Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Soy árbol

Ya lo avisé. Cumplo 40. Y los números redondos parecen una mejor excusa para celebrar. Pero también conté aquí hace tiempo que yo había decidido celebrar en la vida. Como opción. Como apuesta. Como forma de estar en el mundo. Como agradecimiento.

Así que voy a celebrar a lo grande. Mi red de amor se ha volcado conmigo para hacer realidad mi deseo de los 40, que no era otro que estar rodeada de su amor. Y yo voy a llorar conmovida.

Llorar es algo que tardé mucho en aprender a hacer en público. Durante mi infancia sólo lloraba en los brazos de mi madre o en mi cuarto o en el baño de casa de mis padres a solas o cuando me caía y me había hecho tanto daño que no podía controlarlo. Como me contó una vez una amiga del cole de niñas, así sabía ella que tenían que avisar a la monja. Si lloraba, es que me había hecho mucho daño y había que avisar. Esa era yo.

Pero de eso hace mucho. O quizá no hace tanto, pero lo suficiente como para que yo sienta ya aquellos tiempos en que no sabía o podía llorar en público muy lejanos. Seguí siendo durante mucho tiempo la niña, la adolescente y la mujer que raramente lloraba en público. Siempre fuerte. Siempre segura. Siempre con miedo.

Hasta que aprendí a llorar en público. Lo hice con la muerte de mi madre, y luego de mi padre. Lo hice con mi enfermedad, ¡cuántos años han pasado ya!. Lo hice por amor. Lo hice en el trabajo por desgarro o impotencia ante todo el dolor que no puedes paliar o evitar, y también en los años aquellos en los que hablar en alto y no en corrillos te dejaba a la intemperie, y la intemperie en una oficina puede llegar a ser axfisiante. También lloré de ataques de risa. Mi risa es estruendosa y contagiosa, y cuando estalla no puedo ni quiero contenerla. Pero sobre todo lo hice como madre. Y a partir de ahí, ya pude llorar ante mi hijo, ante mi familia, ante mis amigos o ante mis parejas.

Y ocurrió que llorar es como decir «te quiero». Cada vez tiene un significado nuevo. Cada vez es diferente. No se gasta. Si me apuran a veces es incluso más profundo. Y lo curioso, el regalo increíble es que cuanto más lloré, más en paz llegué a estar. El tormento se fue yendo, disipando, tomando forma con cada lágrima. Lloré y lo dejé ir. Y lo hice ante quienes estaban junto a mí. Hasta que un día mi llanto dejó de ser desconsolado para ser silencioso, conmovido, abrumado o gozoso, según tocaba. Pero no atormentado ni desconsolado.

Así que este domingo, cuando celebre mis 40 rodeada de amor, lloraré. Y no por opción. Sino sencillamente porque no querré ni podré evitarlo. Pero lo haré desde una paz que no creí posible. La paz que llegó al dejar de tener miedo.

Hoy pensaba y hablaba sobre todo esto cuando me han pedido en un ejercicio que plasmara en un dibujo un objeto que me representara. He dibujado un árbol. Un árbol grande, con sus ramas cargadas de hojas, algunas de ellas las he resaltado con plastilina, con un sol cuya luz se colaba entre sus ramas, y con una ardilla en una de sus ramas.

En el curso hablábamos sobre cómo nuestra identidad se configura desde la información que la gente que amamos nos proporciona sobre nosotros mismos. Como si fueran un espejo. Siendo en realidad nuestro espejo, sobre todo de niños. Nuestras figuras vinculares, como las llamamos los psicólogos, las personas que amamos y de las que dependemos cuando somos niños fueron nuestros espejos. Y lo que vimos en ellos fue la base para crear la idea que tenemos de nosotros y las expectativas que esta idea genera.

A mí siempre me devolvieron la imagen de un árbol. Un árbol fuerte, sostenedor, que cobija y crea vida, que ampara en sus ramas todo un universo. De hecho, los árboles son lo que más me gusta de la naturaleza junto con el mar (no me resisto a poner una foto de los árboles de Soria, los que más amé de niña).

Los árboles reflejan para mí algo muy íntimo, esa dignidad de quien crea y cobija, de quien sostiene y es arraigado y habitado. Cuando elegí mi casa, la elegí porque desde todas sus habitaciones se ve un parque lleno de árboles. Es como no vivir en Madrid pero viviendo aquí ;-). Entré y dije: «éste es mi sitio». Los miro a través de mi ventana mientras escribo esto. Como dijo mi hijo ayer por la mañana «qué bonito es nuestro parque, mami». Porque es nuestro parque, son mis árboles, aunque suene tonto nombrarlos así.

