hay personas que le quieren sólo por ser mi hijo como las hubo que me quisieron a mí y a mis hermanos sólo por ser hijos de nuestros padres. Porque la memoria del amor permanece. El amor vence a la muerte siempre. Es lo único que permanece. Eso lo aprendí hace ya tanto tiempo que es como si lo hubiera sabido siempre. Y la memoria del amor hace que las personas que has amado sigan presentes en los pequeños detalles de tu día a día, incluso cuando se han ido.

A veces siento que todo esto se nos olvida demasiado fácil, que no nos damos cuenta de que son los pequeños gestos los que configuran el alma de las personas, cómo cada detalle que damos o que privamos deja memoria. Porque al final somos nuestra memoria, como alguien dijo mucho antes que yo. Y somos memoria de amor, tanto cuando está presente como cuando falta. El abandono es la peor de las heridas, el más profundo de los traumas, porque deja a la persona sin mirada desde la que existir, sin memoria corporal. La ausencia priva de esa corporeidad justamente, deja sin olores, sabores, caricias y sonidos. Y las personas se pasan toda la vida buscándolos hasta que aprenden a recibirlos de otras miradas y otras presencias.

Somos aquello que somos capaces de construir partiendo de lo que nos dieron. Si tuvimos suerte, lo que nos dieron fue presencia, cuerpo, mirada, caricia. Pero no siempre ocurre. A veces llegamos a una vida de frío, ausencia y falta de mirada, entonces algo muy profundo se rompe. Y las personas viven con ansia. No hay paz, hay ansia. Y duele. Y da mucho miedo. Y quienes no conocen el frío no pueden enjuiciar, ni decirles a quienes crecieron en él que deben perdonar, que deben amar, que fue lo que les tocaba o lo que eligieron. Todo eso son distintas formas de negligencia y de maltrato hacia quienes no pudieron elegir. Y ahí me sale mi vena guerrera para decir: un poco de respeto al frío, que hiela por dentro.

El otro día en una conversación de mi hogar madrileño hablábamos de cómo las clases sociales para mí se parecen y se crean en realidad desde esa memoria corporal. Crecer en un pueblo en contacto con la tierra y la naturaleza no es lo mismo que crecer en la ciudad, ni que emigrar del pueblo a la ciudad. Crecer en un edificio enjambre como los llamo yo, esos edificios altos de mil pequeños pisos con poca o nula distancia los unos de los otros donde en realidad se crea un microsistema de paredes de papel. Cómo no es lo mismo crecer en una casa con terraza y con horizonte que ver al vecino de enfrente. En la conversación me acordaba de algo que decía a menudo mi madre: «hay mucha gente que confunde la clase con el dinero». ¡Lo que nos dio de sí definir lo que es «tener clase»! Y tantos otros ejemplos. Al final el entorno donde crecemos configura nuestra memoria corporal y cuando cambiamos de lugar se generan nuevas memorias corporales, nuevos sabores, nuevos olores, pero no tienen la capacidad de retrotraernos casi de forma automática a la infancia porque no estaban cuando nuestro edificio se gestó.

En fin, que ando a vueltas con mi propia memoria corporal, recuperando cosas que creía olvidadas o que formaron parte de mi infancia sin yo recordarlo. Releyendo papeles de mis padres, diarios de mi infancia… Y como estoy en eso, la memoria corporal me llega también en otros espacios. Y quería dejarla aquí también, ya que este espacio, aunque no huele ni sabe a nada, sí es parte de mi hogar.

Pepa

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La poesía

Alguien a quien quiero mucho lleva tiempo trayendo de nuevo la poesía a mi vida. Al principio no me di cuenta, fue algo tan plácido, tan sutil que no lo percibí. Canciones, poemas, películas, paisajes, narraciones, momentos, cielos… yo no acababa de entender por qué me cautivaba todo tanto. Era una mirada diferente. Era poesía.

Me conmovía y lo sigue haciendo. Me dejaba callada y eso quienes me conocen saben lo extraño que es 😉 con esa sensación de no querer que se acabe, de que te están mostrando algo tan bello, tan pequeño! Como lo fue en su día el brillo del sol en las hojas de los arboles de mi madre o el dios de las pequeñas cosas de mi amiga B. o las historias que mi hijo me contaba con cuatro, cinco años tumbados en la cama antes de dormir.

Y me ha hecho recordar la cantidad de poemas que escribí de niña y de adolescente. Poemas que permanecen guardados en un cajón, como le pasa a tanta gente. Poemas que utilicé para nombrar lo que no podía ser dicho, para dar forma a sensaciones que ni yo misma era capaz de describir conscientemente. Pero hay otro registro, el que se esconde entre lineas de un poema, en los colores de un amanecer o en las palabras de un niño. Es un registro de belleza, verdad y compasión. Un ancla a la vida.

