Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Cuentos

El artista y la dibujante de mapas

Erase una vez…

Un artista que no sabía que lo era, con alma de niño y mirada inocente. Una de esas personas que buscan la belleza en lo pequeño, lo obvio y lo efímero.

Como todo buen artista, llevaba años buscando la perfección. Siempre había un nuevo matiz, una sombra que no cuadraba, un detalle que se le había escapado. Y de nuevo pensaba: «quizá mañana».

Atesoraba imágenes, momentos, frases, ideas. Llenaba cuadernos, archivos de ordenador y su cabeza, sobre todo su cabeza. Como si su cabeza fuera un inmenso mar en el que cupiera el universo.

Lo que él ignoraba, o más bien lo que no quería aceptar, era que el arte, igual que la vida, implica elegir: una forma sobre otra, un enfoque entre los mil posibles, un color o matiz en toda la paleta, un sonido que eclipse a los demás. La totalidad, la inmensidad no tiene forma y al no tenerla, no puede ser percibida. Sentida sí, pero percibida no.

Hasta que un día que se sentía un poco más desesperado de lo habitual, algo más perdido, acelerado y asustado de lo que se había convertido en costumbre, empezó una conversación de almas con la niña del corazón alado que se escondía bajo una dibujante de mapas.

Él la miraba asustado y ella le sonreía confiada. Él nunca entendió de dónde nacía esa confianza en aquellos ojos que lo miraban. Pero eligió. Aquella fue quizá su primera elección. Eligió confiar en ella.

Y, poco a poco, ella fue dibujando el mapa. Le iba haciendo tomar pequeñas elecciones, pequeñitas para que no se asustara de todo lo que dejaba atrás cada vez que optaba. Le hacía parar y mirarse y mirarla en silencio.

Y así aquel artista empezó a elegir una foto entre las mil posibles, un rostro entre los cientos que veía cada día, el dolor antiguo entre los mil temblores que sentía, un tono y algunos matices. Y aunque su cabeza seguía guardando la inmensidad del mar, empezó a identificar en aquel mar hilos con distintos tonos de azul. Hilos que atravesaban la inmensidad y le llevaban a un lugar en concreto, impidiendo su desarraigo. Encontró puertos y dio forma a algunas de sus mejores obras.

Mucho tiempo después, cuando ya el eco de la voz de la dibujante de mapas era para él tan sólo como el sonido del mar, algo que se siente en la piel y te humedece de ternura, pero lejano, una pregunta empezó a repetirse dentro de su cabeza como un mantra: De dónde nació su confianza en él si no le conocía? De dónde sacaba la dibujante de mapas esa confianza con la que le envolvía cada vez que le abrazaba?

Aquella pregunta se volvió obsesión de artista. Ninguna respuesta era suficiente. De nuevo la búsqueda de la perfección. De nuevo, la infinidad de tonos, matices y sensaciones. Y es que la vida aún le guardaba un aprendizaje esencial: aprender a mirarla. Le costó porque siempre le miraba desde él.

Pero un día lo logró. Y ni siquiera su alma de niño y de artista le había preparado para lo que vio. Porque al mirarla, se vio en sus ojos. Los ojos de la dibujante de mapas estaban llenos de mar.

Pepa

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La vida bajo el hielo

Erase una vez..

Un hombre con alma de niño. Esas almas inocentes que no conciben la crueldad aunque sean capaces de ella. Esas almas limpias que no saben dibujar la negrura aún cuando les rodee. Aquellas justamente que encuentran en el jugar, gozo y en la fábula, consuelo. Esas almas de niño.

Su piel era suave y su mirada, tierna. Pareciera que la vida no había hecho mella en ninguna de las dos. Pero como en las buenas historias, y la vida siempre es una buena historia, el segundo registro era el más valioso.

Como les sucede a las personas heridas, las huellas de su piel escondían una frágil hermosura. Aquella piel hablaba del frío de la estepa, del llanto silencioso y de las caricias contenidas.

Él recordaba el sabor del mar, los sonidos de aquella vieja casa de pueblo, el crepitar del fuego y el brillo del sol en las hojas de los árboles. Recordaba la voz de su madre mientras le acariciaba el pelo y el olor a cocina antigua.

Apenas sabía decir dónde quedó todo aquello. En algún momento la vida se había escondido bajo un manto de frío y su cuerpo se había ido acostumbrando a la parálisis y al silencio. Quizá no había sido un momento, sino el cúmulo de las horas, los días, los destellos. Él era un niño, ni siquiera lo vio venir.

Se puede vivir congelado, el corazón anida bajo el hielo. Se vive en silencio, en soledad, como desde lejos. Pero se vive. Y desde fuera el corazón apenas se escucha bajo un ropaje de disfraces exquisitos. Hace falta mucho valor para conservar la inocencia bajo el hielo, la caricia en el desierto. Y sobre todo para estar dispuesto a volver a temblar.

