Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Vivencias

Silencios

Hoy me nace recuperar un párrafo del último cuento, el «Lenguaje de los árboles», decía así:

«El abuelo decía que cuando estás en paz, ya no necesitas las palabras. Por eso el cielo es tan silencioso. Pero mientras tanto, hasta que llegas ahí, las palabras guardan el amor y el miedo, el dolor y la esperanza…guardan todo lo valioso que hay en las personas. Y las personas necesitan decirlas, y sobre todo escucharlas.»

Nunca imaginé vivir un verano como éste, y eso que mi capacidad de sorpresa tiene unos límites insospechados 😉 pero nunca esperé recibir tanto en tan poco tiempo, como tampoco que la vida me enseñara tanto y tan profundo. Porque los aprendizajes de la vivencia están cambiando hasta mi mirada.

Y hay algo que aparece rotundo en mi verano y son los silencios. Voy dando un nuevo valor a los silencios, y quisiera ponerlo en palabras esta mañana. Permitirme la paradoja de poner palabras a algunos silencios 😉

Ahi van:

Los silencios de la espera. Los de quien espera, los de quien se hace esperar.

Los silencios que moldean tu cuerpo sin siquiera rozarte.

Los silencios que se imponen cuando no puedes mirar a los ojos a alguien que amas sin desearle o sin que te duela, o ambos al mismo tiempo.

Los silencios que llegan cuando no puedes responder…cuando no quieres responder…cuando no sabes qué decir…o cuando ya está dicho todo..tanto que ni los puntos suspensivos funcionan ya.

Los silencios cuando navegas en los ojos de quien amas y te sientes correspondida. Y en paz.

Los silencios de la ternura.

Los silencios de las lágrimas. De las que se lloran, las que se gritan y las que se tragan.

Los silencios que envuelven después de hacer el amor, incluso durante.

Los silencios que te arrullan al dormir en brazos de quien amas, o cobijando el rostro amado.

Los silencios densos después de un puñetazo en el estómago. Los que llegan cuando sabes que de ese dolor no cabe el regreso.

Los silencios del olor amado que no se desprende de tu piel.

Los silencios de quien tiende la mano y acaricia, aún desde muy lejos, con cada foto, sin palabras.

Los silencios cuando ves llegar a alguien amado a lo lejos, caminando hacia ti. Y cuando le ves alejarse sin mirar hacia atrás.

Lo confieso. Mi mantra de este verano está siendo «esperar y recibir». Lo demás lo dejo a mis silencios.

Y acabo con otra de mis canciones, para llenar el silencio de música:

Pepa

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Esperar

Esperar el amanecer. Anhelarlo, buscarlo, recrearlo. Hacer que vuelva a nacer una y otra vez en ti…
Esperar esas letras que son un paso más hacia uno de tus mañanas…
Esperar a tu cuerpo, sintiéndolo vibrar hasta ese momento exacto en que el cielo entra dentro de ti. Ni minutos antes ni un segundo después. Ahí…
Esperar el punto de frescor para un vino, el de calor para un queso que se derrite sobre tu plato..
Esperar el roce inesperado, o ese otro que de tan deseado casi duele…
Esperar la lágrima o la muralla que cae…tocar el alma…
Esperar el silencio que llega cuando sólo queda ya mirarse.

Pepa

La metáfora de Sicilia

De nuevo en nuestro hogar. Y la luna llena me mira directa mientras escribo.

Acabamos de volver de pasar unos días en Sicilia, una de mis cuentas pendientes personales, que he podido hacer realidad como parte del regalo de mi gente querida por los cuarenta. Me regalaron un viaje, y elegí Sicilia.

Me ha resultado un lugar tan paradójico como espectacular. He estado en lugares que sencillamente te hacen enmudecer con su belleza. No sólo calas, sino iglesias, pueblos…algo muy especial. He conocido muchos lugares en el mundo, pero en este viaje he estado en dos o tres de esos que entran a formar parte de mi acerbo más íntimo de geografías. Y eso que no he conocido más que una parte de la isla, la más cercana a Palermo.

