Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Mis referentes

El proyecto Referentes que hoy nos presenta Igaxes3 es uno de esos grandes ejemplos donde se lleva la dimensión afectiva a la intervención profesional, dándole forma a través de personas concretas con nombres y apellidos, personas que están dispuestas a una coherencia individual en lo personal, no sólo en lo profesional.

El programa propone a personas adultas, hombres y mujeres, en Galicia la posibilidad de ser referente en el proceso de emancipación de adolescentes que por distintos motivos han sido tutelados por el sistema de protección y que ahora, al hacerse adultos, comienzan una vida autónoma.

El sistema define que estos adolescentes son adultos al cumplir los 18 años y pasan de vivir bajo el amparo del sistema de protección a tener que defenderse autónomamente. Ser sus referentes no es una figura de acogimiento, no implica vivir con ellos, sino acompañarles en este camino de inserción laboral, social, afectiva…hacer que el vértigo que sienten con 18 años sea algo más llevadero con un café compartido, una comida casera y sobre todo un consejo a tiempo, una orientación, un abrazo…un sentir que no están solos.

Acompañarles en ese proceso a través del programa Referentes de Igaxes3 (mirad la página y veréis) tomando un café con ellos, acosejándoles, guiándoles cuando lo pidan…de forma voluntaria, altruista, sólo porque crees en ellos y crees que éstas son las cosas que hacen que la vida merezca la pena.

Me pidieron en el mismo viaje que el video que compartí la semana pasada que contara cuál era mi referente afectivo para apoyar públicamente el programa. No tuve duda, como niña mi referente fue mi padrino, como adulta lo está siendo mi hijo. Ambos se llaman José. Y este video es una pequeña forma de honrarlos.

Os referentes de Pepa Horno from Igaxes3 on Vimeo.

Feliz Navidad, padrino, feliz vida, hijo. Feliz año para todos los que me leéis y gracias Carlos, Pedro…todos los que estáis detrás del programa Referentes.

Pepa

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Ser familia

Una de las cosas maravillosas que tiene mi trabajo es que te vas encontrando cada día motivos para la esperanza y para la fe (sin dar a esta palabra connotación religiosa alguna). Esos motivos te aparecen en forma de personas, de organizaciones, de rostros que se quedan grabados dentro de ti: personas que te escuchan en una conferencia y luego se acercan a ti y te cuentan su dolor, personas que creen en el trabajo bien hecho y ponen su alma en ello, personas que conciben que trabajando con personas la rigurosidad en los conocimientos, técnicas y metodologías no es negociable, pero tampoco lo es la humanidad, el trabajo con la propia historia personal, la vulnerabilidad y el reconocimiento de la propia impotencia. Conocer los propios límites y saber pedir ayuda forman parte de las habilidades necesarias para un buen profesional en el ámbito de protección.

Pues todo ello lo encuentro a diario, pero hoy quiero hacer desde aquí un homenaje particular a la gente de IGAXES3 con la que trabajé hace unas semanas, y a cuatro grandes hombres galegos (y al quinto ausente pero presente) que me llevaron a cenar en una noche lluviosa en Santiago. Vaya para ellos mi reconocimiento y mi agradecimiento. Por ser quienes son y como son, por estar donde están, por hacer lo que hacen, y por representar a toda esa gente que guardo en el alma y me recuerda a menudo que este trabajo nuestro es un privilegio, porque nos da la oportunidad de generar vida y esperanza además de, en algunas raras y preciadas ocasiones, devolver la memoria y la justicia a quienes no la tuvieron.

Comparto con vosotros un video que me grabaron en ese último viaje, en el que me preguntaron qué hacía falta para ser familia de un niño o niña. Era un día en que estaba agotada, llevaba ocho o nueve talleres seguidos en dos semanas, pero si os olvidáis de mi mirada cansada, creo que os gustará. Aún hay otro video en el que hablo también de nuestra profesión, pero ése os dejo a vosotros la opción de si queréis buscarlo.

Pepa

Pepa Horno: para ser pai ou nai hai que vencer o medo from Igaxes3 on Vimeo.

