Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Maternidad

Soy árbol

Ya lo avisé. Cumplo 40. Y los números redondos parecen una mejor excusa para celebrar. Pero también conté aquí hace tiempo que yo había decidido celebrar en la vida. Como opción. Como apuesta. Como forma de estar en el mundo. Como agradecimiento.

Así que voy a celebrar a lo grande. Mi red de amor se ha volcado conmigo para hacer realidad mi deseo de los 40, que no era otro que estar rodeada de su amor. Y yo voy a llorar conmovida.

Llorar es algo que tardé mucho en aprender a hacer en público. Durante mi infancia sólo lloraba en los brazos de mi madre o en mi cuarto o en el baño de casa de mis padres a solas o cuando me caía y me había hecho tanto daño que no podía controlarlo. Como me contó una vez una amiga del cole de niñas, así sabía ella que tenían que avisar a la monja. Si lloraba, es que me había hecho mucho daño y había que avisar. Esa era yo.

Pero de eso hace mucho. O quizá no hace tanto, pero lo suficiente como para que yo sienta ya aquellos tiempos en que no sabía o podía llorar en público muy lejanos. Seguí siendo durante mucho tiempo la niña, la adolescente y la mujer que raramente lloraba en público. Siempre fuerte. Siempre segura. Siempre con miedo.

Hasta que aprendí a llorar en público. Lo hice con la muerte de mi madre, y luego de mi padre. Lo hice con mi enfermedad, ¡cuántos años han pasado ya!. Lo hice por amor. Lo hice en el trabajo por desgarro o impotencia ante todo el dolor que no puedes paliar o evitar, y también en los años aquellos en los que hablar en alto y no en corrillos te dejaba a la intemperie, y la intemperie en una oficina puede llegar a ser axfisiante. También lloré de ataques de risa. Mi risa es estruendosa y contagiosa, y cuando estalla no puedo ni quiero contenerla. Pero sobre todo lo hice como madre. Y a partir de ahí, ya pude llorar ante mi hijo, ante mi familia, ante mis amigos o ante mis parejas.

Y ocurrió que llorar es como decir «te quiero». Cada vez tiene un significado nuevo. Cada vez es diferente. No se gasta. Si me apuran a veces es incluso más profundo. Y lo curioso, el regalo increíble es que cuanto más lloré, más en paz llegué a estar. El tormento se fue yendo, disipando, tomando forma con cada lágrima. Lloré y lo dejé ir. Y lo hice ante quienes estaban junto a mí. Hasta que un día mi llanto dejó de ser desconsolado para ser silencioso, conmovido, abrumado o gozoso, según tocaba. Pero no atormentado ni desconsolado.

Así que este domingo, cuando celebre mis 40 rodeada de amor, lloraré. Y no por opción. Sino sencillamente porque no querré ni podré evitarlo. Pero lo haré desde una paz que no creí posible. La paz que llegó al dejar de tener miedo.

Hoy pensaba y hablaba sobre todo esto cuando me han pedido en un ejercicio que plasmara en un dibujo un objeto que me representara. He dibujado un árbol. Un árbol grande, con sus ramas cargadas de hojas, algunas de ellas las he resaltado con plastilina, con un sol cuya luz se colaba entre sus ramas, y con una ardilla en una de sus ramas.

En el curso hablábamos sobre cómo nuestra identidad se configura desde la información que la gente que amamos nos proporciona sobre nosotros mismos. Como si fueran un espejo. Siendo en realidad nuestro espejo, sobre todo de niños. Nuestras figuras vinculares, como las llamamos los psicólogos, las personas que amamos y de las que dependemos cuando somos niños fueron nuestros espejos. Y lo que vimos en ellos fue la base para crear la idea que tenemos de nosotros y las expectativas que esta idea genera.

A mí siempre me devolvieron la imagen de un árbol. Un árbol fuerte, sostenedor, que cobija y crea vida, que ampara en sus ramas todo un universo. De hecho, los árboles son lo que más me gusta de la naturaleza junto con el mar (no me resisto a poner una foto de los árboles de Soria, los que más amé de niña).