Durante años me rebelé contra mi «ser árbol». Dije «¡No! Soy vulnerable, me siento pequeña, quiero que me cuiden, no quiero que la gente me vea como fuerte,¡no lo soy!». Desconcerté a mucha gente, mis relaciones se transformaron, aprendí a llorar en público, a pedir ayuda, a contar mis miedos, a contar mis dolores más antiguos…¡aprendí tantas cosas que cambiaron mi forma de estar en el mundo! La gente empezó a decir que me veían «blandita», ¡cómo me gusta esa expresión!: blandita. Más humana, dijeron. Más vulnerable. Más pequeña.

Pero tampoco aquello era toda la verdad. Porque sí lo soy. Soy un árbol, me reconozco en el árbol que he elegido hoy. Pero eso no significa no necesitar. Los árboles necesitan luz, y agua, y raíces, y a los animales que los habitan, y al viento que los limpia. Los árboles los parten los rayos (¡Y cómo duelen los rayos de la vida!) y se queman y necesitan sentir que pertenecen a un bosque. Pero siguen siendo contenedores, y generadores de vida, y hermosos. Y permanecen.

Así que a mis 40 casi cumplidos, lo digo con paz: soy un árbol. Soy fuerte y vulnerable. Necesitada y contenedora. Soy hija y soy madre. Y sobre todo soy mujer. Es lo que soy. Contendré cuando pueda, doy vida a diario, pediré sostén al agua, al sol, a la tierra…a quien haga falta. Porque sola no puedo ni quiero vivir. Nunca quise. Sólo que entonces estaba demasiado asustada.

Ya no. Y me gusta esta sensación maravillosa de sentarse bajo un árbol, descalzarse (como hicimos este domingo en el retiro) y sentir la tierra húmeda bajo mis pies.

Gracias a todos y cada uno de los que fuisteis y sois mis espejos. Los que estáis aquí y al otro lado de la vida. Este escrito y mis lágrimas agradecidas de los 40 van por vosotros.

Pepa

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Transformar la belleza y el alma

Estos días han estado llenos de pequeños grandes acontecimientos, de esos que transforman el alma. Van algunos:

Mi hijo ha sacado su primer diez.

Y otro día le dijo a su madrina «Si quieres tener a alguien que te quiera de verdad, ten un hijo. Él te querrá, como yo a mami»

Y otro a su tía «No te arrugues, no te me vayas a morir»

Uno de mis sobrinos ha cumpido 18 años. Radiante, enamorado y con esa sensación de todo por delante. Y todo el orgullo de sus padres y de su tía.

Y hoy una familia con dos niños acogidos con discapacidad severa, cuando les he preguntado por qué los habían acogido, me han dicho: «Porque si dices que sí, te llenas de felicidad, y si dices que no, se te queda una tristeza dentro del corazón que ya no se va»

Y además salió el sol. Al fin, tanto sol fuera como lleva brillando unas semanas por dentro de nuestro hogar por varias razones:

Porque mi hijo empieza a ver belleza en sus puntos, como el de este video que me han enviado y me ha hecho llorar. Gracias, Jacobo.

Porque hemos renovado Espirales CI de una forma mágica como la vida, y llena de sentido. Con dos personas increíbles. Y es, si cabe, aún mayor privilegio.

Y porque dentro de muy poquito cumplo los 40 con más paz interior y amor rodeándome del que pude soñar.

Espero que el video os guste y os llene de sol.

Pepa

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Qué educación quiero para mi hijo

La educación es uno de los ejes que sirven para dar coherencia al relato mi vida. Explica mi forma de ser y de actuar a lo largo de los años.

No sólo por la familia en la que crecí, con unos padres de una riqueza cultural, humana y educativa fuera de lo común. Me acuerdo, por ejemplo, de las comidas de mi infancia. Ese momento en el que no sabías el significado de una palabra y tus padres te decían: «búscala». Y entonces te girabas sin moverte de la silla, porque a tu espalda, a unos centímetros de ti cogías el tomo de la enciclopedia correspondiente y buscabas el significado de aquél vocablo. Podías hacerlo porque el hogar de mis padres era un hogar cuyas paredes estaban cubiertas de libros. Y no es una expresión simbólica, sino literal. No había paredes más que en la cocina y en los baños. Los pasillos, nuestras habitaciones, el salón, la entrada…todo eran libros del suelo al techo, además de armarios, juguetes y cosas de casa. Justo ayer le explicaba a mi sobrina en qué consistía uno de los trabajos de su abuelo, aquello de «crítico literario».

Así que el conocimiento, la búsqueda, la educación y la cultura fueron, para bien y para mal, parte de mi infancia. Lograron inocularme el gusanillo de la curiosidad, la lectura, el afán por saber, el cuestionamiento personal constante, la conversación sin límite, la ironía…todo un universo que se podría resumir en la NECESIDAD DE APRENDER.

Luego llegaron mis opciones personales. Pensé estudiar pedagogía y luego psicología, pero a última hora cambié el orden, y empecé psicología con la intención de estudiar después pedagogía. Nunca lo hice. Pero durante mi licenciatura me preparé para hacer un doctorado y dar clases en la universidad. Y la vida, siempre tan inesperadamente maravillosa, me llevó a dar clases en universidades de distintos países, pero no como profesora ni teniendo una tesis doctoral. Todo un camino profesional que me llevó a la NECESIDAD DE ENSEÑAR.