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Mi / nuestro universo

De alguna manera extraña mi vida parece poco a poco ir encajando como las piezas de un puzzle extraño y hermoso. Es como si mi piel vibrara con la risa de mi hijo, con una canción, con la luna o la brisa o el sol en la espalda, con un baile o una caricia, con la energía de enfadarme, con la palabra justa en una conferencia, con el mail agradecido y bendecido…

Así que esta noche quiero compartir dos regalos que hablan del universo, del que me regaló mi hijo, del que compartimos todos.

El primero es un relato que me han enviado desde Colombia, mencionado por William Ospina y que se llama EL UNIVERSO EN LA BOCA DE UN NIÑO. Aquí va:

«Cuenta la tradición que un día en que Krishna, de ocho años, jugaba con otros niños, uno de sus hermanos buscó a la madre y le contó que el pequeño estaba comiendo tierra.

La madre, indignada, buscó a Krishna y le dijo:“¿Es verdad que estás comiendo porquerías?”. El niño, con cara de inocencia, le respondió: “No es verdad. No he comido nada”. “Tu hermano me ha dicho que estabas comiendo tierra”. “Es mentira”, dijo Krishna. “Muéstrame la boca”, dijo entonces la madre.

Y el niño abrió la boca. Su madre se asomó a la boca de Krishna y vio primero las montañas, y en ellas los bosques. Después vio las ciudades y el mar y las tempestades, y más allá vio la Luna y el Sol y las estrellas, vio los tres firmamentos, y el enjambre infinito de los mundos, y sintió vértigo, porque en la boca de Krishna estaba el universo.

Allí comprendió con terror que su hijo era un dios. El niño cerró la boca, y sonrió en su cara bellísima, y la madre olvidó lo que había visto, porque sólo olvidando podía seguir siendo la madre de aquel niño¨

El segundo me llega de Zaragoza y es el reflejo del universo que conocemos, alucinante. Una reconstrucción realizada por el Museo Americano de Historia Natural a una escala difícil de imaginar y basada en datos reales:

Espero que os gusten tanto como a mí.

Gracias por estar ahí, al otro lado.
Pepa

La varicela de los peces

Tengo unos amigos cuyos peces acaban de pasar la varicela. Mi cara de asombro al escuchar que tal cosa existía no tuvo desperdicio. Incluso aún más al escuchar su relato sobre lo que han tenido que hacer para curarlos. Y es que mis amigos me recuerdan día a día la dignidad, el amor y la belleza que se encuentran en las pequeñas cosas.

Después de escucharles pensaba que hay que albergar mucho amor en tu corazón para dedicarle tanto esfuerzo y ternura a unos peces, y una tortuga, y unas ranas y…

Y no hablo sólo de las personas que aman a los animales. Hablo de una actitud. Una actitud que tiene que ver con ser capaz de mirar, con el asombro arrobado que te causa la vida cuando sabes mirarla, del vértigo que te provoca, de ese cosquilleo del sol de invierno en la cara, o la luna que contemplan dos personas al mismo tiempo…de las cosas que hacen que merezca la pena.

Hace falta mucho amor para curar tanto a los animales como a las personas. Y tampoco en este caso hablo sólo de los médicos (que también). El mismo amor que nos hace falta para sanar. Este fin de semana me han/he recordado el difícil y necesario equilibrio entre amarse a uno mismo y amar a los demás. Demasiado amor a uno mismo imposibilita la entrega, demasiada entrega sólo es posible a costa de uno mismo. Ese equilibrio tan sútil, tan difícil y pleno de sentido.

Como los peces. Ni demasiado juntos, ni solos. Nunca demasiada comida, pero alimentarlos. Agua dulce, agua salada…

Como dice mi hijo «hay que saber mirar bien para recordar bien». Es un hombre sabio de casi cinco años. Emplea largas horas en mirar hormigueros.

Pepa

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Aprender a morir

Hace unas semanas escribí ya sobre una de mis experiencias directas con la enfermedad y la muerte: la de los años que mi padre vivió con Alzheimer y su muerte.

Pero sigo creyendo profundamente en las espirales de la vida. De ahí, entre otras cosas, el nombre de nuestra consultoría. Esas espirales que te hacen volver de nuevo a los mismos lugares que ya habitaste, pero de forma distinta. Todo es igual, pero todo es diferente.

Por eso hoy mi blog también avanza en espirales 🙂 y vuelvo sobre la muerte. Mis padres y mi propia experiencia me han enseñado que saber morir es a veces tan difícil como saber vivir, pero igual de importante. En ese «morir bien» se va una parte esencial de nuestra vida, y en ese «vivir bien» se genera ese aprendizaje de la buena muerte.