Los árboles reflejan para mí algo muy íntimo, esa dignidad de quien crea y cobija, de quien sostiene y es arraigado y habitado. Cuando elegí mi casa, la elegí porque desde todas sus habitaciones se ve un parque lleno de árboles. Es como no vivir en Madrid pero viviendo aquí ;-). Entré y dije: «éste es mi sitio». Los miro a través de mi ventana mientras escribo esto. Como dijo mi hijo ayer por la mañana «qué bonito es nuestro parque, mami». Porque es nuestro parque, son mis árboles, aunque suene tonto nombrarlos así.

Durante años me rebelé contra mi «ser árbol». Dije «¡No! Soy vulnerable, me siento pequeña, quiero que me cuiden, no quiero que la gente me vea como fuerte,¡no lo soy!». Desconcerté a mucha gente, mis relaciones se transformaron, aprendí a llorar en público, a pedir ayuda, a contar mis miedos, a contar mis dolores más antiguos…¡aprendí tantas cosas que cambiaron mi forma de estar en el mundo! La gente empezó a decir que me veían «blandita», ¡cómo me gusta esa expresión!: blandita. Más humana, dijeron. Más vulnerable. Más pequeña.

Pero tampoco aquello era toda la verdad. Porque sí lo soy. Soy un árbol, me reconozco en el árbol que he elegido hoy. Pero eso no significa no necesitar. Los árboles necesitan luz, y agua, y raíces, y a los animales que los habitan, y al viento que los limpia. Los árboles los parten los rayos (¡Y cómo duelen los rayos de la vida!) y se queman y necesitan sentir que pertenecen a un bosque. Pero siguen siendo contenedores, y generadores de vida, y hermosos. Y permanecen.

Así que a mis 40 casi cumplidos, lo digo con paz: soy un árbol. Soy fuerte y vulnerable. Necesitada y contenedora. Soy hija y soy madre. Y sobre todo soy mujer. Es lo que soy. Contendré cuando pueda, doy vida a diario, pediré sostén al agua, al sol, a la tierra…a quien haga falta. Porque sola no puedo ni quiero vivir. Nunca quise. Sólo que entonces estaba demasiado asustada.

Ya no. Y me gusta esta sensación maravillosa de sentarse bajo un árbol, descalzarse (como hicimos este domingo en el retiro) y sentir la tierra húmeda bajo mis pies.

Gracias a todos y cada uno de los que fuisteis y sois mis espejos. Los que estáis aquí y al otro lado de la vida. Este escrito y mis lágrimas agradecidas de los 40 van por vosotros.

Pepa

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Transformar la belleza y el alma

Estos días han estado llenos de pequeños grandes acontecimientos, de esos que transforman el alma. Van algunos:

Mi hijo ha sacado su primer diez.

Y otro día le dijo a su madrina «Si quieres tener a alguien que te quiera de verdad, ten un hijo. Él te querrá, como yo a mami»

Y otro a su tía «No te arrugues, no te me vayas a morir»

Uno de mis sobrinos ha cumpido 18 años. Radiante, enamorado y con esa sensación de todo por delante. Y todo el orgullo de sus padres y de su tía.

Y hoy una familia con dos niños acogidos con discapacidad severa, cuando les he preguntado por qué los habían acogido, me han dicho: «Porque si dices que sí, te llenas de felicidad, y si dices que no, se te queda una tristeza dentro del corazón que ya no se va»

Y además salió el sol. Al fin, tanto sol fuera como lleva brillando unas semanas por dentro de nuestro hogar por varias razones:

Porque mi hijo empieza a ver belleza en sus puntos, como el de este video que me han enviado y me ha hecho llorar. Gracias, Jacobo.

Porque hemos renovado Espirales CI de una forma mágica como la vida, y llena de sentido. Con dos personas increíbles. Y es, si cabe, aún mayor privilegio.

Y porque dentro de muy poquito cumplo los 40 con más paz interior y amor rodeándome del que pude soñar.