Si podéis ir, no os perdáis la scala dei turchi, la escalera de los turcos, una playa de roca blanca en forma de escalera que esconde un paraje único. Cefalu, el pueblo donde se rodó «Cinema Paradiso», una de mis pelis, de esas que eligiría si sólo pudiera quedarme con unas poquitas. Un pueblo alucinante al borde del mar. Su iglesia conmovedora y la playa de roca, no la grande sino la escondida, inolvidable. Y la iglesia bizantina de Monreale. Sólo verla merece la visita. Y el caos de Palermo, y Ericce, un pueblo detenido en la cima de una montaña…

Pero he dicho paradójico con conocimiento de causa. Porque me he vuelto con la certeza de no haber entrado en el alma de la isla. Es demasiado grande, no llegas en ningún momento a tener la sensación de isla allí y para mí, teniendo en el alma mis amadas baleares, me faltaba su luz y su paz. Por no hablar de ese caos, ese aire decadente, distancias largas con carreteras malas, unas infraestructuras bastante pobres y basura suelta por los rincones. Pero sobre todo porque es uno de esos lugares que a mí me ha trasmitido la sensación de que oculta mucho más de lo que muestra.

Así que Sicilia esta noche para mí es una metáfora sobre lo que la vida me ofrece y cómo he de acercarme a ella. Con cuidado, con mimo, con ese silencio conmovido que me permita ver la belleza. Y con esa certeza de siempre quedarme en uno de sus velos, como con las personas. De tocar su alma sólo en algunos momentos de infinito, que cuando llegan, quiero vivir sin intentar retener, con plenitud, porque sólo así los atesoras.

Así que os dejo dos momentos de ese «infinito» para mí. El primero, la foto de un atardecer sobre el mar con el que Sicilia se despidió de nosotros ayer. Refleja para mí lo que está siendo este verano.

Vimos esconderse el sol en el mar, un espectáculo increíble y cuando nos giramos para irnos…ahí estaba, la luna sobre la montaña. Preciosa, radiante, casi llena. El sol y la luna. Siempre la belleza. El aprendizaje es saber mirarla.

Y el otro lo recupero al llegar a casa en forma de canción. Una canción que a mí me pone los pelos de punta. Siempre fue así. Y la recuperé hace poco en una sesión de biodanza de mano de dos mujeres maravillosas. Así que os la dejo. Mi consejo…deteneos…y escuchar.

Pepa

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Aprender a soñar

Hoy un mago que está recuperando sus dotes de soñador me ha enviado este video, que comparto tal cual. Por muchas cosas, pero sobre todo porque habla de dos cosas que son nucleares para mí y que he aprendido a leer en la vida: la magia y los saltos al vacío.

Soñar, soñar, soñar…ser valiente…confiar…

Miradlo, lo merece.
Pepa

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Decir adiós

Nunca he sido buena en las despedidas. En ellas topo de lleno con la Pepa niña que sigue soñando con un mundo ideal en el que no haya que elegir. Esa parte niña que todos llevamos dentro. Porque al final una despedida es una opción. Cuando te vas, es porque eliges estar en otra parte. Cuando te quedas, es porque decides no irte a otro lugar o con otra persona. El porqué es infinito, hay tantas posibilidades como vidas, y no me caben aquí. Pero al final se trata de elegir.

Así que cuando llega ese momento, cuando tengo que mirar a los ojos a alguien que amo y decir adiós, mis tripas empiezan a retorcerse y la Pepa niña empieza a imaginar todo tipo de estrategias, modos y maneras de convertir lo imposible en real, de seguir manteniendo el vínculo, de no decir adiós. Y la Pepa adulta tiene que acarciarse el estómago con compasión y decirse una y otra vez la frase de mi tía «esto también pasará». Y esperar.

Esperar. Un verbo que esconde dentro de sí todo un universo. Mi talón de aquiles. Lo que más me cuesta. Esperar. Soy una persona rápida, comunicativa y de acción, así que se me da bien «hacer», «decir» y «sentir», pero ¿»no hacer» y «no decir»? Uf, ésa ya es otra historia. Me costó mucho trabajo personal llegar a entender que no hacer y no decir es también una forma de hacer y decir, aunque suene a trabalenguas. Ahora lo sé. Pero me sigue costando.