Y es que hoy he encontrado una maravilla que merece ser compartida. Se llama «El vol de la papallona« («El vuelo de la mariposa») y es un programa que se está emitiendo en las televisiones locales en Catalunya y en el que se aborda directamente la muerte desde perspectivas diferentes. Son videos de apenas quince minutos cada uno a los que podéis acceder en la web. Me ha conmovido profundamente la sensibilidad y trascendencia con la que se ha creado este proyecto. Aquí incluyo uno de los capítulos, el último hasta ahora, no sé si el mejor o no, pero a mí me ha llegado especialmente.

Los videos y la web están en catalán, pero muchas de las entrevistas están en castellano, os recomendaría que hiciérais el esfuerzo, porque lo merece.

En una de las entrevistas, una mujer define maravillosamente lo que yo llamo una «buena muerte». Ella dice «quiero morir sana, consciente, quiero poderme despedir de la gente que amo y morirme con una sonrisa». Hablan de la consciencia sobre la fragilidad de la vida que da la muerte y cómo esa consciencia abre el camino al cuidado del otro, al amor y a valorar cada segundo de tu vida. Morir bien es parte de vivir bien.

Justo lo contrario a otro momento de uno de los videos, donde hablan de «superar más rápido el duelo». El duelo no se supera, se vive, y es justo el no vivirlo y el correr para salir de él lo que nos deja atascados en el duelo. Vivir bien también es llorar, dolerse, sufrir, añorar…esa visión de la buena vida que nos trasmiten como aquella ajena al dolor, en la que tienes todo, no te falta de nada ni añoras nada…En mi experiencia, esa visión es una falacia demasiado dañina.

Y me quedo con otra imagen que utiliza una terapeuta en otro de los capítulos. Dice que la muerte es como el parto. El parto es «dar a luz» se pasa por un canal oscuro para llegar a la luz de esta vida. Ella cree que en la muerte se pasa por un canal oscuro para llegar a otra luz, para nacer a otra dimensión.

Yo también lo creo. Profunda y radicalmente y, en mi caso, sin connotación religiosa alguna, tan sólo como parte de la dimensión espiritual y trascendente de la vida que he vivido. Es lo único que tengo, y lo que puedo ofrecer.

Pero también creo que a morir, como a todo lo demás en la vida, hace falta aprender. Y para aprender hace falta mirarla a la cara, sentarse a su lado y dejar de temblar. Y eso hacen en «El vol de la papallona» El tiempo que pasé y sigo pasando junto a gente que sabe que se muere ha sido y es, junto con el tiempo que paso con mi hijo, el de más calado de mi vida.

En fin, espero que os conmueva tanto como a mí.
Pepa

Pd. He llegado al «Vuelo de la Mariposa« a través de otro blog, el de De mamas & de papas de El País, que ya difundimos desde Espirales y que sigo consultando habitualmente. En la entrada de ese blog de hace unos días he encontrado el enlace a «El vuelo de la mariposa».

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Biodanza y el alma corporal

Llevo más de dos años practicando biodanza. Y cada vez que alguien me pregunta qué es, cómo funciona, siempre me siento limitada para explicarlo. Así que aquí va un video que habla por mí.

Como todas las técnicas, las escuelas y los sistemas, la biodanza tiene sus luces y sus sombras. Pero para mí ha sido un regalo encontrar un lugar donde pude entrar en contacto con mi «alma corporal», esa que de tan escondida a veces olvidamos que existe y nos alimenta. Ese aliento que nos hace humanos, guarda la memoria de nuestro ser y nuestros anhelos. Ese alma desde la que amamos y nos amamos, y a la que tan a menudo rechazamos. En ese alma encontré reductos de mí olvidados y aprendí (y sigo aprendiendo) a honrarlos. En biodanza acaricio ese alma con ayuda de otras personas en un ámbito de seguridad y aceptación. Y desde ahí vivo de otra forma.

Vaya mi agradecimiento a la vida, a Almu por llevarme a biodanza y a David y todo mi grupo (el primero, el segundo y el tercero :-)). Sois un regalo.

Un abrazo,
Pepa

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Escuchando a mi rabia

Espoleada por vuestros comentarios públicos y privados, me animo a seguir poniendo palabras a algunos silencios. Mil gracias por conmoverme tanto.