Espero que el video os guste y os llene de sol.

Pepa

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Qué educación quiero para mi hijo

La educación es uno de los ejes que sirven para dar coherencia al relato mi vida. Explica mi forma de ser y de actuar a lo largo de los años.

No sólo por la familia en la que crecí, con unos padres de una riqueza cultural, humana y educativa fuera de lo común. Me acuerdo, por ejemplo, de las comidas de mi infancia. Ese momento en el que no sabías el significado de una palabra y tus padres te decían: «búscala». Y entonces te girabas sin moverte de la silla, porque a tu espalda, a unos centímetros de ti cogías el tomo de la enciclopedia correspondiente y buscabas el significado de aquél vocablo. Podías hacerlo porque el hogar de mis padres era un hogar cuyas paredes estaban cubiertas de libros. Y no es una expresión simbólica, sino literal. No había paredes más que en la cocina y en los baños. Los pasillos, nuestras habitaciones, el salón, la entrada…todo eran libros del suelo al techo, además de armarios, juguetes y cosas de casa. Justo ayer le explicaba a mi sobrina en qué consistía uno de los trabajos de su abuelo, aquello de «crítico literario».

Así que el conocimiento, la búsqueda, la educación y la cultura fueron, para bien y para mal, parte de mi infancia. Lograron inocularme el gusanillo de la curiosidad, la lectura, el afán por saber, el cuestionamiento personal constante, la conversación sin límite, la ironía…todo un universo que se podría resumir en la NECESIDAD DE APRENDER.

Luego llegaron mis opciones personales. Pensé estudiar pedagogía y luego psicología, pero a última hora cambié el orden, y empecé psicología con la intención de estudiar después pedagogía. Nunca lo hice. Pero durante mi licenciatura me preparé para hacer un doctorado y dar clases en la universidad. Y la vida, siempre tan inesperadamente maravillosa, me llevó a dar clases en universidades de distintos países, pero no como profesora ni teniendo una tesis doctoral. Todo un camino profesional que me llevó a la NECESIDAD DE ENSEÑAR.

Y para rizar el rizo, llegó mi hijo y me hizo madre. Y entonces la educación reapareció en mi vida de una forma muy diferente. Ya no se trataba de enseñar, sino de formar una personita, de acompañarle en el camino de su vida, de aprender de él y transformar mi ser desde mi IDENTIDAD DE MADRE.

Y en ese proceso, tomé contacto con el sistema educativo como madre, no sólo como profesional. Tenía claras cuáles eran mis opciones de vida para criar a mi hijo, ya las he contado en otros post: el amor, la alegría y el valor. Pero y del sistema? Plantearse no sólo en genérico que me gustaría que el sistema educativo brindara a los niños y niñas, sino mucho más visceral: qué quiero del sistema para mi hijo.

Este fin de semana he tenido una de esas conversaciones «marca Horno» con mi hermano y un amigo suyo en la que les contaba cuáles eran las cosas que quería que formaran parte del proceso educativo de mi hijo. Y al acostarme pensé que merecía la pena contarlas aquí.

Lo primero que quiero para mi hijo es que SE SIENTA AMADO. Quiero que se levante y se acueste con la certeza absoluta de ser amado. Y no porque se lo plantee, o lo sepa, sino porque lo sienta, porque el amor sea para él una vivencia cotidiana innegable tejida de besos, abrazos, palabras, caricias, límites y tiempo de entrega.

Comentábamos en la conversación que para muchos esta primera dimensión se da por hecha, parece obvia cuando se trata de los hijos. Pero mi experiencia en los talleres habla de que es una tarea mucho más pendiente de lo que parece. Muchos padres y madres quieren a sus hijos, pero no logran que ellos se sientan queridos. Porque para lograrlo hace falta tiempo, sutileza, presencia, pero sobre todo creo que hace falta dos cosas primordiales: no tener miedo a mostrar la propia vulnerabilidad y tener una experiencia propia de haberse sentido amado.