Pero si sostienes el temblor, entonces llega el destello. Y esa primera caricia que quiebra el hielo. Casi siempre en otra mirada, muchas veces una mirada tejida de tu misma piel. Esa risa infantil que te ancla a la vida más allá de cualquier tormenta.

Y el hielo se hace agua. Agua salada de lágrimas, mares y sudores. Agua que suena en forma de cuentos, juegos, caricias y sopas. Agua que limpia.

Por eso aquel hombre tenía alma de niño, porque había tenido quien le mirara y en quien mirarse. Y ahora que el hielo se había derretido, a ratos temblaba aterido por la intemperie. Pero había aprendido sus dos recetas mágicas. Primero, volvía al sol. A sentir cómo le calentaba la piel y el alma. Y luego, como refugio infalible, volvía a su abrazo, tumbados en la cama antes de dormir.

Pepa, hoy me nace un pequeño homenaje a los hombres valientes.

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El diccionario de las almas

Érase una vez…

Una niña de ojos profundos. Cuando se acercaba a la gente, su mirada se hacía caricia y las personas lo notaban. A algunas les gustaba aunque otras sentían un escalofrío.

Las personas, cuando crecen, suelen olvidar que mirar es algo profundo y hermoso, pero también cansado. Si se mira con lentitud, cadencia y detalle, son infinidad las formas, los colores y las estrellas. Por eso, cuando la niña se cansaba, se refugiaba en brazos de su madre y escondía su rostro en su pecho. Allí cerraba los ojos y tan sólo escuchaba aquel hermoso corazón.

Otras veces, cuando su madre no estaba en casa, se metía en el cuarto de su hermano, en silencio, hasta que él le hablaba o le proponía jugar. Y las tardes volaban hasta menguar la luz, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

En el colegio todo era mucho más difícil. Nada más subir al autobús, eran muchos los niños que la miraban y ella sabía leer la tristeza y los miedos detrás de aquellas miradas. Luego el ruido de los pasillos, aquellas pizarras, las páginas de los libros llenas de secretos escondidos..a veces se quedaba mirando por la ventana sólo para ver un cielo de azules sutiles y espaciados.

Y todo aquello le dejaba dentro un caos de imágenes que apenas sabía ordenar. Demasiada información para aquellos ojitos profundos. Con el tiempo entendió además que lo que ella podía ver no todos los veían, sobre todo lo que habitaba en el corazón de las personas. Y empezó a tener miedo: miedo a quedarse sola, a que no la quisieran, a que el dolor que veía se le incrustara en el alma.

Su madre, cuando cada noche la abrazaba, se daba cuenta de que el corazón de la niña latía desbocado en su pecho y cada vez le costaba más acompasar su ritmo. Al mirar a la niña y ver la angustia en sus ojos, entendió que tenía que enseñarle el diccionario de las almas: aquel libro antiguo, tesoro escondido para muchos, que permite ordenar el caos, nombrar el dolor y expresar el amor.

Y, a partir de ese día, le fue enseñando las palabras de aquel diccionario: el temblor, la ternura, la penumbra, el gozo..y tantos otros.

De esa forma la niña perdió su miedo a mirar. Sabía que narrando y nombrando, hasta los monstruos de los cuentos empequeñecen. Aprendió que había palabras en ese diccionario que sólo la persona puede nombrar. Ella no debía correr, tenía que saber esperar, callada, a que las personas pudieran ver y nombrar lo que ella veía.

Aprendió mucho más tarde, cuando dejó de poder esconderse en el pecho de su madre, que hay dolores que carecen de palabra justa para ser nombrados. Y mucho, mucho más tarde, cuando sintió a su hijo acompasar su corazón al suyo, empezó a convertir aquel diccionario en pequeños cuentos o historias que inventaba para él cada noche.

Por el camino encontró personas que conocían aquel código desde muy antiguo y muchas otras que vivían perdidas sin él. Y alma a alma, desde su madre a su hijo, desde su hermano a sus sobrinos, de un alma a otra, supo que la vida son espirales: ser mirada y mirar, ser nombrada y nombrar, ser acariciada y acariciar.

Pasados los años, cuando aquella niña ya sólo vivía en el pecho de una mujer, seguía mirando el horizonte, el azul del cielo o del mar, para dar reposo a sus ojos de niña. Calla, le decían aquellos ojos, sólo mira y calla.

Pepa
En la reunión de Espirales CI, julio 2024

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El hilo de estrellas

Erase una vez… una pequeña aldea frente al mar donde el olor a azahar se mezclaba con el cántico de las olas. Era un lugar pequeño, bravío y hermoso donde crecer era algo liviano. Cuando los viajeros llegaban a aquella aldea sentían que su alma temblaba. No era un escalofrío, ni siquiera vértigo, era algo parecido a un pálpito, ese tipo de sensación que uno siente cuando presencia lo extraordinario.

Y es que los niños y niñas de aquella aldea eran diferentes. No sólo por sus melenas rizadas o por el iris de sus pupilas que cambiaba de color con el sol. Lo eran en su forma de acercarse a los desconocidos, tanto o más que en la forma de tomarse de la mano entre ellos. Era como si un hilo invisible los uniera y quien llegaba de visita sabía desde el primer instante que presenciaba algo mágico.