Soy aún más consciente de mis dificultades para decir adiós desde que soy madre. Nuestros hijos muchas veces reflejan lo que nosotros somos, nos hacen de espejo implacable en el que hay que aprender a mirarse con compasión pero sin excusas. Y mi hijo tiene también un problema con las despedidas. En las bienvenidas es fantástico, abraza, besa, es tierno..pero cuando llega la hora de despedirse a veces se enfada, o hace como que no está pasando. Se quiere ir de los sitios sin despedirse y sin dar un abrazo, sobre todo cuando se trata de gente a la que ama y con la que lo estaba gozando, cuando de verdad no quiere irse del lugar.

Y yo siempre le digo que las despedidas son importantes, que no hay que obviarlas aunque duelan, que el amor que entregas y recibes en ese momento te alimenta, a veces durante más tiempo del que podemos imaginar, a veces una vida entera. Pero le veo retorcerse en sus tripas, igual que yo me retuerzo en las mías. A veces me he enfadado con él por las situaciones que genera, o porque se enfade conmigo cuando nos vamos. Pero casi siempre veo su dolor. Y entonces le acojo, le consuelo, porque él siempre llora o lo expresa, pero cuando ya nos hemos ido, cuando ya vamos en el coche o estamos a solas. Como aquél que grita en una moto cuando ya nadie puede oírle. Pues mi hijo lo hace conmigo, cuando ya nadie más puede escucharle. Y yo le abrazo, y me digo para mis adentros lo que duele decir adiós.

Y los peores adioses son los unidireccionales. Aquellos que no eliges, sino que te vienen impuestos. La vida lo hace cuando muere alguien que amamos. No pregunta, no cuestiona, sólo se impone en su finitud, en su apabullante y estremecedora realidad. Y ahí más que nunca la diferencia entre haber podido despedirse o no marca un abismo. O cuando alguien que amamos nos abandona. Decide por ti. Y ahí no te queda otra que aceptar y seguir viviendo. Porque sus opciones implican renuncias que te afectan, pero que no has elegido. Pero conforme voy viviendo, cada vez intuyo más que de esas hay pocas. Que para cuando alguien se va, hubo varios adioses previos en los que sí hubo opción, que las historias se comienzan a romper mucho antes de que alguien diga adiós, y en ese proceso las dos personas optaron.

Porque al final, como hablaba con una amiga anoche en una maravillosa terraza del centro de madrid, decir adiós también implica valentía. Y cada vez tengo más la sensación de que en nuestro mundo casi siempre el miedo vence al amor. Salvo cuando ese amor es de verdad. Entonces las personas saltan precipicios, auténticos abismos que les aterran. Lo hacen porque saben que una parte de su alma va en ello. Como lo hace un padre o una madre por su hijo, lo hacemos por nuestras parejas o por nosotros mismos.

Hay una escena que yo siempre recuerdo de la peli de «Sentido y sensibilidad» cuando ambas hermanas hablan después de averiguar la historia sobre por qué el novio de la primera le ha abandonado para casarse con otra. La hermana «sensata» le dice «Pero al menos puedes estar segura de que te amaba» y ella se gira y le contesta tranquila «pero no lo suficiente».

Así que como dice una amiga mía, se trata de «desear con intensidad». De amar lo suficiente. De saltar al vacío, sea cual sea, el vacío puede ser quedarse en la propia vida reelegida desde el amor o puede ser apostar por el amor que te abre nuevos horizontes y te hace sentir viva. Sea cual sea el vértigo, la vida nos la jugamos en cada salto. Porque si no saltas, el momento pasa y uno se queda asustado y aterido al borde del precipicio, sin saber si la vida del otro lado hubiera sido mejor.

Porque se elige siempre. Sea desde el amor, o desde el miedo. Y cuando eliges, toca decir adiós.

Pepa

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Amar y ser amada

Reconocerse en los ojos de otra persona, en ese abismo que cabe detrás de la mirada de cada uno de nosotros, es uno de nuestros anhelos básicos de eternidad.

Esa vivencia de comunión, donde los límites de tu piel acaban en la piel de otra persona, en su temblor, incluso en sus lágrimas.