Y para rizar el rizo, llegó mi hijo y me hizo madre. Y entonces la educación reapareció en mi vida de una forma muy diferente. Ya no se trataba de enseñar, sino de formar una personita, de acompañarle en el camino de su vida, de aprender de él y transformar mi ser desde mi IDENTIDAD DE MADRE.

Y en ese proceso, tomé contacto con el sistema educativo como madre, no sólo como profesional. Tenía claras cuáles eran mis opciones de vida para criar a mi hijo, ya las he contado en otros post: el amor, la alegría y el valor. Pero y del sistema? Plantearse no sólo en genérico que me gustaría que el sistema educativo brindara a los niños y niñas, sino mucho más visceral: qué quiero del sistema para mi hijo.

Este fin de semana he tenido una de esas conversaciones «marca Horno» con mi hermano y un amigo suyo en la que les contaba cuáles eran las cosas que quería que formaran parte del proceso educativo de mi hijo. Y al acostarme pensé que merecía la pena contarlas aquí.

Lo primero que quiero para mi hijo es que SE SIENTA AMADO. Quiero que se levante y se acueste con la certeza absoluta de ser amado. Y no porque se lo plantee, o lo sepa, sino porque lo sienta, porque el amor sea para él una vivencia cotidiana innegable tejida de besos, abrazos, palabras, caricias, límites y tiempo de entrega.

Comentábamos en la conversación que para muchos esta primera dimensión se da por hecha, parece obvia cuando se trata de los hijos. Pero mi experiencia en los talleres habla de que es una tarea mucho más pendiente de lo que parece. Muchos padres y madres quieren a sus hijos, pero no logran que ellos se sientan queridos. Porque para lograrlo hace falta tiempo, sutileza, presencia, pero sobre todo creo que hace falta dos cosas primordiales: no tener miedo a mostrar la propia vulnerabilidad y tener una experiencia propia de haberse sentido amado.

Y en ese sentirse amado meto un elemento esencial, que es el disfrute, el placer y la risa. Quiero que el proceso educativo de mi hijo en casa y en su escuela le haga disfrutar, reír, gozar, y preguntarse cuántas sorpresas más podrá descubrir como aquellas. Quiero que la colcha guatemalteca que compré para su cama cuando estaba esperando llene de colores su vida, que la luz del ventanal de su habitación le lleve el sol a su cara, que las canciones que cantamos y bailamos cada mañana se le queden dentro…porque ésa es la base de la alegría. Sentise amado para mí no es sólo sentirse amado por las otras personas sino también por la vida. Sentirse mimado por la vida.

Después, quiero que mi hijo sea capaz de ADAPTARSE AL CAMBIO Y A LA DIFERENCIA. Espero ser capaz de criar un hombre con apertura mental, que sea capaz de integrar visiones diferentes del mundo: culturales, religiosas, sociales, individuales. Que se dé cuenta de que nuestra forma de ver la vida, la suya y la mía, no es más que una de las posibles, ni la mejor, ni la más válida, sólo una de ellas, la que él elija y asuma como propia. Un hombre capaz de viajar, de comer y dormir en cualquier lado, de contemplar con asombro y agradecimiento cada novedad que la vida le traiga, que tenga curiosidad, que escuche arrobado, y no desde el rechazo o el miedo, cuando alguien diferente le muestre su intimidad…

Estoy convencida de que ésa y no otra será la clave para los adultos de este siglo XXI, la capacidad para integrarse en diferentes contextos sociales, geográficos, culturales o económicos. No sólo en el ámbito personal, sino en el laboral el mundo al que vamos demanda de mi hijo esa capacidad. Y yo siento que el mundo es grande y hermoso y conocerlo y vivirlo un privilegio que no podemos perdernos cuando tenemos la oportunidad de hacerlo. Hay millones de personas que no tienen esa oportunidad. Pero sobre todo honrar agradecido las diferentes oportunidades que te va dando la vida.

Pero esa capacidad de adaptación se aprende, otra vez más, a través de la vivencia. Intuyo que es difícil aprenderla haciendo las mismas cosas todos los días en los mismos sitios y a la misma hora. Educamos a los niños en el miedo: no salgas, no hagas, no te arriesgues, y si…Hacemos maletas enormes para cada mínimo viaje basadas en el «por si pasa eso, por si necesito aquello» y al final vuelven intactas, sólo que han condicionado nuestra forma de vivir.

