Ya lo avisé. Cumplo 40. Y los números redondos parecen una mejor excusa para celebrar. Pero también conté aquí hace tiempo que yo había decidido celebrar en la vida. Como opción. Como apuesta. Como forma de estar en el mundo. Como agradecimiento.
Así que voy a celebrar a lo grande. Mi red de amor se ha volcado conmigo para hacer realidad mi deseo de los 40, que no era otro que estar rodeada de su amor. Y yo voy a llorar conmovida.
Llorar es algo que tardé mucho en aprender a hacer en público. Durante mi infancia sólo lloraba en los brazos de mi madre o en mi cuarto o en el baño de casa de mis padres a solas o cuando me caía y me había hecho tanto daño que no podía controlarlo. Como me contó una vez una amiga del cole de niñas, así sabía ella que tenían que avisar a la monja. Si lloraba, es que me había hecho mucho daño y había que avisar. Esa era yo.
Pero de eso hace mucho. O quizá no hace tanto, pero lo suficiente como para que yo sienta ya aquellos tiempos en que no sabía o podía llorar en público muy lejanos. Seguí siendo durante mucho tiempo la niña, la adolescente y la mujer que raramente lloraba en público. Siempre fuerte. Siempre segura. Siempre con miedo.
Hasta que aprendí a llorar en público. Lo hice con la muerte de mi madre, y luego de mi padre. Lo hice con mi enfermedad, ¡cuántos años han pasado ya!. Lo hice por amor. Lo hice en el trabajo por desgarro o impotencia ante todo el dolor que no puedes paliar o evitar, y también en los años aquellos en los que hablar en alto y no en corrillos te dejaba a la intemperie, y la intemperie en una oficina puede llegar a ser axfisiante. También lloré de ataques de risa. Mi risa es estruendosa y contagiosa, y cuando estalla no puedo ni quiero contenerla. Pero sobre todo lo hice como madre. Y a partir de ahí, ya pude llorar ante mi hijo, ante mi familia, ante mis amigos o ante mis parejas.
Y ocurrió que llorar es como decir «te quiero». Cada vez tiene un significado nuevo. Cada vez es diferente. No se gasta. Si me apuran a veces es incluso más profundo. Y lo curioso, el regalo increíble es que cuanto más lloré, más en paz llegué a estar. El tormento se fue yendo, disipando, tomando forma con cada lágrima. Lloré y lo dejé ir. Y lo hice ante quienes estaban junto a mí. Hasta que un día mi llanto dejó de ser desconsolado para ser silencioso, conmovido, abrumado o gozoso, según tocaba. Pero no atormentado ni desconsolado.
Así que este domingo, cuando celebre mis 40 rodeada de amor, lloraré. Y no por opción. Sino sencillamente porque no querré ni podré evitarlo. Pero lo haré desde una paz que no creí posible. La paz que llegó al dejar de tener miedo.
Hoy pensaba y hablaba sobre todo esto cuando me han pedido en un ejercicio que plasmara en un dibujo un objeto que me representara. He dibujado un árbol. Un árbol grande, con sus ramas cargadas de hojas, algunas de ellas las he resaltado con plastilina, con un sol cuya luz se colaba entre sus ramas, y con una ardilla en una de sus ramas.
En el curso hablábamos sobre cómo nuestra identidad se configura desde la información que la gente que amamos nos proporciona sobre nosotros mismos. Como si fueran un espejo. Siendo en realidad nuestro espejo, sobre todo de niños. Nuestras figuras vinculares, como las llamamos los psicólogos, las personas que amamos y de las que dependemos cuando somos niños fueron nuestros espejos. Y lo que vimos en ellos fue la base para crear la idea que tenemos de nosotros y las expectativas que esta idea genera.
A mí siempre me devolvieron la imagen de un árbol. Un árbol fuerte, sostenedor, que cobija y crea vida, que ampara en sus ramas todo un universo. De hecho, los árboles son lo que más me gusta de la naturaleza junto con el mar (no me resisto a poner una foto de los árboles de Soria, los que más amé de niña).
Los árboles reflejan para mí algo muy íntimo, esa dignidad de quien crea y cobija, de quien sostiene y es arraigado y habitado. Cuando elegí mi casa, la elegí porque desde todas sus habitaciones se ve un parque lleno de árboles. Es como no vivir en Madrid pero viviendo aquí ;-). Entré y dije: «éste es mi sitio». Los miro a través de mi ventana mientras escribo esto. Como dijo mi hijo ayer por la mañana «qué bonito es nuestro parque, mami». Porque es nuestro parque, son mis árboles, aunque suene tonto nombrarlos así.
Durante años me rebelé contra mi «ser árbol». Dije «¡No! Soy vulnerable, me siento pequeña, quiero que me cuiden, no quiero que la gente me vea como fuerte,¡no lo soy!». Desconcerté a mucha gente, mis relaciones se transformaron, aprendí a llorar en público, a pedir ayuda, a contar mis miedos, a contar mis dolores más antiguos…¡aprendí tantas cosas que cambiaron mi forma de estar en el mundo! La gente empezó a decir que me veían «blandita», ¡cómo me gusta esa expresión!: blandita. Más humana, dijeron. Más vulnerable. Más pequeña.
Pero tampoco aquello era toda la verdad. Porque sí lo soy. Soy un árbol, me reconozco en el árbol que he elegido hoy. Pero eso no significa no necesitar. Los árboles necesitan luz, y agua, y raíces, y a los animales que los habitan, y al viento que los limpia. Los árboles los parten los rayos (¡Y cómo duelen los rayos de la vida!) y se queman y necesitan sentir que pertenecen a un bosque. Pero siguen siendo contenedores, y generadores de vida, y hermosos. Y permanecen.
Así que a mis 40 casi cumplidos, lo digo con paz: soy un árbol. Soy fuerte y vulnerable. Necesitada y contenedora. Soy hija y soy madre. Y sobre todo soy mujer. Es lo que soy. Contendré cuando pueda, doy vida a diario, pediré sostén al agua, al sol, a la tierra…a quien haga falta. Porque sola no puedo ni quiero vivir. Nunca quise. Sólo que entonces estaba demasiado asustada.
Ya no. Y me gusta esta sensación maravillosa de sentarse bajo un árbol, descalzarse (como hicimos este domingo en el retiro) y sentir la tierra húmeda bajo mis pies.
Gracias a todos y cada uno de los que fuisteis y sois mis espejos. Los que estáis aquí y al otro lado de la vida. Este escrito y mis lágrimas agradecidas de los 40 van por vosotros.
Pepa