Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Maternidad

Como madre, como hija y como educadora

Yo no estudié en la pública, como la mayoría de los protagonistas de este video. Pero comparto la necesidad de la defensa de una educación pública de calidad como un derecho humano que debería ser objeto de un pacto de estado no negociable y por encima de diferencias de ideologías. Porque una educación de calidad pública y gratuita es, desde mi punto de vista, la base de la democracia y la ética de una sociedad.

Mis padres nos llevaron al que consideraron que era el mejor colegio posible para nosotros. Igual que hago yo con mi hijo, aunque opte por la educación pública (a diferencia de lo que ellos eligieron para mí). La diferencia, desde mi punto de vista, la marca el que ellos entonces y yo ahora pudimos elegir. Pero no todo el mundo puede.

Por eso justo hoy que paradójicamente es al mismo tiempo el día que salen las listas que adjudican a mi hijo un cole de primaria de entre los coles públicos que solicité para él, y también el día que se desarrolla una huelga en todos los sectores de la educación pública tan justa como dolorosa, quiero difundir este video. Mi pequeña forma de adherirme a lo que en él se dice y al trabajo de la plataforma que hay detrás.

Porque el derecho, desde mi punto de vista de madre, de hija y de educadora, es poder elegir. Que todos los niños y niñas tengan garantizado su derecho a una educación de calidad, independientemente de ir a una escuela privada o pública, de sus ingresos o realidad social. Y sus familias a poder ofrecérsela. Y hablar de educación de calidad para mí sería hablar tanto de contenidos como de enfoque, metodologías, recursos de la escuela, formación de los educadores, estructuras…tantas cosas!

Al menos es lo que yo siento.
Pepa

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La isla de las hadas

Erase una vez…

Erase una vez un niño que vivía junto al mar. Cada mañana bajaba desnudo a la playa, mientras su madre le decía: «¡No corras tanto, no vayan a enredarse tus alas!»

Porque aquél niño era un niño de corazón alado. Él lo sabía hace tiempo, porque el corazón de su madre era así y él se veía en los ojos de ella cuando lo miraba. Así que un día se lo preguntó:

– Mamá, mi corazón también es alado, verdad?
– Pues claro, cariño, por eso somos mamá e hijo de corazón.

Así que cada día el niño bajaba a la playa, al tiempo que le contestaba «ssiiiiii, mamá» sin hacerle mucho caso. Y corría por la playa, se tiraba en la arena, entraba y salía del mar, retándole y jugando. Y cuando ya no quería más, volvía corriendo y su madre ya le esperaba con su toalla abierta, gigante, para envolverle en su calor. Y él apoyaba su cabeza en el pecho de ella que tanto le gustaba, porque le gustaba escuchar su corazón. Latía con el mismo ruido que hacen las alas al moverse: sssssshhhh, sssshhhhh.

El niño se preguntaba cómo sería volar. Porque él siempre quiso volar, desde antes de que pudiera recordarlo. Y sabía que con su corazón alado, algún día lo conseguiría. Mientras tanto se conformaba con escuchar el ruido de las alas del de su mamá, mezclado con las olas del mar.

Y así pasaban los días, lentos, plácidos, llenos de ese gozo que sólo el amor te lleva a paladear.

Hasta que un día…

Un día que amaneció luminoso, y bajaba hacia la playa, algo llamó su atención. Algo en el horizonte. No era un barco. Su tía le había enseñado a distinguir los barcos de vela y los de motor, y no era ninguno de aquellos. Tampoco era una ballena. Él adoraba los animales, y podría reconocer el chorro que la respiración de las ballenas provocaba a millas de distancia, como pasaba con los rugidos de un león, que se pueden oír a kilómetros. Y era demasiado grande aquello como para ser cualquier otro pez, medusa, pingüino o cangrejo. Allí estaba, majestuosa, en el horizonte.

Así que el niño se quedó mirándola embobado, intentando no pestañear, conservar cada detalle, cada color, cada reflejo…temiendo que aquella maravilla desaparecería de su vista si cerraba los ojos…peo al final los ojos le dolieron de tanto mirar, y tuvo que cerrarlos, y rascarse y cuando los abrió…no estaba, se había ido!

El niño salió corriendo, esquivó la toalla de su mamá, que no entendía nada, y se fue a su habitacion. Tomó su cuaderno y pintó todo lo que había visto, con todo el detalle del que fue capaz. Y cuando lo tuvo acabado, se lo enseñó a su mamá, y le preguntó «¿Qué es esto, mamá?» pero su mamá le dijo «¿Qué es qué, cariño?» «Estooooo!!!» Pero su mamá no veía nada en el dibujo, sólo mar. Así que el niño se desesperó y decidió volver a mirar al mar.