Muchas de las personas mayores de la aldea sonreían ante las preguntas asombradas de los viajeros sobre sus niños y niñas. Sus sonrisas estaban llenas de melancolía. Cómo nombrar lo inefable, aquello de lo que fueron parte hasta que les asaltó el miedo. No les pasaba a todas, había algunos ancianos que sonreían con sonrisa pícara, nada melancólica. Eran aquellos que habían atesorado el secreto durante toda su vida. A esos ancianos y ancianas era fácil reconocerles porque siempre tenían cerca algún bebé de melena larga y ojos de sol.

Y si algún visitante se atrevía a mirar silencioso, a responder a la sonrisa pícara de algún anciano y sentarse a su lado al caer la tarde…entonces presenciaba la magia, esa magia que se esconde casi tan evidente delante de nosotros que sólo quienes saben mirar pueden verla. Escondida en el brillo del sol en las hojas de los árboles, en las caricias de aquellos ancianos, en el sonido del mar de fondo y en la brisa de la tarde.

Ninguno de esos niños y niñas, ninguno de aquellos ancianos y ancianas tenían cuerpos fuertes y aguerridos. Más bien al contrario. Parecían frágiles y quebradizos, como si hiciera falta una inmensa dulzura y ternura para sostenerles. Y no es que lo pareciera, es que así era. Todos ellos permanecían unidos por un hilo de estrellas. Y como todos los hilos de amor, era un hilo casi invisible.

La paradoja era que para enlazarse en aquella red de estrellas la única condición era la valentía. El valor que sólo llega cuando nos atrevemos a mostrar nuestro dolor. Uno de los niños tuvo que enseñar el rugido de la ballena que habitaba dentro de él y que siempre pensó que si permitía que sonara, ahuyentaría a los otros niños y niñas. Otra niña había tenido que mostrar la herida del erizo de mar que cuando era bebé le clavaron en la piel y cuyas espinas seguían haciéndole sangrar cada vez que alguien trataba de tocar su alma o su cuerpo, que al final eran lo mismo. Una anciana, para poder sostenerse en el hilo de estrellas a lo largo de los años, había tenido que mostrar a los demás el dolor del hijo que su madre perdió antes de que ella naciera y que tantas veces la hizo sentir asustada y sustituta. O aquel otro niño de la melena saltarina había tenido que dejar que los demás vieran la sangre que brotaba de su costilla desde el día en que su padre decidió irse.

Casi todos ellos habían tardado años en dar el paso, hasta que un día habían reunido el valor suficiente. Ese día habían bajado al mar, a ese lugar donde las estrellas parecían estar un poco más cerca. Y con cuidado, habían tomado una estrella y guardado en ella su dolor. Al hacerlo, lo exponían, se exponían ante todos los que supieran leer las estrellas. Se mostraban frágiles y vulnerables y pequeños y se arriesgaban a que los demás les vieran, les sostuvieran o les juzgaran. Habían aprendido muy pronto en sus familias que hay una fortaleza, la de la eternidad, a la que sólo se llega asumiendo el riesgo de la fragilidad; y un amor profundo, al que sólo se llega asumiendo el riesgo de que te hagan daño.

Muchos tuvieron suerte y pudieron volver a colocar la estrella a tiempo en el cielo y dejarla brillar, como brillaban sus melenas a partir de ese día. Pero no siempre sucedió. Muchos no supieron hacerlo, no soportaron la sensación de fragilidad, de intemperie que sentían al cobijar en sus manos aquella estrella y al saber que otros podrían ver su alma. Otros rompieron la estrella por lo mucho que temblaban al guardar en ella su dolor y se llevaron dentro la oscuridad del silencio. Algunos encontraron sombras o rayos o truenos ocultando las estrellas, todo ese ruido que generan quienes no pueden sostener el dolor propio y por tanto tampoco el ajeno. Muchos de esos niños y niñas que no llegaron a entrelazarse al hilo de estrellas se convirtieron en personas adultas de cuerpos grandes y ojos apagados. Personas que se enfadaban a menudo, que corrían mucho y lloraban a escondidas. Pero aún así, incluso esas personas habían decidido quedarse a vivir en aquella aldea. Porque cuando el mar sonaba y el sol salía cada amanecer, calentando sus cuerpos entumecidos, por un momento se sentían frágiles, pequeños y capaces de valentía.

Y a su alrededor, los niños y niñas de melenas largas y ojos de sol se sostenían en la ternura de unos con otros, en las caricias en la cabeza y en el pelo, en la mirada silenciosa. Y a su alrededor cobijaban aquella aldea bajo un manto de estrellas frágiles pero eternas.

Pepa
Mayo 2024

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La piel habitada

Érase una vez…

Un lugar frente al mar donde las personas nacían sin piel, casi, casi transparentes. En los cuerpecitos de los bebés se reflejaban el sol, las praderas, las calles de piedra y la espuma del mar que bañaba aquel lugar. Guardaban su luz. Eran hermosos, llenos de reflejos de colores infinitos.

