Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Maternidad

Escuchando a mi rabia

Espoleada por vuestros comentarios públicos y privados, me animo a seguir poniendo palabras a algunos silencios. Mil gracias por conmoverme tanto.

Seguimos con las emociones prohibidas, con las cercenadas y boicoteadas no sólo por los demás, sino sobre todo por nosotros mismos. Intento dar forma en palabras a todas esas huellas que una caricia o una mirada certeras saben encontrar en ti.

Hablo de mí. De mi rabia, de ese enfado que ni sabía que sentía, del dolor y miedo que se esconden tras ella. Os hablo del engaño, ¡qué gran engaño! que te lleva a creer que si te contienes y no la sacas, si no expresas la rabia, si la controlas y la disimulas, ese enfado desaparece. Pero en eso la rabia se parece a las lágrimas: si no salen, se te pudren dentro.

Qué difícil es distinguir ese límite sútil pero esencial entre respetarse y agredir, entre poner límites, decir «no!» o decir «sí», pero decirlo. Tan diferente de esa sensación de humillación que llega cuando sientes que, una vez más, has traicionado a tu ser.

El alma es sabia, y diseña sus propias trampas. Porque no es lo mismo estar enfadada, que ser consciente de tu enfado. Estar enfadada que sentirse rabiosa. Yo he pasado mucho tiempo de mi vida estando enfadada bajo una apariencia de fuerza, control, incluso serenidad que también eran ciertas, pero sólo en parte.

Porque no lograba sentir esa rabia, no me sentía rabiosa, me sentía triste, apagada, agotada..pero no rabiosa. Por eso podía mantener la apariencia, por eso no perdía las formas, porque a menudo no era ni consciente de estar enfadada. Agresividad pasiva, lo llaman. Esa capacidad de sátira, humillación y desdén, todo en uno, hacia los sentimientos de los demás.

Y lo mejor es que las pocas veces que llegas a sentir la rabia te dices a ti misma que te sobran razones para estar enfadada, y te enfadas sin límite, desmedidamente, y los demás te miran y piensan «¿qué le pasa?» Pero no puedes contestar, porque ni tú misma lo sabes.

Y entonces llega tu hijo. Y te obliga a mirar de frente tu rabia, a sentirla, a aceptarla como parte de ti. Porque es tuya, nada de lo que él haya hecho o dicho merece la rabia. Esa rabia es tuya. Y la miras, y te asustas, y lloras, y te avergüenzas.

Y entonces sí, ahí sale de ti, ahí se va, ahí se cura. Y dejas de sentirte rabiosa. Las cosas pequeñas que antes te sacaban de tus casillas te parecen nimias. Te sientes vulnerable, pequeña y limitada.

Y cuando la rabia llega, la reconoces en tu tripa y te enfadas, ¡qué bueno enfadarse con consciencia! ¡qué bueno ese sentir «me estoy enfadando» o «esto me duele» sin que la emoción se apodere tanto de ti que no respondas de lo que haces o dices! Porque entonces, desde la fuerza que te da esa rabia consciente dices: «basta» o «así no» o «no estoy dispuesta» o «se terminó». Y también dices «te necesito», «no puedo» o «tengo miedo». Y no te sientes culpable, ni mala persona, ni miserable por ninguna de esas frases. Hasta en determinados momentos te sientes orgullosa del límite que has puesto, de haber dicho «no».

Y dejas ir tu rabia para poder mirar tus propias ausencias, tus dolores, esos que se escondían debajo de tanta rabia inconsciente. ¡Cuánto miedo escondido! Porque comprendes que esa rabia la empleaste para cosas importantes. Te fue muy útil porque te permitió sobrevivir. La necesitaste, pero ahora ya no. Ahora ya no hay nada que temer. Y no sólo tu mente, sino tu cuerpo siente que puedes dejarla ir.

Ése ha sido (está siendo) mi camino. Escribirlo es también mi forma de honrarlo. Y quién sabe si es el camino de alguien más.

Y para acabar os envío un pedacito de Jimmy Liao, uno de esos genios que hablan sin palabras. Habla de un pez feliz y de esa rabia consciente de la que hablo, la que te permite no conformarte en una pecera.