Y permaneció todo el día junto al mar. Pero aquello no volvió. Y al día siguiente fue de nuevo a esperar. Y al siguiente. Pero nada. Ya le decía su mamá que muchas de las mejores cosas había que esforzarse para lograrlas, y él estaba dispuesto a hacerlo. Así que bajó cada día al mar durante una semana, hasta que una mañana con tormenta, con unas nubes de esas negras que tan sólo con verlas puedes sentir la lluvia, aquello volvió.

Y entonces el niño cogió de nuevo su cuaderno. Y como si de un mapa se tratara, dibujó. Él adoraba los mapas, sabía los caminos de memoria, y le gustaba saber dónde estaba cada cosa. Así que no sólo la dibujó, sino que marcó sus bordes, y calculó con sus manitas a cuánta distancia estaba del faro, y a cuánta de la casa del pintor, y poco a poco, forzandose a no cerrar los ojos, dibujó aquel mapa.

Y volvió donde su madre. Ella, que le había visto bajar un día tras otro a la playa y estaba intrigada por lo que su hijo buscaba con tanto afán, había decidido buscarlo con él. Y cada mañana se sentaba en el porche de su casa, y miraba donde miraba el niño. Él no la veía, pero ella siempre estaba ahí. Y al cabo de un rato, le bajaba al niño un vaso de leche con una galleta de chocolate blanco como a él le gustaba, para que tuviera fuerzas para seguir mirando. Y cuando llegaba la hora de comer, hacía unos bocadillos y, sin preguntar, se sentaba a su lado en la playa y comían en silencio.

Así que aquél día, apenas el niño se giró, vio a su madre. Y de nuevo preguntó «¿Qué es esto, mamá?» Y su madre miró aquel dibujo. Y lo reconoció. Y no pudo evitar llorar, porque era una mamá de las que lloran. No demasiado, pero sí lo suficiente, incluido llorar de alegría, o de emoción. Y tan sólo dijo «la viste, ya la viste». Y el niño esperó.

– Es la isla de las hadas, cariño.
– ¿La isla de las hadas?
– La isla de las hadas. La isla que guarda nuestros sueños de niños, la llave de nuestros corazones alados, la puerta a nuestro universo particular.
-Entonces vamos, tengo el mapa, lo hice mamá! Lo tengo!
– Pero es tu isla, cariño, sólo tú puedes verla.
– ¿Tú no la ves?
– No, corazón, yo veo la mía. LLevaba tiempo sin verla, pero desde que soy tu mamá, la volví a visitar.

El niño se quedó pensativo. ¿Una isla suya, propia? No podía creerlo. Él nunca había tenido algo parecido: una isla toda para él! Así que dejó a su mami en la cocina y se fue a su cuarto y se tumbó en la cama viendo las estrellas y pensó: mañana prepararé el viaje.

Pero al día siguiente la isla no estaba. Al niño ya no le importaba, porque tenía su mapa: cuatro manos a la derecha del faro, tres a la izquierda de la casa del pintor… Convenció a su amigo Noa de que le prestara su barco. Aunque su amigo no era fácil de convencer así como así. El niño tuvo que compartir su secreto. Y Noa decidió que él también quería ver su isla. Y al niño le pareció bien. Noa y su madre eran las mejores personas del mundo para enseñarles su isla.

Así que Noa y el niño esperaron esa noche, cogieron a escondidas algo de comida: unos yogures, pan, unas galletas…las metieron en su mochila y antes de que sus madres se despertaran cogieron el bote y empezaron a navegar siguiendo su mapa. Ninguno de los dos hablaba, pero sus corazones se oían en el silencio. No como el de su mamá, con sonido de alas, sino como huracanes de miedo y vértigo. Apenas podían articular palabra.

Pero cuando llegaron al punto donde decía su mapa, la isla no estaba. No estaba! Por ningún sitio. Y el niño empezó a desesperarse: no puede ser, no puede ser, no puede ser…hasta que pasadas dos horas Noa dijo que debían volver, la gasolina del motor de su bote se estaba acabando. Y así lo hicieron.

Y en la playa les esperaban sus madres. Y su mamá, como casi siempre que se asustaba, le abrazó y le gritó, le gritó y le abrazó por igual. Pero al final sólo le abrazó, mientras sentía que las lágrimas del niño caían por su pecho.