Sin embargo, a menudo las madres y los padres, cuando recibían aquellas vidas nuevas, se asustaban de tanta belleza. No por la belleza sino por la fragilidad que implicaba. Miraban embelesados tanta hermosura y al mismo tiempo se preguntaban cuándo o qué la haría romperse.

Muchos de ellos encontraban en la memoria de sus propios cuerpos la receta ancestral que tejia la piel de los bebés de aquel lugar que no era otra que las caricias. Y desde el primer momento veían cómo sus caricias y sus abrazos iban creando una fina capa protectora del cuerpo de sus bebés.

No era una capa muy gruesa, así que no impedía las heridas que a veces la vida ponía en sus caminos. Por eso, casi todos los bebés que crecían acariciados, traían también algunas costras y marcas en su piel. Pero se convertían en personas que abrazaban y se dejaban abrazar, que temblaban con la risa y con el llanto, que cuando tenían miedo se tomaban de la mano porque sabían que la piel se hace más fuerte en contacto.

Pero no todos los padres y madres tenían esa memoria en sus cuerpos. Algunos se asustaban tanto que trataban de no tocar a sus bebés, con miedo a quebrarlos, a quitarles su luz o a llenarles de los reflejos de sus noches. Otros, asustados, los escondían en sus casas para que el viento no los hiriera. Algunos los entregaban al mar pensando que no les pertenecía tanta belleza.

Y aquellos bebés crecían aprendiendo a ocultar su luz. Lo hacían haciéndose grandes, cubriéndola de un caparazón que permitía resistir las tormentas. Sus cuerpos guardaban heridas que parecían accidentes. Podían caminar las montañas con frío y buscar alimento donde otros se paralizaban. Era muy ágiles, salvo cuando estaban cerca de otras almas. Entonces su caparazón se volvía rígido y torpe.

Otros aprendían a esconderse. Se quedaban quietos, casi como si no temblaran, esperando que el reflejo de su luz no se deshiciera al contacto con el aire. Se escondían detrás de libros y pantallas, porque ninguno de los dos amenazaba su cuerpo sin piel. Guardaban su alma impregnada del miedo de sus padres.

Pero no hay historia sin magia, ni belleza sin alquimia. Y algunos de aquellos bebés, al hacerse mayores, decidieron ser valientes con miedo. Eligieron el gozo y el sufrimiento.

Una mujer valiente había escrito hace tiempo que «todo lo que cura es agua salada: las lágrimas, el sudor y el mar». Así que aquellos niños y niñas escondidos en cuerpos de hombres y mujeres transparentes decidieron buscar su propia piel.

Empezaron por ir al mar. Y los que habían crecido escondidos descubrieron que ni el mar ni el aire los dañaba. Sintieron su cuerpo calentarse con los destellos que el sol dejaba en ellos y vibraron con la caricia del agua. A veces, mientras nadaban, les parecía increíble que su cuerpo no se deshiciera en el agua como temieron que pasaría. Y, en algún que otro instante, llegaban a sentir que tenían piel.

Respecto al sudor, ése era el fácil, ya lo conocían y sabían lo que escuece. Algunos de ellos lograban corriendo, haciendo deporte y ejercicio sentirse contenidos en su cuerpo.

Pero quedaban las lágrimas. Los bebés que habían crecido acariciados sabían de sobra que las lágrimas no son un problema, muy al contrario, porque llorar les traía refugio y caricia. Pero para aquellos bebés que no fueron tocados, las lágrimas suponían el terror de deshacerse. Tenían la sensación de que si empezaban a llorar, todo su ser se desharía fuera de ellos y su control.

No todos los cuentos tienen un final feliz. Al menos no siempre. Porque hace falta mucho valor para llegar al final feliz.

Y el final de nuestro cuento es que algunos lograban llorar. Pero no todos. Lo hicieron aquellos que encontraron el abrazo donde llorar. Ese abrazo que, palmo a palmo, fue devolviéndoles las caricias necesarias para deshacer caparazones o para romper parálisis. A veces era el abrazo de otros padres y madres. Pero casi siempre era el abrazo de otro niño o niña que, ya de mayor, había hecho su propio camino para recuperar su piel.

Porque ésa era la magia que escondía aquel lugar. No era una magia obvia ni común. Pero estaba ahí. Era la magia de los abrazos, las caricias, las manos tendidas sobre el mar. Incluso en medio de la tormenta.

Y al dejarse abrazar, sus cuerpos más grandes o más pequeños, más altos o más bajos, más gordos o más flacos, se recubrían de piel. Y su piel se convertía en un mapa. Un mapa sutil y hermoso lleno de destellos de mar que sólo quien acaricia puede descifrar.

Pepa, el último día de mi inolvidable 2023

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El viento habitado

Aquella niña vivía en el desierto. No uno de arena, sino de roca. No de sol abrasador, sino de viento de estepa. Un infinito de tierra aparentemente yerma.