Y en ese sentirse amado meto un elemento esencial, que es el disfrute, el placer y la risa. Quiero que el proceso educativo de mi hijo en casa y en su escuela le haga disfrutar, reír, gozar, y preguntarse cuántas sorpresas más podrá descubrir como aquellas. Quiero que la colcha guatemalteca que compré para su cama cuando estaba esperando llene de colores su vida, que la luz del ventanal de su habitación le lleve el sol a su cara, que las canciones que cantamos y bailamos cada mañana se le queden dentro…porque ésa es la base de la alegría. Sentise amado para mí no es sólo sentirse amado por las otras personas sino también por la vida. Sentirse mimado por la vida.

Después, quiero que mi hijo sea capaz de ADAPTARSE AL CAMBIO Y A LA DIFERENCIA. Espero ser capaz de criar un hombre con apertura mental, que sea capaz de integrar visiones diferentes del mundo: culturales, religiosas, sociales, individuales. Que se dé cuenta de que nuestra forma de ver la vida, la suya y la mía, no es más que una de las posibles, ni la mejor, ni la más válida, sólo una de ellas, la que él elija y asuma como propia. Un hombre capaz de viajar, de comer y dormir en cualquier lado, de contemplar con asombro y agradecimiento cada novedad que la vida le traiga, que tenga curiosidad, que escuche arrobado, y no desde el rechazo o el miedo, cuando alguien diferente le muestre su intimidad…

Estoy convencida de que ésa y no otra será la clave para los adultos de este siglo XXI, la capacidad para integrarse en diferentes contextos sociales, geográficos, culturales o económicos. No sólo en el ámbito personal, sino en el laboral el mundo al que vamos demanda de mi hijo esa capacidad. Y yo siento que el mundo es grande y hermoso y conocerlo y vivirlo un privilegio que no podemos perdernos cuando tenemos la oportunidad de hacerlo. Hay millones de personas que no tienen esa oportunidad. Pero sobre todo honrar agradecido las diferentes oportunidades que te va dando la vida.

Pero esa capacidad de adaptación se aprende, otra vez más, a través de la vivencia. Intuyo que es difícil aprenderla haciendo las mismas cosas todos los días en los mismos sitios y a la misma hora. Educamos a los niños en el miedo: no salgas, no hagas, no te arriesgues, y si…Hacemos maletas enormes para cada mínimo viaje basadas en el «por si pasa eso, por si necesito aquello» y al final vuelven intactas, sólo que han condicionado nuestra forma de vivir.

La tercera es la CAPACIDAD DE ESFUERZO, de trabajo, de estructura, de disciplina, pero no de la de fuera, sino de la interna. Quiero que mi hijo sea un hombre que cuando desee algo, trace un plan para intentar lograrlo, que no se resigne a no lograrlo o se conforme. Quiero que pueda resistir el dolor cuando llegue y sepa buscar la ayuda de los demás cuando flaquee, porque siento sin duda que ésa es la verdadera fortaleza interior: saber pedir ayuda a tiempo. Quiero que mi hijo sueñe, pero no sólo con la meta final sino con el disfrute del camino.

Porque sé lo cruel que puede ser la vida, sé cuánto puede llegar a doler y a golpear. Por eso sé que hay que saber gozar el disfrute del que hablaba cuando hablaba de sentirse amado, pero también hay que poder atravesar el desierto del sufrimiento cuando llega. Porque si no, mueres en él, parte de tu alma sucumbe y deja heridas con las que la gente se acostumbra a vivir siempre.

Y por último, quiero para él CONOCIMIENTOS. Claro que quiero que mi hijo aprenda a leer, o a sumar o multiplicar. Pero porque leer es un placer (yo me siento amada por los escritores que escriben historias maravillosas que alimentan mi alma, o por los pintores, o los artistas), porque te abre la mente, te lleva a viajar a lugares que nunca pudiste imaginar, te enseñar a soñar, y también te enseña a esforzarte, porque tienes que ir letra a letra, palabra a palabra, frase a frase. No hay manera de saltarse renglones si de verdad quieres conocer la historia completa. O sumar o restar, pues claro que quiero que mi hijo pueda prestar y devolver, pueda recibir, pueda pagar con dinero o sin él, pero pueda aprender la reciprocidad, que es un elemento clave de las relaciones humanas que se plasma de una manera curiosa y extraña en las matemáticas.