Esa certeza de pertenecer a alguien o a algo, no como una posesión sino como algo que no soy yo, ni eres tú, es un «nosotros» que es diferente y es mejor. Un amigo mío dice siempre «no soy yo el fuerte ni tú el fuerte, es el amor que nos une el que nos hace fuertes».

Pero también esa sensación de cobijo, la misma que casi todos tuvimos en el abrazo de nuestros padres o nuestros abuelos o quien fuera que nos amó y nos cuidó de niños. Ese momento mágico que llega al descansar tu cabeza en el regazo de otro y escuchas su corazón. El tiempo se detiene y te sientes contenida, protegida, amparada. Es una parte del amor de la que pocos hablan pero que nos lleva a permanecer mucho más allá de lo racional.

Y despertarse enredada al cuerpo de otra persona, ese olor que cobijó tus sueños y que sigue ahí al despertar. Sentir que no se esfumó, que vino para quedarse.

El mismo olor, la misma presencia que te cuida en cada pequeño detalle, en esas rutinas de amor que llegan a formar parte del aire que respiras. La caricia, el café de la mañana, la mano al pasear…pero también la compra hecha a medias, esa toalla puesta como sabe que te gusta que la pongas, o ese «descansa, que hoy me hago cargo yo». Ser tu compañero de vida.

Y luego el tiempo que pasa, y que va dando profundidad al hilo del amor, hasta hacerlo radical o hasta romperlo si no tiene espacio en el alma del otro y acaba pesándole.

Y el proyecto de vida compartido, con hijos o sin ellos. La consciencia en esa opción renovada. «Hay que querer querer» dice una de los ángeles de mi vida. Eso es fidelidad, y da otra dimensión a la entrega.

A veces pasa. A veces se llega a 65 años de amor compartido. Es un don, un regalo de la vida y una opción personal renovada día a día a lo largo de 10, 40, 50 o 65 años. El don y la opción han de ir de la mano. La vida te pone delante a la persona, incluso a veces a varias. Elegir amarla es siempre nuestra opción.

Pepa

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Otro modo de vivir las formaciones

Ya pasó mi mes loco de mayo. Mañana acaba. Han sido nueve cursos en un mes, un record como hace tiempo. Y me doy cuenta de que mi cambio personal de los últimos años también se refleja, como no podía ser de otro modo, en los talleres que doy. Es como si la atmósfera que se creara fuera diferente, en parte porque yo hablo de otra forma, y en parte probablemente porque cada vez me muestro más.

Sea cual sea el motivo, el regalo es infinito. Porque entonces llegan talleres, personas, lugares que se te meten en el alma, en las «tripas» que tanto trabajo yo en los últimos años, las que configuran nuestra forma de estar en el mundo, de vivirlo y sentirlo. El otro día en Burlada o en Valladolid o en Donosti o en Ibiza hace unas semanas..lugares donde las personas me abren un pedacito de su corazón, y lo hacen en un contexto público y dando sentido a lo que yo hago. Gente que toma consciencia de algo nuevo en su vida o que narra su dolor, personas que encuentran una nueva mirada…Ahora lloramos mucho más en los talleres, yo la primera 😉 y abrazamos más. Sin que eso signifique perder un ápice de rigor en el contenido técnico.

Me sonrío para mis adentros pensando en mis miedos del principio, que creo que eran y son los de todo formador. Resumidos serían:

1. El tiempo vacío: que te quede tiempo del curso sin contenido preparado, de forma que acabas antes de la hora programada lo que llevas programado para el grupo. Se parece al vértigo de la página en blanco cuando tienes que escribir. Ahora pienso más en lo que quiero contar que en cuánto me va a costar contarlo, y siempre calculo menos tiempo para hablar del que hay disponible, de forma que me quede margen para poder conversar con la gente. Y sigo pensando que acabar un poquito antes es algo que siempre se agradece por muy interesante que sea el curso, sobre todo si son cursos intensivos y que remueven a la gente.
2. No saber contestar todas las preguntas. Ahora ya no lo intento. A menudo hay cosas a las que contesto «no sé», algunas poquitas a las que digo «prefiero no contestarte» y a muchas otras veces sólo escucho la respuesta que la misma persona acaba dándose después de conversar.
3. Que la gente no te quiera, no les gustes, no te entiendan, que son cosas diferentes pero que meto en un solo grupo porque son nuestra parte más íntima como formadores, la mía en concreto, esa parte que no suele tener cabida cuando decides aparentar fortaleza, seguridad y certeza.