Siempre se preguntó dónde acabaría aquel desierto, si tenía fin la estepa, si el viento podía llegar más allá. Sus padres hablaban de otras tierras, de verdes praderas, de bosques profundos. Hablaban de la mar. Y aquella niña trataba de imaginar la inmensidad azul, el movimiento constante, la caricia tierna y la fuerza inesperada. Apenas lo lograba.

El viento anidaba en su desierto y cada noche dibujaba formas imposibles de atrapar en el cielo que veía desde su cama. Ella se dormía con aquel sonido: el viento de tierra adentro. Trataba de intuir su lengua pero sólo escuchaba una palabra: «vuela».

Ella quiso ser viento. Deshacerse. Perder su cuerpo. Olvidar la materia. Flotar. Porque el viento no se puede capturar, herir, partir, ni apresar. El viento puede huir siempre. El viento guarda sonidos y a veces tormentas, pero siempre pasan.

Lo que muchas personas no saben es que un alma puede ser viento y tierra al mismo tiempo. El cuerpo puede ir a la escuela, jugar, estudiar. Puede abrazar, acariciar, sonreir y germinar. Y todo eso mientras el alma vuela como viento. Para el viento encarnarse es tan difícil como para el cuerpo volar.

Aquella niña leía para ser viento. Veía películas para ser viento. Imaginaba cosas mientras los demás hablaban para flotar como el viento. Corría mucho para tener la sensación de casi despegar. Inventaba historias, heroínas intensas, dragones degollados, islas imaginarias…a las que salir volando cada mañana al despertar. Y cada noche le pedía al viento desde su cama que la llevara con ella. Pero él nunca pudo hacerlo, porque pesaba demasiado para poder volar.

Había algunos momentos en que aquel viento interior se deshacía. Le pasaba sobre todo en los brazos de su madre, aquel cuerpo grande que la envolvía, le acariciaba el pelo y le dejaba apoyar la cabeza sobre su pecho. Le gustaba aquella sensación de calor que le generaba su ternura. Y le ocurría también en el agua. El agua tiene su propio lenguaje y cuando metía la cabeza dentro del agua ya no escuchaba al viento, sino otro lenguaje diferente, fluido también, pero diferente.Y así fue creciendo, volando por dentro y encontrando en los abrazos y en el agua una forma de habitarse.

Cuando su madre enfermó, la niña vio como el alma de su madre se evaporaba. Y ella se sintió perdida. Se ahogaba de desierto. Ya no escuchaba otra cosa que viento, tan fuerte que le paralizaba. Y su madre la vio. Así que durante los años que vivió enferma, en aquella cuenta atrás llena de amor, le fue mostrando anclas a la vida.

Sacó sus discos y recuperó la música que les ponía de niños y volvieron a cantar después de mucho tiempo de silencio. Le recordó que la música es viento habitado, lleno de vida.

Volvió a bailar y le enseñó cómo bailando se flota y se habita, todo al mismo tiempo.

Le hizo mirar el brillo del sol en las hojas de los árboles. Un brillo que el viento hacia cambiar por segundos, pero que calentaba y daba vida al árbol y a quien lo miraba.

La abrazó sin parar, la acarició, le cogía la mano cuando estaba demasiado débil para nada más, para llenarla de ternura, tu «dosis de amor», la llamaba, la que sostiene todo lo demás.

Le enseñó a llorar con tristeza y sin angustia, que las lágrimas también son agua.

Le enseñó el eco de la risa y el calor de la mirada amada.

Hasta buscó quienes cuidaran de aquella niña cuando ella se hubiera ido: su tía, su padrino y aquellos tres amigos que la acogieron casi como hija.

Y mientras el cuerpo de su madre se iba consumiendo, se convirtió para su hija en horizonte más allá del desierto. La empujó a irse, a viajar, a estudiar fuera, a perseguir su mar. Y a hacerlo desde la tierra.

Y aquella niña se hizo mujer. Viajó, bailó, abrazó y fue abrazada, fue madre, se bañó infinito y se rió más. Aprendió a llorar delante de los demás. Aprendió el lenguaje de los árboles.  Y encontró su mar y su isla, en la que volvió a escuchar el viento. Pero esta vez sí podía entender su lengua, que estaba llena de amor. Y ahora cada noche se duerme acunada por ella.

Pepa

 

 

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Un jardín frente al mar

Érase una vez….

Una niña que vivía en una hermosa casa con un jardín escondido. La casa era antigua como mayores eran sus padres y sus suelos crujían, sus paredes hablaban y olía a una mezcla de lavanda y canela, especialmente en primavera. Como cualquier casa anciana, que guarda en el aire amores y miedos ancestrales.

Lo que hacía diferente a aquel lugar no era la casa, sino el jardín. Un jardín escondido, que no se veía desde la calle y por detrás se asomaba a un acantilado frente al mar, así que tampoco se podía bordear. Sólo desde lejos los veleros que navegaban aquel recodo sabían de su existencia y podían intuir su belleza.