Seguimos con las emociones prohibidas, con las cercenadas y boicoteadas no sólo por los demás, sino sobre todo por nosotros mismos. Intento dar forma en palabras a todas esas huellas que una caricia o una mirada certeras saben encontrar en ti.

Hablo de mí. De mi rabia, de ese enfado que ni sabía que sentía, del dolor y miedo que se esconden tras ella. Os hablo del engaño, ¡qué gran engaño! que te lleva a creer que si te contienes y no la sacas, si no expresas la rabia, si la controlas y la disimulas, ese enfado desaparece. Pero en eso la rabia se parece a las lágrimas: si no salen, se te pudren dentro.

Qué difícil es distinguir ese límite sútil pero esencial entre respetarse y agredir, entre poner límites, decir «no!» o decir «sí», pero decirlo. Tan diferente de esa sensación de humillación que llega cuando sientes que, una vez más, has traicionado a tu ser.

El alma es sabia, y diseña sus propias trampas. Porque no es lo mismo estar enfadada, que ser consciente de tu enfado. Estar enfadada que sentirse rabiosa. Yo he pasado mucho tiempo de mi vida estando enfadada bajo una apariencia de fuerza, control, incluso serenidad que también eran ciertas, pero sólo en parte.

Porque no lograba sentir esa rabia, no me sentía rabiosa, me sentía triste, apagada, agotada..pero no rabiosa. Por eso podía mantener la apariencia, por eso no perdía las formas, porque a menudo no era ni consciente de estar enfadada. Agresividad pasiva, lo llaman. Esa capacidad de sátira, humillación y desdén, todo en uno, hacia los sentimientos de los demás.

Y lo mejor es que las pocas veces que llegas a sentir la rabia te dices a ti misma que te sobran razones para estar enfadada, y te enfadas sin límite, desmedidamente, y los demás te miran y piensan «¿qué le pasa?» Pero no puedes contestar, porque ni tú misma lo sabes.

Y entonces llega tu hijo. Y te obliga a mirar de frente tu rabia, a sentirla, a aceptarla como parte de ti. Porque es tuya, nada de lo que él haya hecho o dicho merece la rabia. Esa rabia es tuya. Y la miras, y te asustas, y lloras, y te avergüenzas.

Y entonces sí, ahí sale de ti, ahí se va, ahí se cura. Y dejas de sentirte rabiosa. Las cosas pequeñas que antes te sacaban de tus casillas te parecen nimias. Te sientes vulnerable, pequeña y limitada.

Y cuando la rabia llega, la reconoces en tu tripa y te enfadas, ¡qué bueno enfadarse con consciencia! ¡qué bueno ese sentir «me estoy enfadando» o «esto me duele» sin que la emoción se apodere tanto de ti que no respondas de lo que haces o dices! Porque entonces, desde la fuerza que te da esa rabia consciente dices: «basta» o «así no» o «no estoy dispuesta» o «se terminó». Y también dices «te necesito», «no puedo» o «tengo miedo». Y no te sientes culpable, ni mala persona, ni miserable por ninguna de esas frases. Hasta en determinados momentos te sientes orgullosa del límite que has puesto, de haber dicho «no».

Y dejas ir tu rabia para poder mirar tus propias ausencias, tus dolores, esos que se escondían debajo de tanta rabia inconsciente. ¡Cuánto miedo escondido! Porque comprendes que esa rabia la empleaste para cosas importantes. Te fue muy útil porque te permitió sobrevivir. La necesitaste, pero ahora ya no. Ahora ya no hay nada que temer. Y no sólo tu mente, sino tu cuerpo siente que puedes dejarla ir.

Ése ha sido (está siendo) mi camino. Escribirlo es también mi forma de honrarlo. Y quién sabe si es el camino de alguien más.

Y para acabar os envío un pedacito de Jimmy Liao, uno de esos genios que hablan sin palabras. Habla de un pez feliz y de esa rabia consciente de la que hablo, la que te permite no conformarte en una pecera.

Pepa

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El derecho a llorar

Hoy hemos tenido una tarde de esas que se dan con un grupo de madres con hijos de cinco años: un caos, en el que alternábamos frases que intentaban ser profundas y sinceras, con gritos, miradas, llantos, risas, meriendas y corridas en una especie de caos ordenado que nunca llegaré a agradecer suficiente.