El saber, el conocimiento te transforma. Como me dijeron una vez hace mucho tiempo: «sólo hay dos cosas que no tienen remedio: la muerte y saber algo, porque cuando lo sabes ya nunca puedes hacer como que no lo sabes» Pues es algo así, el conocimiento transforma. Y como madre, lo quiero para mi hijo.

Y seguro que hay más cosas que quiero para él. Pero en estos momentos en los que se está debatiendo una nueva ley de educación que se estructura en torno al presupuesto de que la educación tiene que preparar para la libre competencia…pienso, cada vez con mayor diafanidad porque a la perspectiva de profesional se une la experiencia de madre, que estamos equivocando el rumbo. Todo lo que acabo de escribir queda en gran medida fuera del sistema. Y es en ese sistema en el que mi hijo va a crecer.

Y a mí tan sólo me queda mi margen revolucionario de madre. Ni más ni menos. Como escribí en mi entrada anterior: un margen pequeño pero diáfano. Sin olvidar que no tiene más valor que ser el mío.

Pepa

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Resiliencia

«Érase una vez una ardilla que intentaba subirse a la copa de un árbol, pero como el árbol era muy alto le costaba mucho, mucho, meses y años….(silencio)…pero al final lo consiguió, y llegó a la copa, y se asomó y vio que el mundo era bonito y estaba lleno de otros animales»

Ésta es la historia que mi hijo narró como parte de una evaluación neurológica que le han hecho en el Centro Neocortex (no olvidéis este nombre) y en la que han descubierto finalmente por qué le costaban tanto los deberes. Nada que ver con lo esperado, ni con su actitud, ni con su capacidad: los ojos, el oido, la coordinación motora..las vias de entrada al aprendizaje en los primeros años: las grandes olvidadas, las que pasan desapercibidas, las que no puedes ni imaginar. Ni tú ni la escuela.

Así que desde el lunes hacemos un programa diario de tratamiento de seis meses y luego le volverán a evaluar. En principio las dificultades habrán desaparecido. Él está contento porque sabe para qué lo hacemos y la posibilidad de que el cole no le cueste le parece maravillosa y porque son todo ejercicios físicos (cuando la neuróloga le dijo que le iba a poner unos ejercicios dijo gritando «¡Pero no voy a hacer ninguna ficha más!» y la neuróloga sabiamente le contestó «te lo prometo José, te prometo que no te voy a poner fichas»). Además de que uno de los ejercicios es colgarse de una barra que hemos puesto en casa y eso le parece lo más emocionante. Empezó sin poder aguantar ni 7 segundos en la barra, hoy ha contado hasta 32.

Tres días después de empezar el tratamiento:
Mamá, quiero sacar un diez en un examen, sólo por una vez, pero quiero hacerlo.

Conversaciones de esta semana en el cole de su profe con mi hijo:
Dime una cosa que te guste del cole- le pregunta la profesora a cada niño.
-Tú
-contesta él.

(algo más tarde, haciendo un ejercicio)
-¿A qué cosas le tienes miedo?
-A nada
-Pero no puede ser, todos tenemos miedo a algo
-Yo no
-Ni a esto, ni a esto..
(para variar tienen una ficha, pero hoy va sobre los miedos, un listado de cosas a las que pueden tener miedo, tienen que señalarlas, escribirlas debajo y decir una estrategia que usan para afrontarlo). José repasa el listado con la profe, y sigue diciendo «a nada«.
Bueno, quizá a veces algo a la oscuridad-añade finalmente.
-¿Y qué haces?
-Dormirme

Hoy por la noche:
¿Qué ha sido lo mejor del día?
-Estar en el cole
-¿Y lo peor?
-Hoy no ha habido nada malo
-¿Y algo bueno que hayas hecho por otra persona hoy?
-Ayudar a Carmen con sus deberes en el recreo. ¡Me los sabía, mamá, y la he ayudado!