La tercera es la CAPACIDAD DE ESFUERZO, de trabajo, de estructura, de disciplina, pero no de la de fuera, sino de la interna. Quiero que mi hijo sea un hombre que cuando desee algo, trace un plan para intentar lograrlo, que no se resigne a no lograrlo o se conforme. Quiero que pueda resistir el dolor cuando llegue y sepa buscar la ayuda de los demás cuando flaquee, porque siento sin duda que ésa es la verdadera fortaleza interior: saber pedir ayuda a tiempo. Quiero que mi hijo sueñe, pero no sólo con la meta final sino con el disfrute del camino.

Porque sé lo cruel que puede ser la vida, sé cuánto puede llegar a doler y a golpear. Por eso sé que hay que saber gozar el disfrute del que hablaba cuando hablaba de sentirse amado, pero también hay que poder atravesar el desierto del sufrimiento cuando llega. Porque si no, mueres en él, parte de tu alma sucumbe y deja heridas con las que la gente se acostumbra a vivir siempre.

Y por último, quiero para él CONOCIMIENTOS. Claro que quiero que mi hijo aprenda a leer, o a sumar o multiplicar. Pero porque leer es un placer (yo me siento amada por los escritores que escriben historias maravillosas que alimentan mi alma, o por los pintores, o los artistas), porque te abre la mente, te lleva a viajar a lugares que nunca pudiste imaginar, te enseñar a soñar, y también te enseña a esforzarte, porque tienes que ir letra a letra, palabra a palabra, frase a frase. No hay manera de saltarse renglones si de verdad quieres conocer la historia completa. O sumar o restar, pues claro que quiero que mi hijo pueda prestar y devolver, pueda recibir, pueda pagar con dinero o sin él, pero pueda aprender la reciprocidad, que es un elemento clave de las relaciones humanas que se plasma de una manera curiosa y extraña en las matemáticas.

El saber, el conocimiento te transforma. Como me dijeron una vez hace mucho tiempo: «sólo hay dos cosas que no tienen remedio: la muerte y saber algo, porque cuando lo sabes ya nunca puedes hacer como que no lo sabes» Pues es algo así, el conocimiento transforma. Y como madre, lo quiero para mi hijo.

Y seguro que hay más cosas que quiero para él. Pero en estos momentos en los que se está debatiendo una nueva ley de educación que se estructura en torno al presupuesto de que la educación tiene que preparar para la libre competencia…pienso, cada vez con mayor diafanidad porque a la perspectiva de profesional se une la experiencia de madre, que estamos equivocando el rumbo. Todo lo que acabo de escribir queda en gran medida fuera del sistema. Y es en ese sistema en el que mi hijo va a crecer.

Y a mí tan sólo me queda mi margen revolucionario de madre. Ni más ni menos. Como escribí en mi entrada anterior: un margen pequeño pero diáfano. Sin olvidar que no tiene más valor que ser el mío.

Pepa

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Los ojos de la guerra

Aprovecho la tranquilidad de las vacaciones para ponerme al día de pendientes. Entre ellos, hacerme eco de este documental «Los ojos de la guerra«. Lo vi el otro día en TVE, y lo tenéis disponible completo aquí.

Inserto aquí el trailer para que os podáis hacer una idea.

¿Por qué lo envío?

Primero, por mi deuda con la «zona oscura» de la que habla Gervasio Sanchez en el documental. Esa que les queda a los que van a la guerra. Y van, como dice Reverte, con un objetivo concreto: contarla. Como dice Gervasio, «si hay documentos, nadie podrá decir nunca que no sabía lo que estaba pasando».

Segundo, por los rostros de los reporteros «llorando por dentro». Creo que es lo que más me impactó del documental, esa mezcla de dignidad y dolor. Brutal, inimaginable para mí. Lo dice Gervasio en un momento del documental «para trasmitir con decencia, hay que vivir el impacto del dolor».

Por esa otra certeza que te queda de que vivir la guerra educa para la guerra, y de que como dicen en un momento del documental «en la guerra se abandona la certeza moral que tenemos cuando estamos protegidos».

Por esa diferencia que denuncian todos ellos entre la propaganda y la información, entre esa tendencia que nos quieren imponer a una mirada uniforme y única sobre los conflictos, una mirada interesada y dirigida, en contra de la mirada plural que implica la información, donde la verdad queda a menudo a medio camino entre un bando y otro. Me quedó una certeza al final del documental, la de que intentan borrar nuestra conciencia y nuestra memoria. Y como escribí en un tweet, hay mucha necesidad de olvidar y de manipular, y el margen que nos queda a nosotros es más estrecho pero más diáfano de lo que pueda parecer.

Por los periodistas locales y los enlaces de cada país, que son los que en realidad quienes les permiten a los reporteros internacionales llegar a «la noticia». Y los que en la mayoría de los casos mueren por ello.

Y una última frase de Ramón Lobo, una de las claves a no olvidar «Ellos no son pobres porque sean idiotas sino porque han vivido explotados». Yo veo en mi trabajo cómo la violencia interpersonal anula a las personas hasta hacerlas incapaces de crecer, decidir, generar algo bello, vivir. En este caso es ese proceso de forma colectiva y brutal.