Pero en ese caos, cada una de nosotras traía una historia detrás, una historia de lucha, de dolor, de presencias y de ausencias. Y hoy, en medio de ese caos, intentábamos encontrar un hueco para esas penas, para ese dolor. Para ponerle palabras, para honrarlo, para poderlo llorar. Del mismo modo que hoy comía con otra mujer que intentaba honrar su propio dolor o ayer hablaba con una amiga que se siente sola en su dolor. Por todas ellas quiero escribir este texto.

Creo que llorar está prohibido en nuestra sociedad. Como a tantas otras cosas, le hemos dado un lugar prefijado, le concedemos unos minutos, un tiempo, y sólo en determinadas situaciones donde consideramos justificado el llanto: se te ha muerto alguien, has tenido un accidente, estás enfermo, te has divorciado…Pero no más y no demasiado largo. Porque hay que «estar bien», hay que «salir adelante», hay que «seguir» y todo eso parece incompatible con el llanto.

¿Podemos llorar y ser felices al mismo tiempo? Muchos nos dicen que no. ¿Podemos honrar nuestros dolores, concediéndoles tiempo en nuestras conversaciones, en nuestros amores, en nuestra amistad, o en el tiempo compartido? Muchos nos dicen que no. Porque a partir de un determinado momento las lágrimas son mal recibidas, resultan molestas, porque recuerdan la vulnerabilidad, la fragilidad y desarman a quien las mira impotente. Porque no sólo quien llora se siente impotente, también se sienten así aquellos que aman al que llora, que se encuentran desarmados para el consuelo.

Todos lloramos en soledad, a escondidas, en nuestra cama, en el baño, cuando los niños no nos ven, cuando nuestra pareja no se entera. Lloramos cuando tenemos la certeza de no molestar y de que no vamos a ser censurados. Las lágrimas pertenecen a nuestra intimidad. Pocas veces lo hacemos en público, sólo en los rituales, en determinados momentos, o con una buena excusa. Hay personas que lloran más fácilmente aunque las vean y dicen de sí mismas como excusándose que son muy «lloronas».

Cuando pierdes a alguien que has amado se te concede un tiempo para llorar, es el «duelo» como lo llaman, y para darle forma a ese duelo se construyen rutinas: entierro, funerales, llamadas, mensajes, esquelas…rituales desde los que se da forma a ese dolor. Pero luego llega el silencio. El teléfono deja de sonar, los amigos empiezan a aburrirse de que sigas queriendo hablar siempre de quien se ha ido, tu pareja, tu madre o tantos otros te animan y te dicen «ya pasó, hay que seguir adelante, sal por ahi, diviértete». Te dicen «todo va a salir bien» cuando para ti ya nada saldrá bien, porque esa persona ya no está y tú no quieres que el mundo siga sin él o sin ella. Te preguntas cada mañana cómo la gente sigue ahi, cómo las calles están despiertas, cómo es posible que la vida no haya parado y cómo puedes tú seguir.

Y los días pasan, y los meses pasan, y ya nadie quiere seguir hablandote de quien se fue. Porque reabre la herida, porque te hace llorar. Y tú sigues sintiendo que esas lágrimas son también tu espacio para seguir junto a él o ella, que lo necesitas, que es parte de ti, que quieres contar mil historias para que no se borren de tu memoria, ni de la de los tuyos, para que la gente no la o lo olvide, para que siga vivo en la memoria tuya y de los que amas. Por algo lo dijo Salinas «el dolor es la última forma de amor».

Y el agujero de su ausencia no disminuye, sólo poco a poco se hace soportable, deja de sangrar, como las heridas. Y llega un día, al cabo de mucho tiempo, que la o lo recuerdas sin llorar, que ya no estás enfadado con ellos por haberse ido, ni con el mundo por no recordarles, ese día increíble en que te encuentras riéndote de verdad como no recordabas haberlo hecho hace mucho tiempo: riendo con el corazón. Aprendiste a vivir con su ausencia, a seguirlos amando sin verles, ni tocarles, ni abrazarles. Y aún así, hay días, cada vez cada más tiempo, en que algo te hace llorar: un olor, una palabra, un lugar, o un aniversario…una cosa tonta que maldita la hora, piensas, en que llegó. Pero incluso eso pasa, porque llega un día en que las cosas que te los recuerdan se vuelven valiosas, los lugares en los que compartiste momentos se vuelven únicos, donde la persona que se ha ido surge de forma natural en las conversaciones sin generar un silencio incómodo y donde la lágrima se vuelve sonrisa melancólica.