No tengo palabras para describir la valentía de mi hijo. Así que por esta noche le he robado las suyas.

Otro día, si encuentro mis propias palabras, escribiré sobre el desgarro que provoca el dolor de los hijos.

Pepa

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Masajear los enfados

Hoy mi hijo ha dormido una siesta de casi dos horas en mis brazos. Hacía tiempo que no ocurría, ya tiene seis años y se me sube encima para consolarse, para las cosquillas, para abrazarnos, para bailar, cuando vuelvo de viaje, cuando tiene miedo…pero no para dormir.

Y es que sigue batallando con los deberes. Lo está luchando, y mucho. Él estaba acostumbrado a que todo salía fácil y rápido y ahora se encuentra haciendo fichas, fichas y fichas. Fichas que no le motivan, que no entiende y que le cuestan.

Él lo ha dicho hoy. Estaba haciendo una ficha (otra más, de hecho la sexta que tenía para este fin de semana) en la que tenía que escribir un cartel anunciando una tienda que iba a abrir y en la que sería especialista en algo. No lo ha dudado, «Soy especialista en animales. Y en saltar» (pero al final ha decidido abrir una tienda de peonzas, a la que ha llamado «La peoncera»).

Así que hoy en un momento se ha bloqueado y la conversación ha sido algo parecido a esto:
-¡No quiero hacer la ficha! ¡no la voy a hacer!
-Estás enfadado, verdad?
-¡Sí! (de espaldas)
-¿Y crees que podríamos hacer algo con tu enfado? ¿Crees que si le doy un masaje a tu enfado se pasará?

Así que ya veis, las cosas que hace una como madre: dar masajes a los enfados. Le he hablado a su enfado, diciéndole que le entendía, que a veces las cosas eran difíciles pero que necesitaba que se fuera para que José aprendiera un montón de cosas bonitas.. mientras le masajeaba la espalda. Cuando me he dado cuenta, José dormía en mis brazos.

Dos horas después se ha levantado y en diez minutos ha acabado sus deberes.

Y mientras lo sentía respirar en mis brazos pensaba infinidad de cosas. Pensaba lo rápido que pasa el tiempo, y los pocos ratos que me quedan de tenerlo dormido en brazos ya. Pensaba qué pena no tener como adulta alguien que te masajee tus enfados. Y qué pena también no ser capaz de ser siempre una madre masajeadora: cuántas veces se lleva gritos en vez de caricias, se las llevan su enfado y el mío, su impotencia y la mía.

Pero al menos hoy no. Hoy me llevo su cara…su cara al despertar…
Pepa

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Tengo que hacerlo mejor

En mi trabajo, en los talleres con familias, siempre hablo de la maternidad y la paternidad con consciencia. Esa opción que convierte cada pequeño detalle del día a día con un niño en una pieza de un puzzle con sentido.

Intento transmitir a las familias que no podemos criar un niño feliz si no lo somos nosotros ni podemos saber amar si nunca nos hemos sentido amados.

Le digo una y otra vez a la gente que quiere escucharme, sobre todo desde que mi hijo llegó a mi vida, que hace falta aprender y enseñar la compasión. Esa capacidad para sentir el dolor del otro y comprenderlo sin juzgarlo, incluso sin pretender solucionarlo, sólo con ese sobrecogimiento que nos llega ante el Dolor con mayúsculas, ése que nos supera y nos deja desarmados y desamparados.

Necesitamos enseñar a nuestros niños y niñas esa compasión y también a pedir ayuda. Cuántas veces nos mandaron a defendernos solos de titanes, de monstruos aterradores y otras fieras varias y qué angustioso sentir lo imposible que era salir indemne cuando el otro era mayor, más fuerte, más poderoso o lo queríamos más.

Y reforzar esa costumbre que tanto cuesta de ser pesados a la hora de expresar a quienes amas que los amas, para que puedan no sólo saberlo sino sentirlo, despertarse y acostarse fluyendo en esa certeza: la de ser elegido, y amado y cuidado.