Para la niña aquel jardín era su lugar en el mundo, su rincón para esconderse, su piel. Aquellos árboles que le hablaban mecidos por el viento y le permitían ocultarse en los huecos de sus troncos. Aquellas flores que trataban de ser vistas cuando ella pasaba. Aquel musgo que crecía en los rincones. Aquellos sonidos de vida que llegaban hasta su cama para acunarla cada noche.

La niña era consciente de tanta hermosura, pero en su inocencia la creía imperecedera, como nos sucede siempre en la inocencia. Había aprendido a interpretar las diferentes lenguas que hablaba aquel jardin y a medirlas en su piel, en sus sentidos. Eran parte de su ser y la arrullaban en un murmullo que hacía imposible la soledad.

Su madre adoraba aquel jardín. Fue ella quien le enseñó sus lenguas y sus caricias. Con ella aprendió a mirar. Ella no corría, ni saltaba de sus árboles, ni se escondía en sus rincones. Tan sólo se sentaba cada día en un sillón de mimbre con una taza de café para ver atardecer sobre el acantilado. Y la niña, que adoraba aquella rutina, acudía a su lado, se sentaba en sus pies o en su regazo, y sentía las caricias de su madre, los sonidos de su jardín y el atardecer a lo lejos, todo en una sensación misma, única e indescriptible.

Y aquella cadencia de caricias, sonidos y colores fue configurando su ser. No había sonido discordante, ni ausencia ni tormenta que le hiciera dudar de aquella certeza. Hasta que un día..

Un día llegó su primer secreto. Un secreto que debía guardar. Un secreto que le asustaba y le dolía por igual. Tampoco en eso aquella niña era diferente. Todos guardamos secretos. Algunos nos vienen impuestos desde la única fuerza capaz de imponernoslos: el amor. Otros nos llegan sin pertenecernos pero los hacemos nuestros. Muchos permanecen escondidos en el aire y las paredes de nuestra infancia y cuando los descubrimos nos desarman. Algunos otros llegan por vergüenza de nuestros errores. Todos tenemos cosas que callamos anidadas en nuestra piel.

Aquel secreto le hizo temblar y tener frío cuando llegaba el atardecer. Así que empezó a entrar en casa y cerrar su ventana por la noche. Aquel secreto le generó tanto ruido dentro de su cabeza que dejó de poder distinguir el lenguaje de sus árboles. A la niña le daba miedo no poder guardarlo, ser descubierta, sobre todo por su madre, así que empezó a rehuir sus caricias. Su madre, extrañada, pensó que su niña estaba haciéndose mayor. Como le ocurrió a ella muchos años atrás. Siguió llegando cada noche a su cama, pero la niña se hacía la dormida y su madre le besaba en la frente sintiéndose impotente.

La niña no supo muy bien qué hacer con aquel secreto. Así que bajó a su jardín, se escondió en uno de sus rincones más lejanos, y lo enterró allí.  Y luego huyó. Salió de casa, abandonó su jardín y se refugió en el bullicio del cole y cuando se hizo mayor del trabajo. Creció guardando profundo los sonidos de su jardín y aquel olor a lavanda y canela. Se convirtió en una mujer hermosa y valiente. Tuvo una vida apasionante. Era dificil intuir su secreto, porque aprendió a vivir con él. Acariciaba a la gente que amaba, pero le resultaba más dificil dejarse acaricar. Viajó por selvas pero sin entrar en las casas antiguas y hermosas. Y, sobre todo, utilizó lo que su jardín le había enseñado para aprender el lenguaje de las almas. Sobre aquel secreto llegaron muchos otros. Como había aprendido a guardar secretos, se le daba muy bien guardar otros, tanto suyos como los de los demás. Su madre murió sin que ninguna le dijera a la otra lo que ambas sabían.

Pero hay algo que aquella niña tardó mucho en comprender y es que los secretos anidan en la piel. Por muy profundos que los escondamos, se quedan aferrados a la piel, forman parte de ella y cada caricia los hacen despertar. Y a aquella niña, ya mujer, nunca le faltaron caricias. Y esas caricias, cada una de ellas, despertaban su piel, y le impedían olvidar. Hasta que por fin decidió regresar a su mar, y buscar su jardín.

En aquella casa vivían ya otras personas, en su aire se escondían otras memorias que ella no reconocía como suyas. Además de lavanda y canela, olía a tomillo. Tuvo una sensación muy rara de volver sin regreso, de pertenecer y estar fuera al mismo tiempo, de reconocerse y extrañarse, todo en uno. Necesitó ayuda de los nuevos dueños. Pero logró abrir la puerta de su jardín. Ella estaba segura de reconocer el camino hasta aquél rincón donde lo había enterrado hace tantos años. Había medido los pasos y sabía cuál era el arbol bajo cuyo tronco cobijó su secreto. Pero sus pasos de mujer no servían para medir las distancias. Y habían crecido otros árboles. Y donde ella recordaba que había un hueco había crecido un musgo tupido.