Pepa

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responsabilidad

Por si alguien duda de que tenemos parte de responsabilidad y debemos ser parte de las soluciones.

Mi enhorabuena abrumada a la Fundación Márgenes y Vínculos por este trabajo.

ser madre, saberse madre, sentirse madre

Hay muchas cosas que no se cuentan sobre la maternidad. Llegues como llegues a ella. Aspectos que forman parte del relato intuido, tejido generación a generación, desde el que vamos construyendo nuestra identidad. Algo así como un alma común, que sólo llegas a atisbar en momentos de luz, de apertura y de entrega.

Nadie me dijo que llevaba tiempo saberse madre, llevaba tiempo, horas, minutos, tardes de parque, lavadoras, purés y peluches llegar a saberse madre. Ni que ese tiempo adquiría otra dimensión, en la que esa ilusión efímera, porque tampoco es real pero funciona, que tenías antes de marcar el paso de tu vida se desvanece y entras en un tiempo que no es el tuyo, porque el tuyo murió y el nuestro aún no ha llegado. Ni que habría momentos en que deseabas parar el tiempo, y otros que pasara tan deprisa que no pudieras ni vivirlo. Tantas cosas…

Pero, sobre todo, no sabía que llegaría un momento donde las fronteras de mi ser no estarían en mi piel sino en la suya, en el que miraría mi vida a través de sus ojos, y la vería cargada de otros colores, de otros brillos y otras penumbras. No sabía que yo también nacería de nuevo.

momentos

Hay momentos extraños y bellos en la vida que son los que anteceden a los supuestos momentos importantes de nuestra vida: un nacimiento, entregarse a otra persona o separarse de ella, un cambio de lugar o de trabajo…cada uno tiene sus momentos cumbre.

Y el tiempo que les antecede son esos momentos en los que todo se intuye, se imagina y se desea, pero en lo que también todo es aún posible. Ese vértigo que anida en el estómago, que eriza la piel y acelera el corazón porque no sabes hacia dónde vas, pero sí sabes que quieres y necesitas caminar hacia allí y no a ningún otro lugar.

Los momentos más importantes de mi vida quizá han sido esos en los que he tomado las decisiones, en los que he decidido saltar al vacío, no cuando ya lo he hecho. En esos momentos en los que la vida te da una extraña y diáfana perspectiva, la misma que pierdes cuando ya empieza la vivencia, cuando te ves inmersa en el curso de los acontecimientos.

Y es ahí, en esos momentos, cuando más cerca he estado de mi corazón, de mi ser y de esa mirada limpia que hace falta para ver el segundo registro de la vida. Luego la vida siempre ha ido más allá de lo que imaginé, sentí o intuí, en el salto y en la marabunta siempre descubrí cosas que ni había podido imaginar, pero apenas llego a vivirlas en plenitud, no tengo margen para mirarlas, sólo para sentirlas.

Supongo que es lo que muchos llaman oración, otros meditación…pero la lucidez que ese tiempo elegido y preservado me ha dado no ha habido nada que la iguale. Son los tiempos que anteceden a los cambios, que deciden y definen esos cambios, esos extraños momentos en los que eres consciente de que aunque aparentemente para los demás no pase nada, algo dentro de ti percibe la magia del cambio radical, el nudo de quien sabe que ya eres otra persona o que tu vida ya no volverá a ser la que conocías.

Porque no siempre esos momentos o cambios podemos decidirlos, a veces la vida los decide por nosotros, nos los impone, así que cuando podemos, cuando nos deja un cierto margen de decisión, hemos de hacerlo con la máxima consciencia y coherencia, sabiendo, entre otras cosas, que no hacer ya es una forma de hacer, que lo que no se entrega a otros se pierde, que lo que no se dice a tiempo resuena siempre dentro de nosotros, y que son sólo esas decisiones, las que pudimos tomar, las que nos dan paz o nos hacen sentir culpables.