De todo eso y de mucho más he hablado largo esta semana. He presentado en Zaragoza y Palma mi último libro «Un mapa del mundo afectivo: el viaje de la violencia al buen trato» rodeada de gente amada con la que conversé y de la que escuché cosas hermosas y de mucha otra gente desconocida e increíble que me lee sin conocerme o después de escucharme en una charla o en una conferencia, y luego compra mis libros y se acerca a que se los firme, haciéndome un regalo increíble. He impartido dos conferencias a más de doscientas personas y he impartido un curso a cuarenta y cinco educadores infantiles, además de entrevistas en la radio y la prensa.

Ha sido una semana agotadora pero llena de cuidados. Un tiempo de esos preciosos que hay en mi vida en el que tienes ocasiones diversas para palpar el sentido de lo que haces, lo que puedes ayudar a la gente, y recordar por qué elegiste esta vida y tus opciones de vida.

Lo irónico es que todo eso ha pasado en un momento de crisis personal como madre. Unos días en los que hay un pensamiento que sigue presente: tengo que hacerlo mejor. Una crisis no en general sino por el ajuste de mi hijo en el paso a primaria. Un problema muy habitual que se vuelve a ratos tarea de titanes, sobre todo cuando afrontas los deberes a diario e intentas lograr un equilibrio casi imposible. Un problema que me confronta con mi dificultad para manejar mi impotencia, mi falta de recursos ante algunas situaciones, mi miedo y mi desazón. Mi necesidad de acelerar los tiempos de mi hijo, mi dificultad para trabajar de la mano de un sistema educativo que no ha sido diseñado para adaptarse a sus ritmos sino para enseñarle a él a adaptarse al fijado de antemano, como una linea rasa, una tabla rasa y un nivel al que llegar. Y lo dificil que es encontrar un equilibrio entre trabajar de la mano de la buena gente que encuentras en ese sistema, y mostrarle a él la realidad tal cual es, obligarle a integrarse y al mismo tiempo no permitir que se sienta pequeño, indefenso, falible o lo que es aún peor, algo así como una persona que trae algún «defecto de fábrica».

Voy a copiar tal cual una conversación con mi hijo del miércoles por la mañana, entre un viaje y otro, llevándole al cole. Una conversación que creo que nunca debería de haber sido necesaria, pero que explica lo frágiles que somos y lo necesario de todo lo dicho al comienzo de este post:
– Mamá, ¿tú conoces a algún niño que lo haga todo bien?
-No, cariño, eso no existe, no hay ningún niño ni ningún adulto que lo haga todo bien.
-Sí, Carlos (uno de los niños más brillantes de su clase).
-No, cariño, tú conoces a Carlos en clase pero no sabes cómo es el resto del día y que haga bien unas cosas no significa que las haga bien todas. Además, ¿sabes qué?
– ¿Qué?
– Que a mí me da igual lo que haga Carlos, que a mí tú me pareces maravilloso tal cual eres, con todas las cosas que haces bien, las que haces regular y las que haces mal. Porque te quiero y no imagino ningún niño más increíble para mí que tú… Además, yo aprendo constantemente cosas de ti y tienes un montón de cosas que sabes hacer que ya me gustaría a mí saber hacer como tú.
-¿Como cuáles?
– Saltar a los árboles, silbar, hacer amigos con esa facilidad..
-…y mi buena memoria
-Efectivamente, esa memoria de gigante que tienes que te acuerdas de cosas de los animales que yo soy incapaz de memorizar…
-Te quiero, mamá
-Y yo a ti, cariño, con toda mi alma.