– No estaba, mamá, no estaba…hice mal el mapa.
– El mapa?
– Mi mapa!
– Carino, tu mapa era perfecto! sólo que las medidas no eran físicas sino las que veían tus ojos.
Carino, nuestra isla de las hadas es un lugar al que sólo podemos llegar volando. Tú y yo tenemos corazones alados. Por eso necesitamos llegar volando. Igual que volamos a las estrellas. Cuando la vemos, debemos fiarnos de nuestra mirada, de nuestro corazón, y volar.
– Volar, mamá? Pero si yo no sé volar.
– Eso no es cierto, qué te digo cada mañana cuando bajas a la playa?
– Que cuide mis alas, no vayan a enredarse.
– Y dónde están tus alas?
– En mi corazón alado.
– Entonces sólo tienes que hacer más fuerte tu corazón, más vibrante, más feliz aún…aprender, crecer, llenarte…y cuando estés listo, volarás a la isla de las hadas.
– Volaré?
– Volarás. Sabes por qué lo sé?
– Por qué?
– Primero, porque tienes tu mapa. Muy poca gente es lo suficientemente valiente para mirar, buscar, esperar y aprender lo suficiente para dibujar su mapa, y encontrar su isla. Si has logrado verla y dibujar el mapa, sé que lograrás volar cuando estés preparado. Y segundo, porque yo volví a volar contigo. Yo logré volar hace muchos años, pero lo había olvidado. Hasta que llegaste tú y me hiciste mamá, y entonces volví a confiar en mi corazón. Contigo recuperé la llave con la que darle cuerda. Y desde entonces vuelo a mi isla cuando quiero. Y hablo con mis hadas. Y con los abuelos.
– ¿Los abuelos están allí?
– Si tú quieres, estarán. En tu isla estarán quienes quieras que estén.
– ¿Y tú?
– Yo viajaré contigo si me invitas.
– Vale, iremos juntos, porque tú y yo somos un equipo invencible. Bueno, y Noa también, que se lo he prometido.
– Encantada. Pero ahora guarda tu mapa. Lo necesitarás para guiar tu corazón. Eso y la cuerda a tu corazón alado que cada noche te doy al abrazarnos. Pero guarda muy dentro de ti tu isla y nunca desconfies de tu intuición. Cierra los ojos, la ves?
– Siiiii. Veo un volcán, y los árboles, y los halcones y…
– …Pues ahi está. Cuando quieras viajar, cuando estés preparado, iremos juntos hasta ella.

Y el niño cerró los ojos. Y vio su isla mientras escuchaba el ssshhhh del corazón de su mamá, que sonaba como las alas. Las de ella y las suyas.

Pepa Horno
Paraguay, 9 de Mayo de 2012
A mi hijo José, que cuando leyó el cuento anterior, dijo que le encantaba, pero que el protagonista tenía que haber sido chico. Y le prometí que le escribiría un cuento con un niño como protagonista durante este viaje para podérselo leer a la vuelta.

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Las cosas que dejamos de hacer

Esta mañana mi hijo me ha dicho: «Mamá, por qué cuando me despiertas ya no pones música, además de acariciarme?»

Me he quedado muda, porque no tenía respuesta. No había sido una decisión consciente, simplemente la rutina me llevó a dejar de encender cada mañana la radio que hay camino de su cuarto. A mi hijo y a mí nos encanta la música, pero no era consciente hasta qué punto forma parte de su vida. La ponemos en el coche, y por las tardes cuando jugamos en casa y cenamos. Y antes también al despertarle.

Así que hemos puesto la música y hemos estado bailando en el salón, y cuando nos he visto allí bailando, no he podido evitar pensar en cuántas cosas dejamos de hacer en nuestras vidas simplemente por inercia. No hablo de las que dejamos de hacer con consciencia, que de esas últimamente yo estoy almacenando un número importante ya :-), sino de las que suceden sin ser decididas.

Sentirse amado, en el fondo, no son sino una multiplicidad de pequeñas rutinas de amor maravillosas, que acaban construyendo una vida. Eso, y estar ahí de la mano y en silencio en los momentos clave, sean de dolor o de celebración.

Me pregunto cuántas cosas dejo/dejamos de hacer. En el fondo cuántas dejo/dejamos de vivir.

Felices vacaciones.
Pepa

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Ser espejo de identidades

Este mes ha salido publicado dentro del monográfico sobre Identidad en Educación Infantil de la revista de Aula Infantil de Graó (número 65) un artículo que escribí con especial cariño, en el que me pidieron que hablara de mi experiencia del proceso de construcción de la identidad de mi hijo, como ejemplo de una identidad que tiene elementos diferentes en el sentido de menos comunes: un niño adoptado, familia monoparental etc…

Os lo quiero reproducir aquí hoy y os recomiendo la lectura del monográfico completo, de verdad que merece la pena.

Ahi va. Espero que os guste.
Pepa

«Dicen que la identidad se construye con la suma de recuerdo y narración. Nos relatamos nuestra biografía para llegar a saber quienes somos. Pero esa narración la construimos desde el espejo de quienes nos aman y cuidan, y para esas personas amadas. Ser el espejo desde el que mi hijo configura su identidad es el mayor privilegio y también la más rotunda responsabilidad que he asumido en mi vida.

Mi privilegio no es sólo verle crecer, sino contemplar la aparición de un ser humano con identidad propia y diferenciada, no sólo a nivel físico, sino a nivel emocional y relacional. Es algo mágico ver a un bebé que depende de ti para todo convertirse en una persona capaz de manifestar su propio criterio. Sé que siempre tuvo criterio propio, pero el cambio de verle manifestarlo y defenderlo es fascinante.