Pero eso es al cabo de muuucho tiempo, y sólo llega si has podido llorarlo. Un tiempo diferente para cada uno. El tiempo para decir adiós y aprender a vivir sin esa persona, aunque esa persona ni siquiera hubiera nacido, porque como decían en este video, los abortos son uno de los grandes tabúes de la maternidad en nuestra sociedad. El dolor de los hijos que se fueron sin llegar a nacer, y que no por eso dejaron de ser hijos. Para esos ni siquiera hay rituales.

Pero si no lo lloras, esas lágrimas se pudren dentro de ti, y la herida no se cierra, y aprendes a temer tus propios recuerdos, a evitarlos, a correr mucho para no recordar, a no volver a algunos lugares, a no tocar sus cosas. Huir es la primera tentación, hasta que te das cuenta de que por mucho que corras, los recuerdos van contigo. Y por eso, si no has llorado, debes correr, y no parar, y no pensar. Porque cuando paras, el dolor vuelve a vencer. Y crees que si lo tienes bajo llave, bajo control, pasará, lo vencerás. Pero el alma tiene sus tiempos y sólo cuando miras a la cara a tus fantasmas, a tus dolores, cuando los honras llorándolos, ese dolor pasa, sale de ti para no volver. Y vuelves a respirar hondo, y a no sentirte culpable por estar vivo y por ser feliz.

Ya lo dice el libro de Job, «hay un tiempo para cada cosa bajo el sol, un tiempo para reir y un tiempo para llorar» Y yo me pregunto, dónde hemos dejado en nuestra sociedad el tiempo para llorar? ¿Por qué corremos tanto para evitar nuestras propias lágrimas? ¿Por qué censuramos las de los demás? El dolor no se agudiza por llorar, al contrario, se alivia porque se expresa, del mismo modo que hay palabras como «te quiero» que no pierden significado por mucho que se digan, si se dicen de verdad. Tenemos derecho a llorar nuestros dolores para poderlos sanar, derecho a pedirles a quienes amamos que nos lo permitan y nos den cobijo para ello tanto cuanto tiempo necesitemos, tenemos la responsabilidad de ofrecer el tiempo y el lugar para que quienes amamos lloren cuanto necesiten.

Hace falta crear lugares de cobijo, tiempos y espacios en los que cada uno encuentre su propio tiempo para llorar. Hace falta acompañar en silencio, generar rituales que digan a la persona: «Si hoy quieres llorar, estoy aquí, si hoy quieres reir, estoy aquí. No te sientas obligado a mantener el tipo». No se trata de si algo está bien o mal sino de que las cosas hacen bien o hacen daño. Y la persona debe poder sentirse suficientemente amada y respetada en sus tiempos para que las lágrimas le hagan bien y al contrario, las lágrimas no lloradas no la dañen. Amar es estar ahí también en el dolor, no imponer mis tiempos y mis ritmos fruto de mi ansiedad, de mi preocupación, de mi necesidad de que el otro esté «ya bien», «pase página» o «se recupere». Porque las buenas intenciones a veces esconden nuestros propios miedos.

Llevo mucho tiempo trabajando con niños y niñas en situaciones de duelo muy diversas. Recuerdo uno de mis primeros trabajos en una unidad de niños y niñas con VIH. Fue hace mucho tiempo y la enfermedad tenía otro significado. Me contrataron para comunicarles el diagnóstico a los niños y niñas y conseguir su adhesión al tratamiento, mi trabajo acabó convirtiéndose en contarles a las familias y/o educadores que los niños ya lo sabían pero que hacían como que no lo sabían porque sabían que en su entorno era un problema hablar de ello. Y lo más importante que esos niños y niñas necesitaban era alguien que les tomara de la mano, y no les dijera «todo va a salir bien» sino «pase lo que pase, estaré a tu lado. No tengas miedo. Puedes llorar, gritar o callar, no me moveré de aquí»

No hay una regla, no hay un solo tiempo, cada persona tiene sus tiempos y sus momentos. Y amar es también amar los vacíos de las personas que amamos, sus lágrimas y lo que esas lágrimas nos dicen de ellos.

