Mañana es 5 de julio. Y cada cinco de julio en mi vida es un día cargado de amor. Un 5 de julio murió mi madre. Y a partir de mañana, que se cumplen veinte años de su muerte, llevaré más tiempo viva sin ella que con ella.
SIN ELLA. Ese es un concepto que no existía para mí hace veinte años. Recuerdo esa sensación de que mi vida se había parado. La certeza de que algo de mi alma había muerto sin remedio. Ese enfado con el mundo porque siguiera moviéndose, vibrando sin ella. Sin ella. Imposible.
Recuerdo el día anterior a su entierro, ese momento en que se llenó la casa de gente y yo necesité huir. Cogí mi coche, aquel primer Ibiza rojo, y empecé a conducir sin dirección. Sólo necesitaba salir de allí. Recuerdo la sensación de irrealidad, viendo pasar la carretera, sin saber siquiera dónde iba. Ese mismo toque irreal que llega cuando la persona que amas y que te ha dado la vida te deja huérfana, como árbol desgajado de sus raíces.
Entonces lo supe, y ahora con mi hijo lo he confirmado. Creo que hay dos tipos de vínculos en la vida, los verticales y los horizontales. Los verticales, los padres y los hijos casi siempre, son tu ancla a la vida, tus raíces, tu alimento, los que te dan tu lugar en el mundo. Uno acaba siendo de donde son sus padres o de dónde son sus hijos, algo así. Cuando pienso en los padres, pienso en quienes te criaron, no necesariamente quienes te parieron. Cuando hablo de los hijos, hablo de aquellos a quienes elegiste criar, no sólo de aquellos a quienes pariste.
Cuando los pierdes, tengas la edad que tengas, te quedas desgajada. Si tienes suerte y ya tienes hijos cuando pierdes a tus padres, que es lo más habitual, la sensación se atenúa, pero si no, te quedas colgando en el vacío. Y sea como sea, la sensación de orfandad te llega aunque tengas sesenta años. Los otros, los vínculos horizontales (los hermanos, los amigos, la pareja..) son compañeros de camino, más o menos profundos, más o menos prolongados, pero compañeros de vida. Te acompañan. A veces pasa, en afortunadas ocasiones pasa, que la pareja se convierte en raíz. Pero no es lo común.
Y ahora resulta que ese mundo sin ella va a empezar a ser más largo, más profundo que el anterior. Parecido en cierto modo a cuando llegué a ese momento de mi vida donde llevaba más tiempo viviendo en Madrid que en Zaragoza, y me di cuenta de que ya no era de un sitio ni de otro, sino de los dos. Pero también comprendí que mi hogar estaba en Madrid, con mi hijo.
Del mismo modo, ahora mi vida es más sin mi madre que con ella. Mi hijo no pudo conocerla, mucha de la gente que nos ama no llegó a conocerla, no estuvo en el final de mi carrera, ni en las presentaciones de mis libros, ni en los cursos y las conferencias. No pudo viajar el mundo conmigo, ni subir al Machu Pichu, ni sentarse junto al Mekong, ni viajar por la Patagonia ni tantas otras cosas. No pudo abrazarme cuando me enamoré, ni ser abuela.
Sé que en gran medida soy lo que soy por aquellos seis años de enfermedad que precedieron a su muerte y por aquel primer 5 de julio, pero no ha pasado un sólo día de estos veinte años en el que no cambiaría todo lo que he vivido después por poderla abrazar de nuevo. Pero ése es el trato. Amar implica también despedirse llegado el momento. Y como me dijo ella poco antes de morir: «Cuando muera no llores, porque todo lo que podría haberte dado, ya te lo habré dado».
La vida es también sus ausencias. Y ese dolor de no poder dejarse en su regazo, no poder sentarse en aquel mirador a desayunar juntas y conversar, no poder ya cantar con ella en el coche…siguen siendo ausencias por muchos años que pasen. Tan sólo con el tiempo te acostumbras a vivir con esos huecos dentro de ti.
Una de las cosas que aprendí pronto en la vida, con su muerte, con la de mi padre, con algunas otras cosas…es que los momentos pasan, que hay que pillarlos al vuelo. Si necesitas decirle algo a alguien, hay que decírselo ahora, alto y claro, no mañana ni pasado ni dentro de un mes. Es importante acostarte con la certeza de que la gente que amas sabe que la amas. Y si deseas algo con intensidad y no saltas por miedo al vacío, sencillamente te pierdes la vida. Y la vida es frágil y maravillosa, cruel y vulnerable. Y no tiene cambio, vuelta ni devolución.
Asi que cuando llego a esta vida definitivamente sin ella, me reafirmo en algo tan inefable pero real como lo es el dolor de su ausencia. Y es que el amor es lo único que sobrevive a la muerte y lo único que da sentido a nuestras vidas. Amar y ser amada. Con razón dicen que en realidad no mueres hasta que no muere la última persona que te conoció y te amó.
Porque ésa es la vivencia más radical de mi vida sin ella: su permanencia, su presencia constante dentro de mí, cuidándome, guiándome, protegiéndome, a mí y a su nieto. Cada vez que oigo a mi hijo hablar de la abuela Asun a quien no conoció, pero a quien tiene presente de una manera tan natural. Cada vez que tengo miedo y escucho su voz. Cada vez que añoro sus abrazos y llega, como por arte de magia, alguien que me ama y me abraza…en cada huella, detalle…ahí está ella.
Y mañana, 5 de julio, seremos varios los que, veinte años después, seguiremos teniendo un día conmovedor y varios los que nos enviáremos mensajes hablando de ella, pensando en ella. Y su amor seguirá aquí, en esta vida sin ella que en realidad hace tiempo que comprendí que es mi vida con ella de otra forma.
Porque aquella carretera que pasaba delante de mi casi sin verla se ha convertido en parajes hermosos, a veces muy cercanos y a veces muy exóticos, llenos de gente amada. Aquel sillón en que conversaba con ella en el mirador de casa de mis padres es hoy el sillón que utilizo como terapeuta, esas narraciones que me «obligaba» a hacerle cada día en la merienda sobre mi día en el colegio son sobre las que construyo mis cursos y mis talleres. Esa forma suya de peinarme ante el espejo devolviéndome mi valía con la que impedía que el maltrato que viví en el colegio dañara de forma irreversible mi alma es la misma desde la que hablo a los niños y a las personas que llegan a mi que han sido víctimas de maltrato o de abuso. Aquella música y aquella risa que casi olvida con las penas que vivió pero que luego recuperó en su enfermedad son las que yo ya no he olvidado nunca. Sus amigos son también mis/nuestros amigos. Y esos abrazos en los que me envolvía son casi los mismos con los que despierto cada mañana a mi hijo.
Y sobre todo…ese valor, esa capacidad suya de amarnos por encima de su dolor, de convertirlo en algo hermoso.. es mi motor, mi fuerza para cada salto al vacío que he dado después de aquel primer 5 de julio. Y han sido muchos saltos.
Ya lo dijo el zorro cuando el Principito le dijo que se iba:
– Voy a llorar.
– Pero es culpa tuya. Yo no quería, pero tú insististe en que te domesticara y ahora vas a llorar.
– Así es.
– Entonces no has ganado nada.
– Sí he ganado, he ganado el color de los campos de trigo.
No lo olvidéis, todos tenemos nuestros campos de trigo. Y esos no se van jamás. Al contrario, cada día son más bellos. Incluso veinte años después.
Pepa