Conversación con mi hijo a los 3 años:

-Mamá, ¿tú por qué eres una mamá?
-Cariño, no entiendo a qué te refieres, las mamás somos mamás y los niños son niños. Pero dime: ¿Para ti qué es una mamá?
-…-una mamá es… cuidar…dar cariño…y abrazar
– silencio, emocionada yo y abrazados – Bueno, y en mi caso también reñir de vez en cuando, verdad?
-Bueno, sí, eso también.

Mi hijo es un niño alegre, inquieto, cabezota, seductor, inteligente, sensible, rápido…y también es un niño adoptado por una madre sola que soy yo. Mi hijo es un niño que escala y salta como un saltimbanqui, que baila y ríe, que cuenta historias de animales antes de dormir, que habla sin parar y que te dice “estoy triste”, o “estoy rabioso” o “me duele” o “te quiero”, que acaricia y canta nuestra canción a los bebés que quiere, que adora a sus primos y a sus amigos, que se queda embobado ante un hormiguero… Mi hijo es todo eso y mucho más, y ha de aprender a construirse un relato de sí mismo donde quepa todo eso y donde unos datos no oculten, distorsionen o magnifiquen a otros.

Conversación con mi hijo a los 4 años:

-Tú cuando tenías cuatro años y eras pequeña, ¿Sabías hacer esto?
-No, cariño, yo nunca supe saltar como tú.
-Es que hay que ser un niño travieso como yo para saber hacerlo y saber trepar a los árboles.

Porque la identidad no es sólo los hechos que ocurrieron sino sobre todo el modo en que te cuentas aquellos hechos. Un relato que construyes y en el que he podido comprender que cuentan tanto las presencias como las ausencias y los silencios casi más que las palabras. Y un relato que permite “nombrar” el mundo, ponerle nombre a las cosas, a las personas, a los sentimientos, a las sensaciones…y depende de cómo los nombres el significado que acaben teniendo para ti. Y que hace consciente tu propia subjetividad, y desde ella puedes conectar y reconocer tus propias emociones, así como comprender las de los demás, sus sentimientos y su fragilidad.

Conversación de un amigo con mi hijo a los 4 años:

-Hay que buscarle una rata a la rata de Mario para que tenga una familia, porque si no la tiene se pondrá triste.
-Estamos de acuerdo en que tener una familia es lo más importante en la vida.
-Lo es. Yo la tengo, tengo a mi mamá, la encontré y desde entonces no he vuelto a estar triste.

Somos cuando existimos para alguien, y siento que la pregunta base de mi hijo no es “¿De dónde vengo?” sino “¿Para quién existo?”. Me doy cuenta de que mi hijo ha buscado esa certeza en sentir que existe para alguien. Y es desde mi opción de maternidad consciente, en ese saberme su espejo, desde donde decidí responderle todas las preguntas que me va haciendo en el mismo momento en que me las hace sin miedo, sin crear “temas tabú”, reconociendo el dolor cuando lo hay, dando lugar a las ausencias, honrando a quienes ya no están…

Conversación con mi hijo a los cuatro años:

Y en esa narración, en esa identidad que surge en mi hijo, hago yo también consciente mi educación en valores. Porque es en la narración de sí mismo y de nuestra historia juntos que le ofrezco en cada una de mis respuestas donde le trasmito mis propios valores. He intentado que él construya su identidad sobre tres pilares de vida: la alegría, el valor y el amor. El tiempo dirá si lo he conseguido. Quiero que mi hijo se sienta amado, se sienta capaz de ser feliz y viva su diferencia como algo valioso que le hace único. Quiero también que pueda dolerse de sus ausencias y viva la gratitud hacia sus presencias. Porque la emoción que más invade mi maternidad después del amor a mi hijo es la gratitud: por su existencia, por su llegada a mi vida, por su amor incondicional, por el regalo de despertarle cada día acariciándolo…

Y me doy cuenta de que conforme la identidad de mi hijo se crea, la mía se transforma. Porque soy otra persona desde que fui madre. Porque el amor transforma. No sólo a él, proporcionándole una identidad, un lugar en el mundo. Me cambia también a mí de una forma tan profunda que apenas ya si recuerdo cómo era yo antes de que llegara él, antes de empezar a mirar la vida a través de sus ojos y sentir que mi piel acaba en la suya.

Mi hijo me ha confrontado con mi cuerpo y mi memoria, con la necesidad de vivir desde mi piel, no desde la cabeza, ni siquiera desde el corazón, sino desde la piel. Me ha enseñado a honrar mi vida. Me ha mostrado mi propia fragilidad y me ha enseñado la compasión. Y es que él también es mi espejo. Porque aquellos a quienes elegimos amar configuran nuestra identidad, y eso le ocurrió a mi hijo cuando llegó con un año y me ocurrió a mí con treinta y cuatro. Somos espejo de identidades. Ocurre cada vez que amamos, y el cambio llega para quedarse

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Mis vinculos verticales

Hay dias cargados de historia, de amor, de significado. Para mí el día de San José es uno de ellos.