Ojalá siempre fuera capaz de percibir esos momentos y lo que saben enseñarme. Como ahora.

el tiempo de las caricias

«Hay un tiempo para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: Un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar, un tiempo para herir y un tiempo para curar, un tiempo para llorar y un tiempo para reír…» Eclesiastés 3, 1-8 (la cita entera no tiene desperdicio)

Hace unos años mi vida tenía un ritmo exageradamente frenético, lo puedo decir ahora con la perspectiva del tiempo y lo decían quienes me amaban. Y ese ritmo se colaba en todo dentro de mí: en mi manera de relacionarme, donde imprimía un ritmo a las relaciones que pocas personas podían seguir, en mi manera de caminar, donde apenas tenía tiempo de mirar a mi alrededor, en mis viajes, mis vivencias y mi intensidad. Todo era rápido, intenso y yo tenía a menudo la sensación de vivir en una montaña rusa en la que los acontecimientos me llevaban a mí sin posibilidad alguna de guiarlos yo. Esa prisa se hizo parte de mi esencia, era como si no supiera ser ni existir sosegada, como si todo tuviera que ser intenso y si me aburría casi me sentía culpable por ello.

Y llegó la patagonia, y mi decisión de adoptar, y el tiempo que me tomé para prepararme, como quien crea un espacio de vida al ser que está por venir. Tenía dudas de si sería capaz de vivir tranquila, de no viajar, de trabajar menos horas, de salir menos…estuve casi un año, en el cual los primeros meses no hice sino dormir, tenía tal cansancio acumulado que ni siquiera era consciente. Luego, al cabo de un tiempo, empecé a paladear la vida.

Me dí cuenta de que un amigo mío tenia razón: no hacía falta contar todo de mí para que alguien me conociera, no hacía falta estar en todos los lugares, es más, entendí el concepto de «demasiado» cuando llegué a tener necesidad de andar calles andadas mil veces porque era incapaz de absorber nada nuevo, no hacía falta hacerlo todo y hacerlo todo bien para ser amada.

Aprendí que había tiempos que sí hacían falta: el tiempo de las caricias, el tiempo de los silencios, el tiempo para conmoverse, el tiempo del miedo, el tiempo del vértigo, el tiempo del dolor, el tiempo de la espera.

Soy rápida y soy intensa, parte opción, parte aprendizaje. Eso sí que es parte inevitable de mi esencia 🙂 Pero la vida, algunas personas y mi hijo me han mostrado que has de saber acompasar tus tiempos, que has de saber esperar, que a veces hacer y correr es una manera de huir y que el amor se cocina a fuego lento.

Sigo llevando una vida de locos para muchos, lo sé, no se puede ir de cien a cero 🙂 ni tampoco quiero, pero es curioso, cuando ahora me toca un mes loco como el que acabo de pasar, todo mi ser se rebela, me dice: por ahí no, no es esto lo que quiero, ahí no está la verdad.

Siempre fui una partidaria de las rutinas, en el mejor sentido de la palabra, y cada vez lo soy más. Son esas costumbres que tejen almas porque siempre están ahí, porque se dan por hechas y te conforman como persona. No quiero perderme la dosis de besos de buenas noches de mi hijo cada noche, no más de las noches imprescindibles, como tampoco quiero renunciar a mi espacio personal, no quiero dejar de leer, ni de escribir, no quiero perder ni un abrazo ni una caricia de los seres que amo, y tantas otras cosas! no quiero oir una canción sin escucharla, ni mirar a una persona sin verla, quiero que cuando me siente junto a alguien, sea para cinco minutos o una vida, sea para mirarle a los ojos y detener el tiempo para él o para ella…

Ya lo decía mi madre, que era una mujer sabia, decía que existir en alemán se dice «dasein» o sea «estar ahí». Para existir hay que estar, y para estar hace falta acompasarse. Existe un tiempo de las caricias, ahora lo sé, y quiero vivir en él.

más allá del miedo

Antes de empezar este texto, quiero dar las gracias por la cantidad de mails que he recibido sobre el texto anterior, parece que acerté al elegir empezar por hablar de la felicidad y la alegría. Gracias por los ecos. Son importantes para saber que no ando perdida ni sola 🙂

Allá vamos con la segunda inquietud, entonces. Y es sobre el valor y el miedo.

El miedo es uno de los grandes motores que mueve el mundo. Y no sólo en que lo paralice, sino en que empuja a las personas a tomar decisiones (no nos engañemos, no decidir ya es una forma de decidir) en sus vidas en función de sus propios fantasmas.