Pepa

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Lo que aprendí del alzheimer

La semana pasada fue la semana internacional del Alzheimer, y yo tenía pendiente hace tiempo ya ver una película que estaba segura de que me iba a doler en el alma: «Bicicleta, cuchara, manzana«. Es la película que rodó Carles Bosch relatando el comienzo de la enfermedad en Pascual Maragall.

Y me dolió, ya lo que creo que me dolió. Pero precisamente por eso quiero escribir sobre ella. O más bien sobre mi padre. Mi padre, nuestro padre, murió con 89 años después de vivir ocho años con Alzheimer.

Recuerdo tantas cosas de esos años, y tantas otras que he querido olvidar. Cuando escuchaba a los hijos de Maragall en la pelicula, sus miedos, ese miedo terrible a cruzarte con tu padre por el pasillo de casa y que no te reconozca, que te mire con ese rostro vacío y en parte asustado de quien está más fuera del mundo que presente. Yo lo viví.

Les comprendí perfectamente cuando hablaban de ese eterno dilema entre protegerle e intentar conservar su autonomía el mayor tiempo posible. Preservarla porque él la exigía y porque la merecía y porque sabías que todo aquello que perdiera nunca volvería a recuperarlo. Eran como pequeños pedacitos de su vida que veía que se le escapaban de entre las manos. Lo veía él y todos los que estábamos con él. Protegerle como dicen en la película de «volverse una caricatura de sí mismo»

Los primeros años fueron los más duros para mí, porque aunque la pérdida era lenta y paulatina y los tiempos conscientes casi todos, al mismo tiempo él era plenamente consciente de ese proceso irremediable, y le provocaba una gran angustia. Evaluaba su vida una y otra vez, se aferraba a sus recuerdos y luchaba contra esa pérdida de control y autonomía sobre lo cotidiano: no acordarse de dónde colocaba sus amados libros, no saber el nombre de la persona que le había saludado por la calle, no poder volver a casa desde la cafetería donde a menudo iba a tomar el vermut, tener miedo a salir solo…todo un proceso lento, inexorable, desesperanzador.

Recuerdo muy bien el momento en que la angustia desapareció, en que mi padre aceptó la enfermedad y su propia muerte, dejó de rebelarse para concentrarse en vivir cada día, fue entonces cuando empezó a dejarse ayudar hasta en lo más básico.

Los años de después, cuando él ya estaba más fuera que en este mundo, cuando le veías leer el periódico con las páginas boca abajo o permanecer en la misma página durante dos horas, completamente ido, cuando su mayor placer era bajar en silla de ruedas al parque a sentir la luz del sol en su cara y ver a la gente pasar y a los niños jugar, cuando la mayor parte del tiempo compartido era un largo silencio, cuando el padre que habías amado y seguías amando era un ser necesitado, pequeño y frágil. Como lo somos todos en realidad, sólo que en él, en esos últimos años, era algo que no se podía esconder ya.

En todo ese tiempo su mente se fue yendo, pero era algo sorprendente, algo curioso, porque de vez en cuando, de forma inesperada, había momentos de una lucidez pasmosa, momentos, frases, miradas, que eran como una luz en un tunel, una claridad inmensa, y en ellos te ofrecía su amor y su sabiduría en su totalidad. Eran como momentos suspendidos en el tiempo, y te agarrabas a ellos, y pensabas «a ver si vuelve otro como éste».

Uno de mis recuerdos de luz especiales ocurrió apenas un año antes de su muerte, un día en el mirador de casa, cuando de repente volvió de donde fuera que estuviera ido y comenzó a preguntarme por mis viajes, por los lugares donde había estado y cuál me había gustado más y luego, como si nada, me preguntó si había visto a mi madre por ahí. Cuando le recordé que ella había muerto, él me dijo «¿Ves cómo estoy?» y yo le dije «Miralo de otro modo, vas a ser el primero en verla de nuevo», a lo que me contestó «Es cierto, nunca lo había pensado, bien mirado es un privilegio». Estos momentos de milagro siguieron sucediendo esporádicos, inesperados, benditos hasta su muerte.

Y en todo ese tiempo, en aquellos años hubo cosas que nos salvaron, cosas que preservo como fundamentos de mi vida. Y son esos los que quiero compartir hoy.