Y si cuando veáis el reportaje os quedan ganas, leed esto. Es la conversación que tuvo lugar el otro día por twitter entre Gervasio Sanchez, Arturo Pérez Reverte y Ramón Lobo. De esas conversaciones que una presencia sobrecogida.

Espero que os cale tanto como a mí. Difundirlo es parte de mi pequeño margen. Y mi forma de darles las gracias a todos ellos. A los que sigo y admiro. Comparto la visión de Gervasio Sanchez en la conversación con Perez Reverte y Ramón Lobo, el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, estamos llenos de héroes y villanos. Y yo, personalmente, necesito a la gente que me cuenta ambas realidades con honestidad. Sirva esta entrada como un «gracias» conmovido.

Pepa

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Cuento para los asistentes a la conferencia

Así comienza el cuento que mi hijo inventó para los asistentes a una conferencia que di esta semana en Palma. Mi conferencia hablaba de los vínculos afectivos en los niños y niñas adoptados en unas jornadas organizadas por la ABAP sobre adopciones. Unas jornadas en las que se respiraba ese aire especial y único que sólo se da en los espacios donde familias y profesionales se sientan a escucharse mutuamente.

Y mientras esperábamos en la puerta de las jornadas a que nuestra querida Anna llegara para llevarse al parque a José mientras yo hablaba, él me dijo, «mamá quiero escribirles un cuento a los asistentes a la conferencia».

Y el cuento dice así:

«CUENTO PARA LOS ASISTENTES A LA CONFERENCIA
En un mundo lejano en un castillo érase una vez una princesita muy miedosa. Sus padres le cuidaban. Un día tenían que ir de viaje. La princesita dijo «no quiero que os vayais» y sus padres le dijeron que se tenía que quedar con una cuidadora del castillo. El castillo tenía un dragón y la princesita, a pesar de su miedo, empezó a darle de comer y a acariciarle y así se hicieron amigos y comieron perdices».

El cuento lo creó sobre un cuento que le regaló su padrino por su santo, pero a mí me pareció increíble el detalle y justo que eligiera ese contenido en unas jornadas como aquellas. Así que le pedí permiso y lo cuelgo aquí como regalo para todos los asistentes a todas las conferencias 😉 que he dado.

Hemos pasado unos días de sol increíbles en Palma, él se ha bañado todos los días como valiente que es y yo he absorbido el sol que echaba de menos entre tanta lluvia madrileña. Un gozoso regalo poder ir con él y tener maravillosas «canguras» a las que poderselo confiar mientras yo trabajo y con las que pasear y jugar al sol.

Las illes Balears tienen una parte esencial de mí y es un regalo que formen igual parte de la vida de mi hijo. Él no paraba de decir que le gusta viajar conmigo y que se lo estaba pasando muy bien.

Y una conversación a la vuelta que no tiene desperdicio, bajando del avión.
A las azafatas:
-Adiós, sois muy majas!
Y una señora le dice entre risas:
-Tú sí que eres un cielo. Además yo tengo un hijo como tú.
-Y dónde está?
-En el cole, en Palma.
-Y quién le recoge?
-Su papá, mientras yo trabajo hoy en Madrid.
-Nosotros no tenemos papá.
-Ah, no?
-No, pero tenemos mucha gente que nos quiere. Así que cuando mi mamá trabaja como tú me recoge en el cole la tía tere, Norma, la tía Ana, Belén…
-Qué suerte tienes entonces!
-Mucha.

Todo esto ante mi alma emocionada y silenciosa.

Lo dicho, venimos de unos días de mucha luz. Es como llenarse de sol, pero no sólo por fuera, sino por dentro.
Pepa

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Optimismo patológico

Parece que el día de hoy va de la alegría.

Mi hijo y yo nos hemos levantado riendo sin parar, abrazados, él se ha reído, yo con él. Él estaba feliz porque ha afrontado su miedo a Harry Potter y ha salido victorioso, le ha costado tres días de pelear en sueños con Voldemort. Pero ayer no hubo sueños ya. Y su sonrisa era grande, luminosa.

He ido a comprar una barra de pan y la panadera me ha preguntado: «¿Cómo estás?» Le he contestado «Muy bien». Y entonces me ha sorprendido su respuesta: «Qué gusto escuchar algo así… Mi marido es muy pesimista y yo siempre trato de explicarle que su visión de la vida nos resta fuerzas…»

Me conecto al ordenador y alguien me regala esta frase de Isabel Allende:
«Memoria selectiva para recordar o bueno, prudencia lógica para no arruinar el presente y optimismo desafiante para encarar el futuro»

En varios blogs que sigo sobre resiliencia, me encuentro post que hablan de la risa, la alegría, la motivación, las endorfinas y la oxitocina como motores de la vida y del cambio.

Y sólo son las 10.43 de la mañana.