Me recuerda un hilo que merece la pena ser recordado: el de mis vínculos verticales. Yo siempre he creído que en la vida hay vínculos verticales y vínculos horizontales. Los primeros, los verticales, son los que te anclan a la vida: tus padres y tus hijos. Los segundos, los horizontales, son los compañeros de camino, más o menos largo, más o menos profundo, pero compañeros de camino.

No son unos mejores que otros, sólo intuyo que cumplen un papel diferente en la vida. Los vínculos verticales son las raíces de nuestro árbol, los que constituyen la sabia de nuestro ser, la esencia. Esos vínculos que cuando los pierdes, tengas la edad que tengas, algo dentro de ti se desgaja, y a partir de ahí andas con una parte de ti colgada en el vacío.

La vida es sabia y lo habitual es perder a tus padres cuando ya tienes hijos, eso te permite mantener una continuidad en tus raíces, en ese ancla. Pero cuando eso no pasa, cuando pierdes a un hijo antes de irte tú, o cuando pierdes a tus padres demasiado pronto o simplemente cuando los pierdes y no tienes hijos, hay un escalofrío que se mete en el alma, es como si alguien se hubiera dejado siempre una puerta abierta por donde entra el frío. Es un grado mayor de soledad existencial. Todos estamos solos como seres únicos y diferenciados que somos, todos estamos solos en un nivel muy radical, muy existencial. Pero la soledad sin padres e hijos es diferente, más fría de vivir.

Del mismo modo, cuando estos vínculos verticales nos hacen daño, cuando están estructuralmente enfermos (sin entrar en detalles de por qué y desde dónde ni de qué) el árbol se balancea con el viento, se dobla. En algunos casos, lo que los psicólogos llamamos personas resilientes, se vuelven como juncos, que se mueven con el viento pero son fuertes, muy fuertes y no se rompen y desde ahí logran constituirse en plantas hermosas y potentes.

Pero los árboles sanos desde el principio son los que tienen raíces amorosas, presencias seguras y vivencias únicas con ellas. La vida es suficientemente sabia y hermosa como para ofrecer la oportunidad de sanar sus racíces a cualquier persona que opte por vivir, que quiera hacerlo. Y por supuesto no me engaño, casi todos tenemos unas raíces con alguna que otra herida. Es parte de nuestra humanidad.

Y luego están los vínculos horizontales, esos compañeros y compañeras de camino que te llegan desde niña, en forma de hermanos, de primos, de amigos, y luego más adelante de pareja. Esos vínculos que van formándote, porque van configurando tu forma de ser y de vivir, van transformándote como cuando le das forma a una planta. Cada herida, cada caricia, cada presencia, cada regalo nos hace quienes somos. Con algunos compartimos tan sólo un pedacito de viaje, con otros casi la vida entera, pero somos seres separados, diferenciados, que como decía esa maravillosa imagen de Gibran, somos como las columnas de un templo, que necesitamos estar algo separados para poder sostener el templo.

Volviendo a mí, el día de San José desde que era niña para mí representa a mi padre. Celebrábamos el día del padre y mi santo juntos y comíamos esas maravillosas virutas de San José, que no he vuelto a encontrar fuera de Aragón. Pero él murió hoy hace ocho años, once años después de morir mi madre. Y con su muerte me quedé sin hogar.

Hasta que llegó mi hijo. Y mi hijo resultó llamarse José.  Y pasé de celebrar el día de San José con mi padre, a recordar su muerte, a celebrar nuestro santo común mi hijo y yo.  Y al final a todo en uno. Las memorias y presencias de mis vínculos verticales me siguen configurando. Y la risa de ayer de mi hijo en el parque de atracciones va envuelta en las caricias de mi padre, en esa sonrisa silenciosa tan suya.

Me siento y me sé una privilegiada. Y honro mis raíces, mis vínculos verticales.

Pepa

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El «después»

Parte de la «mentira» narrada y legitimada sobre el amor es que una vez encontrado, no muere, que lo difícil es encontrar a alguien que te ame y que ames, pero que después el amor  hará el resto. Es el «the end» de las películas, el final de película. Ése que nos han educado para buscar. Ése que todos nosotros,  de una forma más o menos consciente, seguimos buscando.

Con el tiempo voy aprendiendo que hay varias cláusulas no escritas a ese «contrato de amor». Todas y todos cuantos conozco y que viven en una buena pareja (conozco muchos que viven en pareja, pero no tantos que viven en una buena pareja) describen una certeza común: la de que cuando se conocieron, supieron que era la persona. Todos lo describen: esa sensación de haber sabido que aquella persona era diferente, que era «la» persona.