Empezó a temblar, asustada de no poder hallarlo. Tuvo que sentarse y concentrarse en regular su respiración. Necesitó silencio. Y presencia. Y entonces sintió una cadencia en su piel que apenas recordaba. Era su jardín que vibraba a través de ella. Comenzó a escuchar las memorias escondidas en las hojas de los árboles. Hasta casi le pareció sentir las caricias de su madre en su pelo. Fue como si su cuerpo despertara a memorias que ni recordaba tener. Cerró los ojos y permaneció en silencio. Cada vez más callada. Su piel vibraba y temblaba, todo en uno. Estaba viva.

El atardecer la encontró sentada bajo uno de aquellos árboles, sintiendo vibrar los ecos de lo que se escondía bajo sus raíces y que ya no necesitó desenterrar. Porque formaba parte de su jardín, de su piel, de sus certezas. Abrazó a aquel árbol para sentirlo, para sentirse. Y le dio las gracias. Se dio las gracias. Lo demás vendría por añadidura.

Pepa Horno

30/01/2020

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El anciano de ojos marinos

Érase una vez…

un anciano de ojos marinos y caminar pausado, que vivía ya con parte del alma acunada por la luna. Cada noche se dejaba en ella, como si un cántico le invadiera. Pero había otra parte de su alma que andaba aún prendida a la tierra. Y aquel cántico se volvía vibración en sus pies desnudos cada amanecer.

Tan fuerte era el cántico que aquel anciano había dejado de hablar y se comunicaba con sus vecinos, breve y conciso pero lleno de universos de significado, como sólo el lenguaje sin palabras puede ser. Poseía dos lenguajes que los habitantes de aquel pueblo, sobre todo los que le habían visto crecer, atesoraban casi de forma enciclopédica.

Su primer lenguaje eran sus manos. Unas manos amplias y rugosas, llenas de cauces de viento, que a los niños y niñas del pueblo sobre todo les encantaba acariciar. Un regalo infinito contenido en el cuenco de aquellas manos.

El anciano había cultivado la tierra, serrado árboles, construído barcos con aquellas mismas manos. Las mismas que en un instante se tornaban sobre el rostro de quien estuviera a su lado, lo cubrían y lo delineaban. No eran caricias sino presencia. No era invasión sino certeza. Aquellas manos devolvían en cada roce memorias de vida añorada. Y las personas, los niños, los mayores, las mujeres, los hombres…reían, lloraban o temblaban al recuperarlas. Sin moverse un ápice, temerosos de perder lo que siempre fue suyo: su alma. Un alma que cuando el anciano apartaba sus manos y juntaba su frente con la del otro, a modo de cierre y despedida, ya se había llenado del mar que anidaba en sus ojos.

Era un regalo, un regalo de mar, luz y amor. Apenas un instante. Imprevisible. Nadie sabía cuando ocurriría ni a quien. Pero cuando ocurría todos observaban en silencio, conscientes del momento.

Pero el anciano tenía un segundo lenguaje, uno que había tardado años en aprender. Mucha gente se preguntaba cómo habría llegado a saberlo, ni de dónde ni por qué. Preguntas que el silencio del anciano dejaban siempre sin respuesta. Y es que el anciano tenía un jardín, un jardín en su casa frente al mar.  Un jardin lleno de flores. Flores de colores suaves, vibrantes o aterciopelados. Flores de formas sutiles o impactantes. Había flores que los de aquellas tierras nunca antes vieron y que no crecían en ningún otro lugar. Flores que sólo el anciano sabía cultivar y que los aldeanos temían que murieran con él, que aquel jardín se quedara en un espejismo cuando él se hubiera ido.

Nadie sabía cómo había llegado a florecer tanta hermosura. Del mismo modo que nunca pudieron saber cómo aquel anciano sabía sin saber, conocía sus más profundos miedos, anhelos y dolores sin que ellos se lo hubieran verbalizado nunca. Debía, por fuerza, conocerlos porque cuando eso les ocurría, cuando un miedo se les instalaba en su tripa antes siquiera de que pudieran nombrarlo, o aquella tristeza consumía su piel sin poder evitarlo, o incluso cuando de tanto esperar una respuesta, un gesto o una palabra llegaban a perder su propia voz…era entonces cuando de noche, sin saber cómo, una de las flores del jardín del anciano aparecía prendida en el alfeizar de sus ventanas, en sus puertas o en la valla de sus jardines.

Siempre una sola. Siempre sin notas, sin palabras. Siempre sin que el anciano hiciera mención alguna a ellas. Sin explicación.

Pero aquellas flores permanecían vivas a la par que sus pesares, y conforme sus pétalos se caían, también sus pesares, anhelos, miedos o tristezas volaban al aire. Y una mañana descubrían que la flor, su flor, siempre única, siempre diferente, había perdido sus pétalos al mismo tiempo que su alma, su piel o sus voces vibraban de nuevo.