Los fantasmas tienen poder en nuestras vidas y nuestra alma hasta el momento que los miramos a la cara, hasta que los «nombramos». Cuando tienen un rostro, se hacen manejables, dolorosos desde luego, pero pierden esa aureola que nos paraliza sólo de imaginarlos. La gente toma decisiones en función de fantasmas recibidos, inculcados, inventados o asumidos simplemente.

Porque, y eso es lo que más me preocupa, el miedo se inculca, se contagia, y se educa. Es importante tener presente que inculcamos los miedos no por lo que decimos, sino por cómo actuamos. Nuestra propia vida es nuestra mejor obra, y a quienes amamos les trasmitimos nuestras opciones de vida, y si esas opciones fueron tomadas desde el miedo, ése es el miedo que inculcaremos.

Y además el miedo es una estrategia de poder muy útil porque paraliza y lleva a la resignación. Es demasiado útil para quien está arriba posicionar a todos los demás en una posición de inferioridad (si además les hago sentir inútiles e inferiores, mejor) que afiance su temor hacia él o ella, como persona, como institución o como sociedad. Que no se plantee que las cosas puedan ser diferentes. Y para eso no hay mejor estrategia que abrumarles con la cantidad de cosas horribles que les esperan fuera si salen de donde están, o lo horrible que está por llegar, ante lo cual acabamos pensando que mejor malo conocido que bueno por conocer.

No parece que decidamos por lo que tenemos, sino por lo que «podríamos no tener», no decidimos por lo que podríamos ganar sino por lo que podríamos perder.

Y al mismo tiempo ese miedo tiene un valor positivo, porque ejerce una labor evolutivamente útil, nos preserva, nos ayuda a la supervivencia, nos permite «defender nuestro territorio». No se trata de no tener miedo, el miedo es una reacción interna de nuestro cuerpo y de nuestra psique que no debemos perder, es más, debemos reconocer y verbalizar. Se trata de escucharlo, pero no decidir desde él.

Porque creo que ahi está la clave sobre el miedo: no nos ayuda a vivir, sino a sobrevivir, no nos ayuda a evolucionar sino a preservar lo que tenemos, no nos abre al cambio, sino que nos resigna, no nos lleva a viajar y abrir horizontes, sino que nos inmoviliza. Para viajar, abrir, volar o vivir hace falta valor. Para otras decisiones o situaciones, alomejor es mejor sobrevivir, o quedarnos quietos, es verdad, pero que podamos optar con consciencia, no desde la angustia.

No nos quedemos en una pareja por no estar solos, sino porque nuestra vida es mejor con esa persona que sin ella, no nos quedemos en un trabajo por no tener otra opción, sino que demos los pasos para lograr esa opción formándonos y aprovechándonos de ese sueldo y entonces demos el paso para cambiar. No nos quedemos en el lugar donde nacimos porque es lo que nuestros padres y abuelos hicieron, salgamos, conozcamos y elijamos si llega el caso y queremos, volver con toda la plenitud que conlleva. No nos casemos, elijamos una carrera, o tengamos un hijo porque es «lo que toca», ¿lo que toca para quién?

Porque el valor no es no tener miedo, sino no decidir desde él, el valor es poner nombre a nuestros fantasmas, mirarlos a la cara y sobrecogernos por el horror que conllevan, dolernos de ellos para poderlos curar, el valor es temblar y levantarse, es lanzarse a vacíos sintiéndolos como tales porque nos fiamos de nuestra intuición o del amor que hemos construido junto a otra persona, entre otros. Cada uno que elija sus motivos para el valor, pero el valor nos permite avanzar, fiarnos, dejarnos y amar.

Sin valor no cabrían los vínculos afectivos, porque si pensáramos en el daño que las personas pueden hacernos y de hecho a menudo nos hacen, nunca confiaríamos en nadie suficiente para generar intimidad, sin valor no habría avance científico, ni social, porque nunca hubiera habido nadie que se arriesgara a pensar diferente o a vivir diferente, y no porque fuera diferente sino porque era el modo en que sus tripas y su alma le decían que querían vivir.

