Parte de la «mentira» narrada y legitimada sobre el amor es que una vez encontrado, no muere, que lo difícil es encontrar a alguien que te ame y que ames, pero que después el amor hará el resto. Es el «the end» de las películas, el final de película. Ése que nos han educado para buscar. Ése que todos nosotros, de una forma más o menos consciente, seguimos buscando.
Con el tiempo voy aprendiendo que hay varias cláusulas no escritas a ese «contrato de amor». Todas y todos cuantos conozco y que viven en una buena pareja (conozco muchos que viven en pareja, pero no tantos que viven en una buena pareja) describen una certeza común: la de que cuando se conocieron, supieron que era la persona. Todos lo describen: esa sensación de haber sabido que aquella persona era diferente, que era «la» persona.
No quiero escribir hoy sobre si hay una o varias «almas gemelas», ni sobre si lo que a mí me parece una buena pareja lo sea siquiera de verdad, porque quiero ir algo más allá.
Y es que no sólo basta con conocer a esa persona, ni con que te corresponda. Hay que coincidir en el momento. A veces conoces a una persona por la que sientes esa clase de certeza pero te encuentras en el momento equivocado en el lugar equivocado, y has de dejarla ir. Y te han de dejar marchar. A veces hay grandes amores que sencillamente no acaban juntos. El mejor ejemplo de película que se ha contado sobre esos grandes amores para mí es «Los puentes de Madison». Qué regalo tener al señor Eastwood en este mundo.
Pero cuando funciona, cuando puedes optar por quererla y que te quiera, cuando la magia o la vida o lo que quiera que sea lo hace posible, aún hay una segunda tarea de la que nadie habla: el DESPUÉS.
Estos días tengo el asombro privilegiado y conmovido de asistir a la narración de un amor que ya dura dieciseis años. Los conozco mucho más longevos aún, tengo referentes en mi vida de amores de sesenta años, de buenos amores que siguen acariciándose y abrazándose y mimándose y riñendo sesenta años después, generando una complicidad que nos deja fuera al mundo entero.
Pero esta narración de este amor de dieciséis años, aparte de a un silencio conmovido y agradecido, me ha llevado a recordar una frase que me dijeron hace muchos años, que era «hay que querer querer».
Porque lo más difícil no es amar, ni ser correspondida, ni coincidir en el momento adecuado…lo más difícil es seguir amándose dieciséis años después. Preservar ese amor que une, que construye, que alimenta, que da sentido a una vida. Hacerlo florecer, y con él, a las personas que lo viven, porque como dice un amigo mío siempre «no soy yo la fuerte, ni eres tú la fuerte, es el amor que no une el que nos hace fuertes».
Así que dieciséis años después:
- Cuando ya conoces cada pequeño detalle del otro.. ¿Dónde encontrar la capacidad de sorpresa y asombro?
- Cuando ya conoces cada poro de su piel..¿Cómo encontrar la forma de excitar y ser excitado?
- Cuando la rutina y las obligaciones van llenando las horas del día…¿Cómo encontrar el tiempo para el erotismo, para la ternura, para la comunicación, para la emoción?
- Cuando los proyectos de vida de cada uno, las evoluciones personales te llevan a veces a caminos diferentes..¿Cómo preservar el lugar donde encontrarse, el espacio común?
- Cuando los hijos llegan, y aparte de llenar tu tiempo y multiplicar tus afectos, te enfrentan a veces a partes de ti y del otro que no te gustan, que no suscribes o incluso que te enfrentan…¿Cómo generar un proyecto común que no sea el mío ni el suyo sino el de ambos?
- Incluso cuando ya conoces cada miedo y temor del otro…¿Cómo no caer en la tentación de utilizarlo?
- …(aquí que cada uno añada lo que quiera, porque la lista es larga, serán bienvenidos añadidos a este listado en los comentarios :-))
Porque los buenos amores no parecen resentirse de las grandes pruebas. Muy al contrario, se crecen en ellas. Es en esos momentos de dolor, de sufrimiento o de angustia donde ese amor que les une les hace fuertes. El peligro no viene de los grandes dolores sino del día a día, de la rutina, de lo ya sabido, lo ya sospechado, lo ya dicho.
Así que estos días más que nunca me doy cuenta de que los grandes amores, y en esto incluyo no sólo a la pareja, aunque haya hablado sobre todo de ella, sino a los hijos, a los amigos, su mayor prueba no es gestarse, encontrarse sino SEGUIR AMÁNDOSE, permanecer y perseverar. Seguir optando por el otro, por amarle y por cuidarle, por ser amado y por dejarse cuidar.
Mi reconocimiento y mi admiración a todos los que lo logran cada día. Esos milagros, justo esos de los que poca gente habla o escribe, son los que hacen que este mundo sea un lugar que merece la pena vivirse.
Pepa