Y entonces recuerdo una vez más el porqué de mi opción por la alegría. Y que en los talleres a profesionales, siempre les digo que para trabajar con personas hace falta ser «optimista patológico» quedarse siempre con el vaso medio lleno, con el caso con sentido, con la sonrisa de ese niño al que le diste esperanza, con el abrazo de quien no supo explicártelo con palabras..

..porque esos motivos para el vaso medio lleno no son inventados, ni ilusos. Existen y tienen sentido. Sólo hay que elegir verlos, perseguirlos, optar por ellos. Es la única manera de poder trabajar con personas.

Quizá el único modo de ser feliz.

Porque lo demás: el miedo, la parálisis, la tristeza, la rabia…ya nos la inculcan de sobra, por todos lados. Y la vida ya se encarga de recordarte de vez en cuando cuánto puede llegar a doler, hasta dejarte sin aliento como un puñetazo en el estómago, hasta doblarte, hasta hacerte sentir pequeña y miserable.

Pero luego llega el sol de invierno, y me calienta el rostro. La risa de mi hijo. El rostro amigo. La caricia de su profesora a mi hijo. El parque que veo por la ventana. La conversación con la panadera. El mensaje de una amiga. El mail de alguien que te escuchó en un taller.

Y siguen siendo las 10.47.

Y de nuevo vuelves a lo mismo: hay que elegir.

Optar. Optar por vivir o por morir. Optar por amar o por esconderse. Por el valor o el miedo. Por la alegría o la tristeza. Porque son esas opciones las que marcan una vida.

Pepa

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México y sus sorpresas

Aquí estoy, sentada en un ordenador en México DF un rato antes de dar el último taller de este viaje. Un viaje en el que nada, y es literal lo que digo, NADA, ha salido tal y como estaba planificado. Y sin embargo todo ha salido bien. De hecho muy bien.

Hace tiempo que vengo practicando el arte de ¨fluir con la vida¨ que a veces resulta arduo, pero que ha cambiado mi forma de estar en el mundo. Esa capacidad de fiarse, de no tener miedo, de confiar. Y este viaje me ha puesto a prueba en ese sentido. Vaya un ejemplo. LLegar a una sala con más de 100 personas a las que en teoría vas a dar una sesión de cuatro horas, sentarte en la mesa presidencial y descubrir mientras la maestra de ceremonias (sí, estilo mejicano) lee extensa y pormenorizadamente tu curriculum un papel encima de tu carpeta con el programa de la jornada, en el que han dejado tu intervención reducida a una hora y el acto completo a dos. Fluir con la vida se traduce en respirar muy hondo, pero mucho, no mirar a la organizadora que te acompañaba y que está tan fuera de juego como tú y empezar a pensar rápidamente en cómo reconducir tu intervención. Por suerte, la exposición de mi curriculum fue larga y pude resituarme antes de empezar a hablar. Al final salió muy bien y escuché intervenciones de la gente de esas que le dan sentido a lo que hago, como escuchar a una madre decir ¨hasta el día de hoy no había comprendido que estoy repitiendo los patrones en que me criaron mis padres con mis hijos, y no quiero hacerlo, ahora mismo me siento mal, pero lo voy a cambiar¨. Hace falta una valentía enorme para hacer consciente eso, y mucha más para decirlo en público.

Hay más ejemplos, una conferencia que estaba prevista a las once, llegamos y la han cambiado a la una sin avisar, pero sobre la marcha deciden adelantarla y acabo hablando a las once y media. Un viaje que estaba previsto para hora y media son tres horas. Entrevistas que no me iban a hacer y acaban haciéndome. Conferencias que están previstas y me había preparado, llego y me dicen que se han suspendido, pero el día anterior a las diez de la noche cuando ya se han organizado otros eventos, llaman para decir que sí se hacen. Y suma y sigue. Por no hablar de acontecimientos recientes de la vida política mejicana que han puesto patas arriba al sector de educación, y que conllevan más y más cambios.

Y durante toda la semana me he estado preguntando por qué, cómo es posible semejante nivel de improvisación, de informalidad..y al final siempre llego a lo mismo. Al estilo mejicano, ése que da veinte rodeos para no decirte nunca que no a la cara, ese que utiliza un diminutivo cada dos palabras ¨ahorita, un minutito, me hace un favorcito…¨ Y siento que debe ser muy difícil llegar a consensos, desarrollar proyectos o sistemas coordinados de protección en un entorno donde hay que mantener siempre la compostura, no ser ´rudo´, y no decir ´no´ de frente aunque sí lo hagas de hecho. En muchos sentidos me recordaba a lo que viví en el sudeste asiático, donde antes de comenzar a dar los talleres me explicaron que nunca le preguntara a los asistentes si habían comprendido o no, porque siempre me dirían que sí, fuera así o no. Tenía que hacer ejercicios para asegurarme de que habían comprendido los conceptos en la práctica sin preguntarlo de cara. Eso sí, la sección de ¨preguntas o dudas¨ era siempre brevísima. Aquí en México no lo es. Aquí mi experiencia es que cuando la gente entra en los talleres se implica de verdad y preguntan y preguntan y preguntan. Y me he encontrado con regalos impagables en esas preguntas, o con gente que se me acerca al acabar el taller y me dice ¨me deja que le dé un abrazo¨ o con gente y gente que quiere fotografiarse conmigo.