No quiero escribir hoy sobre si hay una o varias «almas gemelas»,  ni sobre si lo que a mí me parece una buena pareja lo sea siquiera de verdad, porque quiero ir algo más allá.

Y es que no sólo basta con conocer a esa persona, ni con que te corresponda. Hay que coincidir en el momento. A veces conoces a una persona por la que sientes esa clase de certeza pero te encuentras en el momento equivocado en el lugar equivocado, y has de dejarla ir. Y te han de dejar marchar. A veces hay grandes amores que sencillamente no acaban juntos. El mejor ejemplo de película que se ha contado sobre esos grandes amores para mí es «Los puentes de Madison». Qué regalo tener al señor Eastwood en este mundo.

Pero cuando funciona, cuando puedes optar por quererla y que te quiera, cuando la magia o la vida o lo que quiera que sea lo hace posible, aún hay una segunda tarea de la que nadie habla: el DESPUÉS.

Estos días tengo el asombro privilegiado y conmovido de asistir a la narración de un amor que ya dura dieciseis años. Los conozco mucho más longevos aún, tengo referentes en mi vida de amores de sesenta años, de buenos amores que siguen acariciándose y abrazándose y mimándose y riñendo sesenta años después, generando una complicidad que nos deja fuera al mundo entero.

Pero esta narración de este amor de dieciséis años, aparte de a un silencio conmovido y agradecido, me ha llevado a recordar una frase que me dijeron hace muchos años, que era «hay que querer querer».

Porque lo más difícil no es amar, ni ser correspondida, ni coincidir en el momento adecuado…lo más difícil es seguir amándose dieciséis años después. Preservar ese amor que une, que construye, que alimenta, que da sentido a una vida. Hacerlo florecer, y con él, a las personas que lo viven, porque como dice un amigo mío siempre «no soy yo la fuerte, ni eres tú la fuerte, es el amor que no une el que nos hace fuertes».

Así que dieciséis años después:

  • Cuando ya conoces cada pequeño detalle del otro.. ¿Dónde encontrar la capacidad de sorpresa y asombro?
  • Cuando ya conoces cada poro de su piel..¿Cómo encontrar la forma de excitar y ser excitado?
  • Cuando la rutina y las obligaciones van llenando las horas del día…¿Cómo encontrar el tiempo para el erotismo, para la ternura, para la comunicación, para la emoción?
  • Cuando los proyectos de vida de cada uno, las evoluciones personales te llevan a veces a caminos diferentes..¿Cómo preservar el lugar donde encontrarse, el espacio común?
  • Cuando los hijos llegan, y aparte de llenar tu tiempo y multiplicar tus afectos, te enfrentan a veces a partes de ti y del otro que no te gustan, que no suscribes o incluso que te enfrentan…¿Cómo generar un proyecto común que no sea el mío ni el suyo sino el de ambos?
  • Incluso cuando ya conoces cada miedo y temor del otro…¿Cómo no caer en la tentación de utilizarlo?
  • …(aquí que cada uno añada lo que quiera, porque la lista es larga, serán bienvenidos añadidos a este listado en los comentarios :-))

Porque los buenos amores no parecen resentirse de las grandes pruebas. Muy al contrario, se crecen en ellas. Es en esos momentos de dolor, de sufrimiento o de angustia donde ese amor que les une les hace fuertes. El peligro no viene de los grandes dolores sino del día a día, de la rutina, de lo ya sabido, lo ya sospechado, lo ya dicho.

Así que estos días más que nunca me doy cuenta de que los grandes amores, y en esto incluyo no sólo a la pareja, aunque haya hablado sobre todo de ella, sino a los hijos, a los amigos, su mayor prueba no es gestarse, encontrarse sino SEGUIR AMÁNDOSE, permanecer y perseverar. Seguir optando por el otro, por amarle y por cuidarle, por ser amado y por dejarse cuidar.

Mi reconocimiento y mi admiración a todos los que lo logran cada día. Esos milagros, justo esos de los que poca gente habla o escribe, son los que hacen que este mundo sea un lugar que merece la pena vivirse.

Pepa

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El valor de la presencia

Desde hace un tiempo, muchas cosas parecen devolverme al ESTAR. A la opción de dejar de hacer para sólo estar, y desde ahí, SER. Y me ocurre en lo personal, y en lo profesional.

Mi comprensión sobre mi trabajo como psicóloga ha dado un giro muy potente en los últimos años, y no sólo por la evidencia científica que me voy encontrando en cuanto leo y conozco, sino por mi propia evolución, mi propio proceso. Y ese giro es hacia el cuerpo, hacia mi cuerpo, hacia nuestros cuerpos.