Este mes muchas personas me han hecho un comentario en el que coinciden con mi entorno personal: que trasmito paz. Y es algo que antes no me ocurría. Me decían que trasmitía vehemencia, seguridad, apasionamiento…pero no paz. Para mí es un piropo impagable.

He viajado este mes sin parar por la geografía española, he corrido entre trenes, aviones y coche, y siempre con lluvia ;-). He abrazado a mi hijo al volver de cada curso o le he llevado conmigo, mientras cuadrábamos cole, deberes, su programa de estimulación o su función final de karate, entre otros. He tenido reuniones, entrevistas a familias.. Y es que, en medio de toda esa vorágine, he encontrado el modo de parar en cada instante, de vivir cada momento allá donde estaba. Así que ahora, cuando recupero la calma física además de espiritual y tengo por delante un mes de trabajo mucho más en casa, me vienen retazos de lo vivido, como si fueran un caleidoscopio, y reitero mi sensación de privilegio.

Me siento en paz, y eso me ha hecho mejor profesional. Cuanto más confío en la gente, más logro trasmitir. Cuanto más escucho, más fácil es reelaborar algunas ideas. Cuanto más esfuerzo pongo en convertir los contenidos en imágenes físicas que se puedan comprender, más adentro llegan.

Así que me toca seguir esforzándome. Es mi modo de honrar y agradecer desde aquí a la gente que me abre su alma en los talleres, y a quienes siguen confiando en mí al llamarme para darlos.

Y aunque pueda parecer que tiene poco que ver con el contenido de este post, no quiero acabar sin incluir este video. Es un resumen de un trabajo de Ramón Lobo sobre el Alzheimer. Se llama «Luz y memoria» y me pareció de una hermosura infinita. Me recordó a mi padre, que como ya conté en este blog murió de Alzheimer. Precisamente era un gran orador que dejaba a la gente boquiabierta en sus conferencias, clases y cursos por su sabiduría y por saber ser guía para mucha gente, sobre todo en su tierra, Zaragoza.

Así que por lo mucho que él me enseñó, y que en parte me llevó a mi carrera profesional, acabo este post con este video. Espero que os llegue tanto como a mí.

Pepa

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Seguir siendo pequeño

No es nuevo, lleva ya tiempo en la red, pero a mí me lo han enviado/regalado hoy (gracias, Ruth) y lo cuelgo tal cual.

No sé qué me gusta más, si la voz, los dibujos o el mensaje, si la fantasía o la reflexión, si lo que dice o lo que calla.

A mí sí me gusta ser mayor pero también quiero conservar mi mirada de niña. Porque estoy con él en una cosa: perdemos demasiadas cosas al crecer. Y conservar la capacidad de ser feliz, de entusiasmarte, de reír, de soñar…es imprescindible. Y volverlas a elegir con la consciencia de adulta, no sólo con la inocencia de niña.

Aunque, eso sí, no me siento muy borrega ;-), y el mar me gusta hasta en agosto.

Pepa

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Mi sol

Llegó. Por fin. Ansiado y esperado.

Cuando me calienta el rostro, como lo ha hecho estos días ibicencos frente al mar, con esa luz que sólo encuentro en el mediterráneo, con ese amor que nos rodeaba..ahí siento, una vez más, que ésa es la actitud con la que quiero vivir mis segundos cuarenta años de vida: el agradecimiento conmovido y silencioso.

Honrar mi vida, honrar a quienes me aman/nos aman tanto como para organizar todas y cada una de las pequeñas cosas que he vivido estos días..Y ser a la vez plenamente consciente de que sólo tengo una forma de honrarlas: sólo puedo recibirlas conmovida y agradecida. Porque no hay palabras para definirlo. Es como el sol.