Pero cuando me topo con estos contextos y dinámicas socio culturales, aquí y allí, siempre pienso que no es casual que se relacionen con los países con altas cifras de violencia, sobre todo intrafamiliar. La violencia es algo universal, no tiene que ver tanto con una cultura u otra sino con la forma en que manejamos el poder en nuestras relaciones afectivas. Pero la promoción de las alternativas a la violencia sí depende del contexto social donde trabajas. Promover formas de relación afectivas y sanas viene condicionado a la posibilidad de relacionarse de una forma honesta, de sentirse seguro para poder decir lo que piensas y saber que vas a ser aceptado y respetado, con la posibilidad de poder exponer el desacuerdo o las necesidades de una forma tranquila, con la posibilidad de poder confiar y dejarse en el otro…y todo eso sí que hay entornos que lo favorecen más que otros. En mi experiencia, los lugares donde el control social y los estereotipos sociales son más rígidos y están más arraigados son en los que encuentro una problemática mayor de violencia.

Pero, volviendo a mí y a mi viaje, al final en todo esto, lo único que cuenta es si decides reír o llorar. Si decides adaptarte a lo que hay y sacar lo mejor de lo que llega, o si decides enfadarte. Y lograr optar por lo primero depende en el fondo de cómo estés, de las fuerzas que tengas, de tu paz interior. Así que hubo suerte. Vine en paz. Pero hacía tiempo que no vivía un viaje tan surrealista en este sentido. Y sin embargo, un viaje que al final ha resultado bueno, divertido, pleno de vivencias y ha generado compromisos de continuidad.

Este es mi segundo viaje a México. La primera y única vez que vine estuve sólo en el DF, y a pesar de que he viajado mucho estos años a distintos lugares de Centroamérica, no había vuelto a México. Esta vez he viajado a Toluca y a Puebla. Este viaje es el resultado del trabajo de mucho tiempo de una mujer, Silvia, que dirige Educadores sin Fronteras, aquí en México, y que se empeñó cuando nos conocimos hace ya cinco años en traerme, y al final lo consiguió. Y estoy convencida de que éste va a ser el primer viaje de muchos porque es un punto y aparte de un camino muy largo que anduvo ella casi en soledad. Es algo así como un lanzamiento público y creo que ha salido como ella merecía, ella y quienes trabajan con ella.

Recuerdo que mi impresión del DF en aquel entonces fue el de un lugar inhóspito para vivir, la contaminación, el tráfico, el ruido…y sin embargo ahora lo he sentido mucho mejor, a pesar de todos los problemas. Es como si hubiera más luz, a pesar de que el país está convulso y se nota en los talleres, en las conferencias, en las conversaciones y en las miradas de la gente.

Y ayer conocí Puebla, un lugar muy bello, del que, además de su gente, me llevo tres vivencias con las que acabo este relato. La vista desde la ventana del hotel San Leonardo (recomendación vehemente si viajáis a Puebla) de Puebla al amanecer, sus casas y sus gentes. El sabor de los camarones gigantes rebozados en nuez y bañados en mole. Un plato de los que recordaré siempre. Y el restaurante donde lo comimos ¨La casa de los muñecos¨ cuyo dueño, con un nombre tan curioso como Zabalinsky, nos dio una lección a nuestros prejuicios en forma de CD de música impagable.

Así que ya veis, todo salió diferente de lo programado, pero todo salió bien. Todo un regalo que renueva mi consciencia de privilegio. Más si cabe hoy, día 8 de marzo, día de la mujer trabajadora. Felicidades, mujeres valientes allá donde estéis.

Pepa

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Resiliencia

«Érase una vez una ardilla que intentaba subirse a la copa de un árbol, pero como el árbol era muy alto le costaba mucho, mucho, meses y años….(silencio)…pero al final lo consiguió, y llegó a la copa, y se asomó y vio que el mundo era bonito y estaba lleno de otros animales»

Ésta es la historia que mi hijo narró como parte de una evaluación neurológica que le han hecho en el Centro Neocortex (no olvidéis este nombre) y en la que han descubierto finalmente por qué le costaban tanto los deberes. Nada que ver con lo esperado, ni con su actitud, ni con su capacidad: los ojos, el oido, la coordinación motora..las vias de entrada al aprendizaje en los primeros años: las grandes olvidadas, las que pasan desapercibidas, las que no puedes ni imaginar. Ni tú ni la escuela.