El ser humano tiene tres núcleos de conocimiento: el cerebro, el corazón y las tripas, nuestras grandes olvidadas. Porque la persona se gesta desde las tripas, no desde la mente, ni siquiera desde el corazón, sino desde las tripas. Todas los caminos de la psicología por donde voy adentrándome (desde mi base teórica del apego hasta los últimos avances de la neurofisiología o el valor de técnicas como el emdr) me llevan a comprender que nuestro psiquismo se genera desde el amor, y ese amor se recibe y se trasmite a través del cuerpo y la presencia.

Tomo robada una frase a David (gracias) que no tiene desperdicio, dice así: «del caos surgen las formas a través del amor». Y el amor se siente, se reconoce y se vive en el cuerpo.

Nuestra «civivilización» occidental ha ocultado y renegado del cuerpo y ahora todos los avances científicos nos llevan a comprender que es la memoria que hay en nuestro cuerpo, en nuestras células, en nuestras redes neuronales la que nos constituye como personas. Sabemos que esas memorias las generamos a través de las relaciones afectivas. Pero hay que dar un paso más: esas relaciones afectivas se gestan a través de NUESTROS CUERPOS.

Y eso me devuelve al plano personal, al más íntimo: a la PRESENCIA, al «estar ahí» que decía siempre mi madre. Me devuelve a esa necesidad de presencia física que todos tenemos, de caricias, de miradas, de poder encontrarnos en los ojos de otra persona para poder existir. De esas rutinas de amor que acaban constituyéndonos como personas, metiéndose en nuestro día a día hasta el punto de parecernos obvias y al mismo tiempo sernos imprescindibles. Esas personas, esos objetos que forman parte de nuestra alma, porque han estado siempre ahí, de un modo u otro. Los pudimos PALPAR.

Me devuelve a la sabiduría antigua, más primaria, ésa que hace que las madres, padres, abuelas y abuelos pasen horas sin término simplemente estando a nuestro lado. Y al contrario también, al valor que tiene «desaparecer», «no estar», «huir» o «abandonar», palabras que configuran heridas de cuerpo y alma, que dejan huellas con las que las personas se ven forzadas a acostumbrarse a vivir.

Hasta para morir nos hace falta la presencia: el valor de despedirse, de tener un cuerpo, un objeto, un lugar donde reencontrar nuestra memoria, desde el que poder decir adiós. Las personas a las que les arrebatan hasta eso se quedan mucho más ancladas en el dolor.

Nuestro cuerpo al final tiene un doble valor. No es sólo una cuestión de salud física, es que es desde nuestro cuerpo desde donde se crea nuestra alma y el alma de quienes amamos. Estar presente, estar ahí físicamente, hacerse presente ya no es una opción: es una necesidad.

Ojalá nos lo enseñaran más y antes. O quizá es que yo soy lenta en aprender 🙂

Pepa

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Amar y proteger

Llevo un tiempo siendo consciente de una diferencia que, poco a poco, crece en valor ante mis ojos. Por eso quiero compartirla, justo después de un fin de semana donde mi familia me la ha recordado desde sus propios ojos: la diferencia entre amar y proteger.

He comprendido que se puede amar a alguien con locura y al mismo tiempo no saber o no poder protegerle del daño. Pasa en parte porque tu propio dolor te impide ver ese daño, en parte porque no puedes ni imaginarlo, en parte porque no pones consciencia sobre ese daño. Y al contrario igual, se puede proteger al extremo a un niño y nunca llegar a amarlo, sino hacerlo porque es tu obligación.

Es posible crecer sintiéndose amada y al mismo tiempo desprotegida. Eso te lleva a vivir con miedo, siempre alerta, hasta el extremo de hacerlo insconscientemente, de forma natural. Construyes una vida desde el control, desde la soledad, desde el miedo a pedir ayuda y el convencimiento de que debes salir sola adelante. Derrumbar ese convencimiento es una tarea difícil. Aprender a mostrar tu vulnerabilidad, tu humanidad, a decir «no sé» o «ayúdame» lleva un tiempo, y a veces se te puede pasar la vida sin lograrlo. Encuentras tus muletas, tus ayudas, tus trucos que te dieron seguridad y al mismo tiempo se vuelven una trampa, porque deshacerte de ellas te enfrenta de nuevo a la soledad, y al miedo.

Proteger conlleva una consciencia, una opción. Hay que mantener los ojos abiertos, el corazón listo y receptivo, escuchar y mirar muchas más horas de las que hablas, estar presente horas sin límite. No caer en la tentación de crear a su alrededor esa burbuja que necesitas para calmar tu ansiedad, pero que deja a nuestros hijos más a la intemperie si cabe. Aprender a dejarles caer pero estar cerca para que puedan levantarse, enseñarles a contactar con su propia historia personal, con sus propias «tripas» para que puedan reconocer y diferenciar las emociones, y legitimar las sensaciones corporales que les van a guiar cuando todo lo demás parezca confuso.