El valor no tiene por qué significar ser alocado, ni desmedido, ni ponerte en situaciones de riesgo, pero sí es ser capaz de locuras, de perder el control, de riesgo cuando es necesario. Es decidir desde lo que siento, desde lo que quiero, desde lo que deseo, desde lo que soy.

Mi madre solía decir que Dios está en nuestras consciencia. Puede que tuviera razón, lo que yo sé es que hace falta mirar muy profundo adentro para encontrar nuestro propio valor, nuestra propia fuerza que nos guíe en una vida que sólo puede ser nuestra. Y sé que el mundo no parece prepararnos para mirar adentro, sino más bien para no mirar. Creo que es importante enseñar a nuestros hijos e hijas a mirar dentro de sí mismos, a encontrar esa fuerza y ese valor, aunque esa fuerza los aleje de nosotros o los lleve a caminos menos seguros aparentemente, más difíciles, y más incomprendidos.

Saber mirar es saber amar. Seguir las reglas, los cánones, lo establecido es más fácil, pero creo que nos puede dejar más vacíos. No se trata de ser diferentes por sistema, se trata de ser nosotros mismos. Y se trata de encontrar dentro de nosotros el valor para hacerlo, más allá del miedo.

la felicidad y la alegría

Llevo un tiempo en que determinados cuestionamientos surgen de forma reiterada en mi trabajo y cada vez más también en mi vida personal, y creo que merece la pena compartir aquí algunos de ellos.

Y quiero empezar por uno que no sé si quienes me leen tendrán por el más importante, pero que a lo largo de los años, está convirtiéndose en uno de los elementos centrales de mi trayectoria personal y profesional.

Es la diferencia entre felicidad y alegría. No sé quién decidió que la felicidad era una meta a lograr en la vida, y cuando lo hizo, sinceramente no sé en qué pensaba. Porque no es sólo que, si una vive con una mínima conciencia y apertura al mundo tal cual es, llegue enseguida a la conclusión de que no existe. No es sólo eso, sino que me planteo muchas veces si no hace daño a las personas tener la felicidad como ideal, puesto que es inalcanzable. Esa sensación de frustración por no ser felices parece haberse convertido en una seña de identidad de muchas de las sociedades que he conocido, y de la mía propia.

Creo que hubiéramos salido mucho mejor parados si nos hubieran hablado de la paz, del gozo y de la alegría.

La paz, que para mí es lo más parecido a la felicidad, es esa sensación impagable que una siente cuando tu vida está en gran medida donde quieres que esté, cuando eres más o menos la persona que te gustaría ser, cuando la gente a quien amas está bien y cuando los proyectos que tienes se van poco a poco haciendo una realidad y cuando además de vez en cuando la vida te hace algún regalo inesperado. Para mí todo eso si lo sumo me sale algo parecido a la paz interior, tan impagable como costosa de lograr.

El gozo son esos momentos únicos, esos momentos donde el tiempo parece detenerse, donde la confabulación divina parece real, donde todo cuadra y sientes tu alma vibrar, esos momentos los conocemos todos del mismo modo que todos conocemos su fugacidad. Lo único que hemos de hacer es vivirlos sin intentar detenerlos.

Y luego está la alegría. La alegría es una opción personal, es algo que está en nuestras manos, porque es voluntaria, es ver el vaso medio lleno siempre, y no de una forma demagógica, ni infantil, ni ingenua, sino radicalmente consciente, porque como ya dijeron antes de mí hay razones para la alegría. Y esa opción creo que debe ser un elemento radical y nuclear de la vida que queremos construir, puesto que además es contagiosa, y debe ser compartida con aquellos a quienes amamos y con todos los demás. Creo que ser una persona que lleva alegría al dolor ajeno es uno de los mayores dones que se pueden tener.

No es sólo una cuestión semántica, creo que va mucho más allá, creo que nos haría bien educar a nuestros hijos e hijas en cosas que están en sus manos lograr, y en sus manos está luchar su alegría, conquistarla a diario, pero en cambio no está en sus manos la felicidad. La alegría por ser real conlleva la exigencia de la coherencia en la opción de vida.