Hace muchos años, cuando quise dejar de escribir, mi hermano me encuadernó los poemas y me los regaló. Cuando pensé que no me quedaban poemas, llegó este blog y los ecos que me hacíais llegar y los cuentos/poema. Cuando quise callar, empecé a inventar historias para mi hijo y luego a escuchar enmudecida las suyas. Cuando pareció que el mundo se volvía del revés en el confinamiento rescaté la poesía en forma de caricias que enviaba a mi gente querida en forma de fotos, objetos, amaneceres, poemas o canciones. Mantener la presencia y la poesía.

Y ahora ha vuelto a pasar. Cuando vuelvo a mí, cuando me toca mirar adentro y vivir desde mi «yo», la vida pone en mi camino alguien que me recuerda la poesía.

Así que un día de estos sacaré los poemas del cajón y los releeré. Y de momento sigo el hilo de amor de la vida, que siempre me ha sostenido, desde la ternura y la belleza. Pura poesía. A veces extraña y dolorosa. Pero eso también cabe en la poesía: el dolor que aún no se puede nombrar encuentra allí un lenguaje propio.

Y yo escucho de nuevo, agradecida, la poesía que habita en mí, en la gente que amo, en la vida.

Pepa

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Sentirnos seguros

Siempre lo he sentido así, pero en los últimos tiempos se ha vuelto certeza radical que los vínculos humanos tienen mucho más que ver con la seguridad que con el amor. Es algo que ha vuelto a mí en los últimos tiempos de infinitas formas: la certeza sobre la red afectiva protectora como condición para la salud mental; la certeza sobre lo difícil que es que el amor sobreviva cuando no se puede confiar; la certeza de que nuestro niño o niña interior sigue buscando año a año, relación a relación, volver a sentirse en hogar, cuidado, guarecido del temporal; la certeza sobre lo difícil que es llegar al número tres que necesito para dar un alta en consulta, tres personas que rodeen a la persona, que la cobijen y acompañen, y que ninguna de esas personas sea yo; la certeza sobre mi propia necesidad de sentirme a salvo, sobre lo fácil que me resulta la verticalidad y lo difícil que me resulta encontrar espacios de horizontalidad; la certeza de que el regreso de alguien amado quince años después te hace sentir algo más segura, algo más completa sin que lo supieras siquiera… y podría seguir.

Temblamos por dentro. Unas veces somos capaces de dejar que los demás lo vean, otras nos escondemos debajo de máscaras de lo más diverso. Pero la consciencia sobre nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad y nuestra hermosura, todo junto, a veces abruma. Al menos a mí me abruma.

Llevo un año que me cuesta encontrar palabras para describirlo. Un año de cosecha. Ver a mi hijo volar y sentir un orgullo tan íntimo al mirarle, incluso con su temblor o precisamente por ese mismo temblor. Recibir en el trabajo regalos inmensos que me abruman y me colocan en otra liga en la que ni siquiera pude decidir si quería estar o no, pero en las que opté por estar (puede parecer incompatible, pero Dios sabe que no lo es, nunca mejor dicho). Esa maravillosa celebración de cumple, cada una de las celebraciones regalo que está trayendo a mi vida el nuevo libro o la vida misma. El poder «hacer de rica» sin serlo ni querer serlo y ser plenamente consciente de ese privilegio y desde la gratitud a la vida compartirlo con mi gente amada. Un proceso de sanación de la herencia transgeneracional. Las palabras de las presentaciones: la manta de colores, la luz, la conversación… Recuperar mis tiempos y mis espacios de los que hablaba en el post anterior y el gozo que traen. Viajar menos, más lento y más placentero.

Estoy cansada. Me siento vulnerable y al mismo tiempo más en mi ser que nunca. Es bonito y extraño. Y me hace temblar. Y vuelvo al comienzo: los vínculos nos hacen sentir seguros, nos dan un hogar. Sin ellos está la intemperie y hace frío. Todas las personas hacemos lo que tengamos que hacer para encontrar cobijo.

Pepa

 

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Treinta años

Hoy es 5 de julio. Hoy se cumplen treinta años de la muerte de mi madre, nuestra madre. Y amanezco en Zaragoza viendo esto por la ventana.

Sé de sobra que no hay casualidades pero el amor con el que mis padres nos siguen cuidando desde el otro lado no deja de impresionarme.