Así que desde el lunes hacemos un programa diario de tratamiento de seis meses y luego le volverán a evaluar. En principio las dificultades habrán desaparecido. Él está contento porque sabe para qué lo hacemos y la posibilidad de que el cole no le cueste le parece maravillosa y porque son todo ejercicios físicos (cuando la neuróloga le dijo que le iba a poner unos ejercicios dijo gritando «¡Pero no voy a hacer ninguna ficha más!» y la neuróloga sabiamente le contestó «te lo prometo José, te prometo que no te voy a poner fichas»). Además de que uno de los ejercicios es colgarse de una barra que hemos puesto en casa y eso le parece lo más emocionante. Empezó sin poder aguantar ni 7 segundos en la barra, hoy ha contado hasta 32.

Tres días después de empezar el tratamiento:
Mamá, quiero sacar un diez en un examen, sólo por una vez, pero quiero hacerlo.

Conversaciones de esta semana en el cole de su profe con mi hijo:
Dime una cosa que te guste del cole- le pregunta la profesora a cada niño.
-Tú
-contesta él.

(algo más tarde, haciendo un ejercicio)
-¿A qué cosas le tienes miedo?
-A nada
-Pero no puede ser, todos tenemos miedo a algo
-Yo no
-Ni a esto, ni a esto..
(para variar tienen una ficha, pero hoy va sobre los miedos, un listado de cosas a las que pueden tener miedo, tienen que señalarlas, escribirlas debajo y decir una estrategia que usan para afrontarlo). José repasa el listado con la profe, y sigue diciendo «a nada«.
Bueno, quizá a veces algo a la oscuridad-añade finalmente.
-¿Y qué haces?
-Dormirme

Hoy por la noche:
¿Qué ha sido lo mejor del día?
-Estar en el cole
-¿Y lo peor?
-Hoy no ha habido nada malo
-¿Y algo bueno que hayas hecho por otra persona hoy?
-Ayudar a Carmen con sus deberes en el recreo. ¡Me los sabía, mamá, y la he ayudado!

No tengo palabras para describir la valentía de mi hijo. Así que por esta noche le he robado las suyas.

Otro día, si encuentro mis propias palabras, escribiré sobre el desgarro que provoca el dolor de los hijos.

Pepa

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Masajear los enfados

Hoy mi hijo ha dormido una siesta de casi dos horas en mis brazos. Hacía tiempo que no ocurría, ya tiene seis años y se me sube encima para consolarse, para las cosquillas, para abrazarnos, para bailar, cuando vuelvo de viaje, cuando tiene miedo…pero no para dormir.

Y es que sigue batallando con los deberes. Lo está luchando, y mucho. Él estaba acostumbrado a que todo salía fácil y rápido y ahora se encuentra haciendo fichas, fichas y fichas. Fichas que no le motivan, que no entiende y que le cuestan.

Él lo ha dicho hoy. Estaba haciendo una ficha (otra más, de hecho la sexta que tenía para este fin de semana) en la que tenía que escribir un cartel anunciando una tienda que iba a abrir y en la que sería especialista en algo. No lo ha dudado, «Soy especialista en animales. Y en saltar» (pero al final ha decidido abrir una tienda de peonzas, a la que ha llamado «La peoncera»).

Así que hoy en un momento se ha bloqueado y la conversación ha sido algo parecido a esto:
-¡No quiero hacer la ficha! ¡no la voy a hacer!
-Estás enfadado, verdad?
-¡Sí! (de espaldas)
-¿Y crees que podríamos hacer algo con tu enfado? ¿Crees que si le doy un masaje a tu enfado se pasará?

Así que ya veis, las cosas que hace una como madre: dar masajes a los enfados. Le he hablado a su enfado, diciéndole que le entendía, que a veces las cosas eran difíciles pero que necesitaba que se fuera para que José aprendiera un montón de cosas bonitas.. mientras le masajeaba la espalda. Cuando me he dado cuenta, José dormía en mis brazos.

Dos horas después se ha levantado y en diez minutos ha acabado sus deberes.

Y mientras lo sentía respirar en mis brazos pensaba infinidad de cosas. Pensaba lo rápido que pasa el tiempo, y los pocos ratos que me quedan de tenerlo dormido en brazos ya. Pensaba qué pena no tener como adulta alguien que te masajee tus enfados. Y qué pena también no ser capaz de ser siempre una madre masajeadora: cuántas veces se lleva gritos en vez de caricias, se las llevan su enfado y el mío, su impotencia y la mía.

Pero al menos hoy no. Hoy me llevo su cara…su cara al despertar…
Pepa

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Sólo un minuto para mojarse en un charco

Es algo más de un minuto…
..es el reflejo de lo más precioso de la vida…
..es toda una filosofia..
..es imposible no sonreír.
Lo difundo porque nos hace falta sonreír. Y recordar. Y mojarnos en charcos.
Ah! y alguien que nos espere y nos celebre el charco! sea perro o persona.
¡No dejéis de verlo! ¡Ni de sonreír!
Pepa

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