Me preocupa que el mundo que hemos construido parece haberse definido desde la opción contraria: la opción por la desesperanza, por la angustia, por la impotencia y por la tristeza. Es como si en vez de darnos elementos para el vaso medio lleno, nos los dieran constantemente para el vaso medio vacío. Los medios de comunicación, los políticos, las instancias educativas, los padres y madres. Esa visión de mantente a salvo, este mundo es una jungla, no está en nuestras manos cambiarlo, cuánto dolor y desolación hay por el mundo…

E insisto, no hablo de volver la cara a la realidad, ni de ser ingenua. Hablo de que depende de cómo mires la realidad, la forma de vivirla cambia radicalmente y deberíamos perseguir la alegría, contagiarla y vivirla. Deberíamos optar por ella. Hay elementos que la sustentan, la justifican y la alimentan, pero deberíamos plantearnos por qué parece haber ese interés constante en despreciar, ignorar u ocultar esos elementos que sustentan la alegría para transmitirnos en cambio esa imagen espeluznante del mundo que nos lleva a quedarnos en casa conformados y presos de nuestra propia sensación de impotencia.

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el valor del tiempo

El tiempo es riqueza. Tener tiempo para hacer cosas que disfrutamos, estar con quienes amamos o simplemente ver pasar la vida se ha convertido en nuestra sociedad en un lujo que hace rico a quien lo posee. Pero también plantea dos reflexiones importantes que nos atañen a todos.

El tiempo y el valor que le hemos otorgado es una de las medidas de la sociedad que tenemos y queremos. Si analizamos qué tareas prioriza el sistema, en las que cifra el éxito personal -trabajar, consumir, adquirir- y el ritmo para llegar de unas tareas y otras, enseguida surge la reflexión sobre los valores de nuestra sociedad, aquellos en los que educamos a nuestros hijos e hijas.

Pero el tiempo es también la mejor medida de nuestra escala personal de valores. Al ser tan limitado, decidimos en qué, cómo y con quién lo empleamos. Lo hacemos más o menos conscientemente, pero elegimos. Establecemos una escala de prioridades. Y entonces el tiempo habla de las personas que cada uno elegimos ser.

Y eso tiene que ver directamente con nuestras familias y con el tipo de relación que queremos construir en nuestros hogares. Los estudios dicen que el número de horas que dedicamos a nuestros hijos e hijas (algo más de diez horas a la semana las mujeres, tres horas los hombres según el último estudio del CSIC) es mínimo comparado al que dedicamos al trabajo o al descanso. Además, hay una diferencia de género en la distribución del tiempo que se mantiene, reflejo de una diferencia que sigue presente en nuestra sociedad.

Sin embargo, necesitamos invertir tiempo y afecto para crear un vínculo afectivo. No cabe querer y ser querido sin estar ahí, sin los cuentos de antes de dormir, las comidas hablando, las horas en el parque o el ocio compartido. Conforme esos sentimientos se afianzan, se puede integrar mejor la ausencia física, pero durante las primeras fases de la creación del vínculo afectivo la presencia afectiva y física son imprescindibles. El tiempo, así mismo, acaba dándole valor y verdad a los sentimientos. Una emoción puede ser instantánea o fugaz, pero los sentimientos como el amor o el duelo requieren tiempo para crearse, cultivarse o incluso curarse.

Se dice siempre: no sólo cuenta la cantidad de tiempo, sino que sea un tiempo de calidad. Un tiempo en el que haya comunicación, conocimiento mutuo y actividades compartidas. Aunque el dilema planteado entre tiempo de cantidad y tiempo de calidad esconde una falacia, porque la calidad del tiempo empieza a contar a partir de un mínimo de cantidad. Es imposible compartir tiempo de calidad sin estar ahí. También lo es construir un vínculo sin conflictos, que son parte inevitable y sana de las relaciones profundas, una oportunidad de conocer al otro y crecer con él o ella. Pero hasta para pelearse con alguien hace falta tiempo.

Si queremos existir para nuestros hijos e hijas, tendremos que compartir sus vidas, estar ahí y priorizarlos en esa escala de valores que es nuestro tiempo. Y tendremos que tomar las opciones personales así como demandar los recursos institucionales que necesitamos para ello.