La paradoja es que para poder proteger a nuestros hijos debemos ser capaces de no tener miedo de nosotros mismos, de nuestras emociones, de nuestra impotencia, nuestra debilidad y nuestro ser a la intemperie. Y no todos queremos hacerlo. Al menos no siempre.

No basta con amar. Hay que hacer algo más, y ese algo comienza por nuestro interior, nuestra historia, nuestros miedos, nuestros dolores.

Porque al final descubres que sólo puedes enseñar a tu hijo a ser feliz siéndolo tú. Porque educas en lo que vives, y si no conoces la felicidad, la confianza o y el amor, no puedes darlos. Por eso la mejor inversión de amor es sanar tu propia historia para ser feliz. Porque siéndolo tu hijo aprenderá esa felicidad de ti.

Para mí estos meses están siendo una parada en el camino, un pasar página, un nuevo comienzo. El nuevo comienzo al que me llevó el camino que me hizo emprender mi hijo. Un camino de amor.

Pepa

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Honrar la existencia en forma de caricias

Quiero empezar el año transcribiendo una cita del último libro que estoy leyendo, «Diez mujeres» de Marcela Serrano, una de esas escritoras a las que sigo la huella y que me atrevo a recomendaros.

Lo dice una de sus protagonistas, ya una anciana, y que habla de cómo al final de su vida lo que más echa de menos es el afecto, no el amor de pareja, ni el sexo, sino el afecto. Dice así:

«…El proyecto de esa mujer fue su nieto. Fue el que evitó la soledad final: la soledad de la piel. Nadie te toca. La gente no se anda tocando, con justa razón. Y el sexo es un recuerdo perdido. Das tu vida por un abrazo fuerte, por esa fuerza única que te sujeta, te contiene. O por ese cariño en el pelo para que te quedes dormida. A veces creo que sólo pido eso: una mano en el pelo antes de quedarme dormida para siempre.»

Honrar el alma, el ser, el corazón y el intelecto de otra persona a través de su piel, de su cuerpo. Recordar que acariciar forma parte de amar, sin connotación sexual o con ella. Honrar es más que aceptar, es reconover y valorar, y en cierto modo un camino hacia el amar.

Y llenar nuestra vida de ese «estar ahí» que gesta y mantiene el amor, de esa presencia física más allá de las pantallas, las distancias y los agobios, de llenar nuestra vida diaria de caricias, algunas más sutiles pero la mayoría cuanto más obvias, mejor 🙂

Y para los que no veis el blog de espirales, un último video que quizá os guste, esperando no pecar de pesada 🙂 http://www.espiralesci.es/blog/video-de-pepa-horno-la-violencia-emocional-esta-en-nuestra-forma-de-relacionarnos/

Os deseo a cada uno de los y las que me leéis que recibáis cada día un abrazo que honre vuestra existencia,
Pepa

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Ser familia

Una de las cosas maravillosas que tiene mi trabajo es que te vas encontrando cada día motivos para la esperanza y para la fe (sin dar a esta palabra connotación religiosa alguna). Esos motivos te aparecen en forma de personas, de organizaciones, de rostros que se quedan grabados dentro de ti: personas que te escuchan en una conferencia y luego se acercan a ti y te cuentan su dolor, personas que creen en el trabajo bien hecho y ponen su alma en ello, personas que conciben que trabajando con personas la rigurosidad en los conocimientos, técnicas y metodologías no es negociable, pero tampoco lo es la humanidad, el trabajo con la propia historia personal, la vulnerabilidad y el reconocimiento de la propia impotencia. Conocer los propios límites y saber pedir ayuda forman parte de las habilidades necesarias para un buen profesional en el ámbito de protección.

Pues todo ello lo encuentro a diario, pero hoy quiero hacer desde aquí un homenaje particular a la gente de IGAXES3 con la que trabajé hace unas semanas, y a cuatro grandes hombres galegos (y al quinto ausente pero presente) que me llevaron a cenar en una noche lluviosa en Santiago. Vaya para ellos mi reconocimiento y mi agradecimiento. Por ser quienes son y como son, por estar donde están, por hacer lo que hacen, y por representar a toda esa gente que guardo en el alma y me recuerda a menudo que este trabajo nuestro es un privilegio, porque nos da la oportunidad de generar vida y esperanza además de, en algunas raras y preciadas ocasiones, devolver la memoria y la justicia a quienes no la tuvieron.

Comparto con vosotros un video que me grabaron en ese último viaje, en el que me preguntaron qué hacía falta para ser familia de un niño o niña. Era un día en que estaba agotada, llevaba ocho o nueve talleres seguidos en dos semanas, pero si os olvidáis de mi mirada cansada, creo que os gustará. Aún hay otro video en el que hablo también de nuestra profesión, pero ése os dejo a vosotros la opción de si queréis buscarlo.

Pepa

Pepa Horno: para ser pai ou nai hai que vencer o medo from Igaxes3 on Vimeo.

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