Igual que me pasó cuando se cumplieron veinte años y me di cuenta de que a partir de ese día llevaba más tiempo viva sin ella que con ella, me ocurrió de nuevo el día de mi 50 cumpleaños. Hice consciente más que nunca su ausencia. En aquella sala llena de amor, de 130 personas apenas llegaban a 10 las personas que habían conocido a mi madre. Cuando se fue, me parecía inconcebible una vida sin ella y sin embargo así ha sido. La vida no nos dio elección. Una vida sin ella pero con la certeza de su presencia de amor.

Para empezar, sus nietos. Cómo me hubiera gustado que mi hijo José y mis sobrinos, Julia y David, la hubieran conocido! Son tres personas tan hermosas que ella hubiera gozado el ser su abuela. No tengo duda de que ejerce de abuela desde el cielo pero ojalá hubieran conocido sus abrazos y su mirada…  Y no se trata sólo de que ella fuera una mujer excepcional, que lo era. Simplemente es su abuela, nuestra madre. Y conocer a los abuelos es un privilegio impagable.

Mi madre, Mariasun Goicoechea, fue una mujer rompedora para su época. Con una infancia imposible de describir en este espacio, de las primeras generaciones de mujeres catedráticas de España, capaz de viajar sola por toda Europa en su coche en el final en los años cincuenta. Vivió en Alemania sola, viajó y trabajó por toda Europa hasta que en el lugar más inesperado, Zaragoza, mi ciudad, esa en la que amanezco hoy, conoció a mi padre y sin apenas pensarlo, se casó con un hombre viudo que ya tenía cinco hijos. Fue una persona capaz de sostener su enfermedad con dignidad y luchando por regalarnos a sus hijos tiempo a su lado. Mi madre fue todo eso y mucho más.

También fue como muchos dicen que soy yo 😉 mandona, intensa, extrema, radical en muchas cosas. Tuvo grandes amigos que siguen escribiéndome cada 5 de julio. Y generó en sus hijos un amor nítido que nos sigue uniendo hoy.

Con el tiempo me doy cuenta de que necesito menos cosas para explicar quienes fueron mis padres, que son las pequeñas vivencias, los gestos compartidos… todo eso lo que nos hace quienes somos. Como a cualquiera que me lea le puede pasar con su madre. Mi madre nos enseñó a amar en miles de pequeñas cosas. Así que voy a acabar este escrito con cosas pequeñas, vivencias de las que generan memoria corporal, ésa desde la que he criado a mi hijo de forma que habla de sus abuelos como si los hubiera conocido y trato de conservar esa memoria de amor en él y mis sobrinos.

Cuando sabía que se moría, un día me dijo en el coche: «Cuando muera no llores, Pepa, porque todo el amor que podría haberte dado ya te lo habré dado». Y ese amor tenía muchas formas, como cuando me sentaba delante del espejo cuando veía que venía triste del cole, de uno de esos días en los que había recibido más insultos de la media habitual por mi gordura y después de ducharme me hacía sentarme y me peinaba el pelo. Y mientras me peinaba iba diciéndome: «Has visto qué pelo más bonito tienes?.. Me encantan tus ojos..eres muy bonita..». Y yo me iba a dormir pensando que era preciosa y que los demás se lo perdían. O cuando entraba en mi habitación mientras hacía los deberes y me preguntaba qué estaba estudiando y yo le contaba mis cosas y ella escuchaba sin más, sentada en la cama. O cuando me escribía cartas sobre las cosas dolorosas que a veces no era capaz de decirme. O cuando me recibía en la puerta de casa los fines de semana que volvía a casa de Madrid los dos últimos años suyos, que fueron mis primeros de carrera, y me abrazaba largo, largo y me decía: «ya está, ya tienes tu dosis de mimos para el mes». Cuando ella se fue, mi padre continuó recibiéndome igual cuando volvía a casa y se lo agradecí infinito.

El amor se encarna, se hace vivencia. Es ese «dasein» alemán que ella me enseñó. Existir significa «estar ahí». Y eso he hecho este aniversario. He venido a celebrar el cumpleaños de mi sobrino hace dos días, he traído a una amiga del alma y a los dos amigos del alma de mi hijo para mostrarles de dónde venimos y cuál es nuestra familia, he venido a cenar y compartir risas y amor banal del bueno, del mejor.

Echo de menos hasta el dolor poder abrazarla. Lo demás sigue siendo vivencia presente. Ya son treinta años.

Pepa

 

 

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Sin propósito de enmienda

He dejado pasar unos días antes de sentarme a escribir porque la emoción era tan plena, tan fuerte que me dejó sin palabras. Pero aquí sigo, tratando de encontrarlas. Y mira que es difícil que me quede sin palabras, pero así fue.