El amor, nos salvó el amor. Mi padre nunca dejó de besarnos, abrazarnos y decirnos que nos quería hasta su último aliento, y cuando no podía hablar, me miraba arrobado durante tiempo y tiempo mientras yo le acariciaba. El amor nos daba lucidez donde no la había.

La risa. Maragall dice con ironía en un momento impagable de la película cuando le están grabando entrando en su oficina «ha ido muy bien la escena porque me han filmado que me equivocaba dos veces». Nosotros, nuestra familia nos reímos hasta el final, mi padre fue capaz de conservar la ironía, ese saberse reirse de la enfermedad y de sus miedos hasta el final. En las situaciones más disparatadas, cuando pasaba la primera angustia llegaba siempre la risa, el comentario, la mirada, su propia risa…algo que rompía el miedo agarrotado, que lo deshacía devolviéndonos a todos, no sólo a él, la dignidad que parecía esfumarse por momentos.

Nos salvó su inteligencia. Y más allá de su inteligencia, su cultura, su mente de hombre cultivado desde siempre. Mi padre era un hombre brillante y siempre quiso saberse retirar a tiempo. Él siempre mencionaba la frase con la que un juez italiano que llevaba casos de la mafia presentó su carta de dimisión. La carta decía «retirenme porque están llegando a mi precio». Mis padres, los dos, me enseñaron que saber morir dignamente es a menudo tan dificil como saber vivir. En la película se ve como Maragall y su familia dudan respecto a dónde poner el límite a su actividad pública, que no sea demasiado tarde pero tampoco antes de tiempo. Lo recuerdo como una de las cosas más difíciles de la enfermedad de mi padre. Ese límite ¿Dónde lo pones? ¿Cómo saber si es el adecuado? Pero su inteligencia fue la que le permitió leer hasta el final, incluso cuando ya no leía se ponía con el periódico cada mañana, escuchaba música y conversaba.

Nos salvaron Maria Pilar y sus manos maravillosas primero, que mantuvieron el tono muscular de mi padre y todas las personas que nos ayudaron en sus cuidados después, Ana Isabel y las demás, y por supuesto sus médicos. Hace falta mucho amor,humanidad y dignidad para saber amar y acompañar a cualquier persona hasta el final, pero un poco más si cabe en una enfermedad como el alzheimer. En la película la mujer de Maragall habla de su enfado, de su impotencia, de su cansancio, sobre todo de su cansancio. Todo eso lo conocimos nosotros, pero todo se hizo llevadero gracias a ellas.

«Bicicleta, cuchara, manzana» es un canto a la vida, un canto al valor de las mentes y los espíritus que esta enfermedad hace desaparecer, o quién sabe, alomejor sólo lleva a otro estado. Habla de la dignidad, de esa opción en la que Maragall insiste tanto de no esconderse, de no considerarse como secundario en su propio final. Habla de la esperanza. Él dice en la pelicula algo que estremece, dice «esta enfermedad se vencerá, lo malo es que nosotros ya no lo veremos» mientras abraza y acaricia a ancianos en estados mucho más avanzados de la enfermedad. ¿Qué tiene que sentirse al ver delante lo que sabes que vas a ser tú en un tiempo corto?

Vedla, él lo merece. Mi padre lo merece. Y todas las personas que como ellos no conocerán la cura. Y también los que la conocerán.

Éste es el trailer de la película para que podáis haceros una idea:

Y aprovecho para hacerme eco de una iniciativa que ha llegado a mis manos hoy y que ha acabado de decidirme a escribir este post. Se llama El Banco de recuerdos y es una de las campañas e iniciativas más hermosas que he visto en tiempos: delicada, honesta y hermosa. Y al mismo tiempo sirve para recaudar fondos que hagan posible esa cura. Dejad uno de vuestros recuerdos, o apadrinad los de mi padre, o los de Maragall, o los de todas y cada una de los millones de personas cuyas mentes ya no están sino en nuestra memoria.

Recordarles incluso cuando ya olvidaban, qué paradoja!

Pepa

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Cuídame

No se me ocurre una forma de decirlo mejor 🙂 Menudos dos poetas, juntos son un peligro 🙂

Espero que os emocione tanto como a mí. Gracias, Almu.

Pepa

 

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