Son las «cosas chiquitas» de mi amado Galeano, cuya frase envolvía mi increíble regalo de cumpleaños de este año. Dice así «Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no expropian las cuevas de Ali Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable».

Pues eso quiero ser yo: una cosa chiquita.

Toca atesorarlo, como la piel cuando se calienta, cuando sientes que vuelve a la vida gracias a ese calor. Atesorarlo y alimentarte de ello. Sé quién soy. Como nunca antes. Y ya no tengo miedo. Tampoco de decirlo. Ni vergüenza. Ni culpa. Siento que estoy recogiendo los frutos de una larga siembra.

Porque pudo no haber sido así. Pude abandonar más veces de las que sé expresar. Pero siempre hubo alguien: una mano, una caricia, una palabra, una presencia…alguien que me recordó quién era al mirarme en sus ojos. Por eso creo. Creo de una manera no religiosa, pero muy profunda. Porque como decía mi amigo Mario estos días «sin fe, estás muerto».

Pero no hablo de la fe religiosa. Al menos yo no. Hablo de la fe en la vida, de ese confiar, de ese saltar sobre el vacío, de ese optar siempre por decir «sí», por amar al otro, por estar ahí como decía mi madre, incluso por sobrevivir en esos momentos en que no cabe otra cosa, para luego poder vivir.

Comimos hamburguesas en el jardín de casa de unos amigos. Todos muertos de frío. Y todos éramos muchos todos. Gentes venidas de todas partes, llenos de niños y niñas corriendo y jugando. Durmiendo donde y como hiciera falta. Pasando frío. Pero cuando veo las fotos después están llenas de rostros felices.

Sé que no lo creéreis pero pedí a mis ángeles que no lloviera el día de la fiesta (objetivamente no hubiéramos cabido dentro de la casa tanta gente, así que ¡necesitaba que no lloviera!) a pesar de que había diluvios anunciados. Lo pedí hasta las cinco de la tarde. Y así fue. No llovió hasta las cinco y media exactamente. Copos de nieve cayeron en algún momento, pero no llovió.

Muchas conversaciones impagables.Y más mensajes. Y más mails. Amigas durmiendo en casa, comidas necesarias y más. Y luego nos fuimos a la isla. Salimos lloviendo de Madrid. Cuando aterrizamos empezó a salir el sol. Radiante. Nos esperaban para abrazarnos, cedernos su cama, cocinarnos los mejores spaguettis que he probado y cuidar a mi hijo mientras yo trabajaba, entre otras muchas «cosas chiquitas». Nos fuimos al mar. Nos bañamos.

Conocí y trabajé con escuelas de las que forman también parte de mi sol interior porque te recuerdan que otra educación es posible, de las que apuestan por ello. Esas que se llevan a niños de infantil desde ibiza a dormir al interior del delfinario de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. Esa en la que las familias los despiden en el aeropuerto emocionados. Con cinco años. Sin miedo, convencidas de que vivencias como ésa forman parte de su educación. Familias que se ríen contigo en una conferencia y se atreven a contarte públicamente sus dudas y sus miedos.

Mi hijo cazó lagartijas en una casa payesa ibicenca increíble, construida por las manos de un carpintero. Una casa mirando al mar entre el bosque, con unos sillones de mimbre donde sentarte a leer y sentir que el mundo se para. Más amor. El amor de las manos de aquél hombre. Y de su hija. Y de sus nietos, de los que mi hijo se ha encandilado.

Los ecos de amor que siguen llegando. Como el sol. En la terraza de casa al volver. En el rostro de tu hijo mientras duerme abrazado a ti. En los mails. En los regalos.

Y hoy es el día de la madre. Y era el cumpleaños de mi padre. Ellos me enseñaron a mirar el sol. Ellos y su red de amor. Mi hijo me ha dibujado un corazón y una flor.

El sol sigue porque somos lo que hacemos con aquello que nos dieron. Somos también aquello que somos capaces de compartir y de dar a quienes amamos. Al final «cosas chiquitas» que tejen una vida.

Mi sol. Ese sol tejido de «cosas chiquitas» que llegó para habitarme por dentro. Y que sólo me queda recibir conmovida y agradecida.
Pepa

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