Y era entonces, cuando su alma estaba ligera, que escuchaban el cántico de la tierra y del cielo, el mismo canto del anciano, y con sus manos, que por un momento se llenaban de mar, acariciaban su rostro y, poco a poco, el de quienes tuvieran junto a ellos.

Pepa

mallorca, 30 de mayo 2016

 

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Cuentos y regalos

Anoche fue la presentación de mis cuentos en uno de mis hogares, Zaragoza. Alli estaban, como siempre, como tantas veces, mi familia, mis amigos y gente que me sigue y confía en mí. Cuando presentas un libro siempre es especial, pero hacerlo con tu gente lo vuelve conmovedor.

Pero es que además ayer me acompañaban en la mesa David Lozano y Pepe Trivez, dos personas a quienes me vincula un hilo de amor, invisible pero real, construido desde gentes a las que los tres queremos, algunas estaban en la sala, otras estaban en la distancia. Ellos dieron al acto un caracter único. Y Pepe escribió un texto que creo que es de lo más hermoso que nadie ha escrito sobre mis cuentos, y lo publicó en su blog y me dio permiso para difundirlo. Así que aquí está el enlace a su texto y a su blog de literatura infantil y juvenil, al que seguro os vais a enganchar. Leedlo y veréis.

Eso y contaros que dentro de quince días es la tercera presentación de los cuentos, y última por el momento, en mi tercera ciudad amada. Nuestra isla rosa, en Palma de Mallorca.

Presentación de “El lenguaje de los árboles” y “El mago de los pensamientos” en Palma de Mallorca
Participan:
Guillem Cladera, director de la Fundación Nazaret
Gemma Izquierdo, responsable de comunicación de la Fundación RANA
Pepa Horno, autora de los cuentos.

Fecha: 15 de diciembre
Hora: 20h.
Lugar: Librería la Biblioteca de Babel
Carrer Arabi 3
Palma de Mallorca

Os incluyo los datos por si queréis acercaros y compartir otro momento único. Me acompañarán personas a las que quiero también, pero sobre todo que representan a dos fundaciones que son de lo mejor que he conocido profesionalmente, a las que me siento orgullosa de apoyar y trabajar de la mano. La Fundación Nazaret que trabaja con niños, niñas y adolescentes en proteción y la Fundación RANA que trabaja para la prevención del abuso sexual infantil y el apoyo a sus victimas. Mi historia con ambas entidades es larga y hermosa, y son sin duda dos de los motivos que me han llevado a vivir a Palma de Mallorca y dos de mis motivos de orgullo como profesional. Si alguien quiere encontrar dos labores a las que apoyar, elegidlas.

presentacion cuentos palma mallorca

Y un último regalo. Os dejo el enlace a una entrevista que me hicieron en la radio el otro día sobre los cuentos. La realizó Julia de Miguel, una psicóloga a la que merece la pena seguir, en un programa que merece escucharse, llamado Vitaminas para el Alma. Y la introducción que me puso un nudo en la garganta la hizo Belén Zarza, coach y periodista, y amiga del alma.

Espero veros en la Librería Babel a los que viváis junto al mar, y al resto que disfrutéis como yo hice el texto de Pepe y la entrevista.
Pepa

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Presentación de los cuentos en Zaragoza el viernes 27 de noviembre a las 19h.

Hace muchos años, cuando presenté mi primer libro en Zaragoza, mi amigo Carlos habló de la «geografía de mis afectos». Pocas veces he escuchado una expresión más certera, porque publicación a publicación, siempre vuelvo a mis tres lugares: Madrid, Zaragoza y Palma. Los lugares que explican quien soy, los lugares donde he vivido o vivo. Hay otros lugares, por supuesto, que guardan memorias y retazos de mí, pero estos tres me definen.

Así que aquí me tenéis, recibiendo un nuevo regalo, un nuevo encuentro, un regreso a uno de mis hogares. La presentación de «El lenguaje de los árboles» y «El mago de los pensamientos» en Zaragoza el viernes 27 de noviembre a las 19h en la Fnac de Plaza España.

presentacion cuentos en zaragoza

Y lo considero un regalo porque de nuevo me acompañan en el acto dos personas que harán el encuentro mejor, más profundo y más luminoso. Ellos y yo nos seguimos, nos reconocemos y nos sonreimos de espacio en espacio, de encuentro en encuentro. Compartimos un origen, el cole de Marianistas de Zaragoza, y muchos afectos en común, algunos que estarán presentes, otros que nos seguirán desde lejos. Pero los hilos del cariño son así, crean nuevas geografías que no conocen distancias o fronteras 😉

Pero no sólo nos une lo personal. Nos une la literatura. David Lozano se ha convertido en uno de los escritores de referencia en literatura juvenil y Pepe Trivez tiene una de las mejores bibliotecas colegiales que he conocido y un blog de literatura infantil de los que merece la pena seguir.

Así que ahi os esperamos. Para disfrutar y para conversar. Para mí es un regalo, y un privilegio.

Pepa