La semana pasada cumplí 50 años y este fin de semana vinieron a Mallorca desde diversas partes del mundo ciento treinta de las ciento cuarenta personas a las que propuse hace dos años la locura de venir a celebrarlo conmigo. En aquel primer mensaje les dije que lo único que quería para celebrarlo era tenerlos a mi lado. Lo dije pensando que no me harían caso, que me dirían esas cosas de «no sé lo que haré dentro de dos años» o «demasiada gente para mí» o «qué locura«. Pero no. Vinieron, algunos toda la familia, otros en pareja y otros solos, y nos metimos en un pequeño paraíso, un hotel al borde del mar del que no salimos en cuatro días. Un lugar que daba para estar solos cuando era necesario para cada uno, en pareja, en familia o en totalidad. Y a partir de ahí…

Vuelvo a casa llena de regalos que tienen que ver con mi placer y mi cuidado, está claro que tomaron buena nota de mi entrada anterior del blog ;-), un álbum maravilloso que ha coordinado mi hermano, un video increíble que hizo realidad Belén, una lista de spotify de canciones y otro álbum que hicieron durante la fiesta las fotógrafas maravillosas de diez y once años que teníamos en el grupo. Porque había de todo, desde un bebé de cuatro meses hasta varias personas que se acercan con gran elegancia a los ochenta años.

Pero sobre todo vuelvo a casa con una sensación única que se ha convertido en el lema de este encuentro: sin propósito de enmienda. Todo el mundo hablaba, y no les quito razón, de la locura de organizar la logística de algo así; el director del hotel me preguntó si yo trabajaba como organizadora de eventos; otra de las directoras no se resistió a preguntarme quién era yo y cómo había logrado reunir a un grupo tan increíble de gente que vino de todo el mundo. Hasta hubo un par de clientes que cuando nos vieron reír, bailar y abrazarnos le preguntaron al camarero si podían conocerme y si aquello era una secta.

Pero es que resulta que la vida va a mi favor, que nada de la logística falló, incluso uno de los coches que hacía de chófer se estropeó y su maravillosa conductora con algunos apoyos lo pudo arreglar sobre la marcha, todos los vuelos llegaron y salieron, todos los chóferes estaban esperando conmigo en el aeropuerto, hasta pude llevar ensaimada de la rica al recibir a los primeros y tener a desayunar a mi familia en casa… todo cuadró. Hizo un tiempo estupendo. El hotel era mejor incluso de lo que yo esperaba. Pero hubo más. Es lo que mi amigo Javier llama la confabulación divina. Cuando el amor y el gozo crean lazos entre gente que se ve por primera vez y sin embargo se reconoce en los relatos mil veces contados por mí, cuando personas de mundos dispares se encuentran y conversan como si lo hubieran hecho toda la vida y al final se crea un sentido de pertenencia a algo que es más hermoso que cada uno de los ciento treinta que estuvimos allí. Les escribí una carta a cada una de las personas para darles la bienvenida y las gracias por el esfuerzo que habían hecho para venir desde tan lejos en muchos casos. Eran cartas diferentes para cada una pero compartían la última línea en la que les decía que esta celebración que parecía caótica, tenía más orden del que parecía porque al ver la sala llena a quien se veía era a mí. Mis tres ciudades hogar: Zaragoza, Madrid, Palma. Mis vínculos más profundos. Mi memoria. Mi historia.

Me han llegado muchos ecos en los siguientes días, pero voy a tomar prestadas algunas frases que para mí resumen lo vivido: «fui a dar y volví llena», «he experimentado la definición de acogida muy profundamente, creo que más que nunca en mi vida», «mimo y ternura», «ahora sé a qué te referías cuando hablabas de la red», «bailes desaforados, cantos desafinados, conversaciones profundas, nubes arrebatadoras, baños helados, abrazos cálidos y risas, muchas risas«. Y la última frase la dijo José el primer día de vuelta en casa que al despertar me dijo «mamá, daría lo que fuera porque volviera a ser viernes por la mañana«. Y falta la memoria gráfica, porque hubo infinidad de fotos de un maravilloso fotógrafo, parte de la red. Pero esas las dejo para otros momentos.

Pues eso. Sin propósito de enmienda. Porque cuando se tiene el valor de abrir el corazón a recibir, aunque sea de gente que no conoces pasan cosas maravillosas que van mucho más allá de lo que yo imaginé al pensarlo y mandar aquel primer mensaje hace dos años. Sí, dos años. Sin propósito de enmienda. Porque si no recuerdo mal quedan algo más de 1800 días para la próxima.

Bendecida y agradecida,

Pepa

Comentarios 2 comentarios que agradezco