No tengo respuestas. No lo sé. Sé que el sistema está enfermo. Y que mi hijo, en parte por sus características y en parte por las del sistema, no acaba de ajustarse a él. Y no sé si estoy tomando las decisiones adecuadas, porque no acabo de tener claro qué es lo mejor que debo hacer como madre. Sólo sé que me acuesto por las noches pensando: «tengo que hacerlo mejor». No es que piense «puedo hacerlo mejor» ni «quiero hacerlo mejor» sino «tengo que hacerlo mejor». Porque de verdad siento que el amor está en cada detalle, que el alma y la sensibilidad de mi hijo y de todos los niños y niñas son frágiles. Y que se lo debo. Le debo hacerlo mejor.

Escribo todo esto por honestidad, y por si alguna madre o padre por ahí me entiende. Y leyendo esto se siente algo menos solo 🙂 como me ha pasado a mí al escribirlo ;-). Así lo espero.

Pepa

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Conversación de amor

Hoy mi hijo cumple seis años. Y nosotros cinco de familia.

Transcribo la conversación de esta mañana, abrazados al despertarle y después de cantarle el cumpleaños feliz dos veces al oido:

-Te quiero, mi amor
-Lo sé
-Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. ¡Estoy tan orgullosa de ti!
-¿Sabes, mamá, cuál es mi mejor regalo de cumpleaños?
-¿Cuál, cariño?
-Tú

No tengo palabras. Sólo me siento bendecida. ¡Y qué buenos que son los cumpleaños que te dan excusas para recordarlo!.
Pepa

Pd. también ha pedido la peonza, el patinete, la linterna…no vayáis a creer 😉

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Ser una madre «histérica»

Estoy cansada. Y no quiero escribir un post reivindicando nada. Pero sí que quiero escribirlo.

Quiero escribir que como madre tengo derecho a sufrir por el dolor de mi hijo, sobre todo si no puedo evitárselo. Nunca he tenido problemas en pelearme con él, ni en dejarle con otras personas cuando está bien, ni en ver cómo se sube por picos, rocas y otros imposibles. Pero verle sufrir me puede. Es mi punto flaco.

Y esta noche quiero escribir y decir alto y claro que tengo derecho a llorar su dolor.

Tengo derecho a que mi parte niña, tanto tiempo negada y relegada además en mi caso, redescubra su lugar a través del amor de y hacia mi hijo.

Tengo derecho a que ni directoras ni profesoras me miren y me digan con voz condescendiente: «tranquilízate, si estás tú peor que él» cuando no cosas como «lo que dice el niño no es verdad».

Llevo muchos años trabajando con profesionales del ámbito educativo. Y siempre he sabido la diferencia tan abismal que supone un educador, un maestro o maestra de las de verdad, de los de corazón, de los de alma. Pero cada vez más lo sé también como madre. Y eso ya me hiere y me enfada doblemente.

Mi hijo es un valiente. Pero no tendría por qué necesitar serlo. No al menos en el colegio.

Gracias de corazón, hoy ya no sólo como profesional sino como madre, a los y las maestras que anteponéis los sentimientos de los niños al curriculum educativo.

Y hasta aquí escribo, aunque piense mucho más. Es tan sólo mi opinión, no pretendo hacer dogma. Para muchos seguro que no será válida. Ni lo pretendo.

Pepa

Pd. y porque viene y no viene al caso, aprovecho para enlazar algo que hemos difundido desde espirales este mes, y que escribí hace un tiempo. Por si alguien no lo lee por la web de espirales:  «Afecto, autoridad y perdón»

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El árbol que sube al cielo

Hoy ha muerto la madre de alguien a quien quiero mucho. En realidad, alguien a quien queremos mi hijo y yo. Así que de nuevo me ha tocado hablar con él sobre la muerte. Y es que tenemos un cielo algo poblado ya, un cielo que él vive como un lugar lindo, donde Trabuco, un burro al que quiso juega con la perra Curra ante los ojos maravillados de la abuela Asun, el abuelo Luis, Elena y la mamá del padrino.

Intuyo que mucha gente cree que estoy algo «loca», pero yo ya me he acostumbrado. Tanto trabajar el duelo con los niños me permitió comprender hace mucho que la dificultad ante el dolor y la ausencia se hace más y más grande conforme acumulas años de vida. Así que a mi hijo yo le hablo de la muerte, de nuestros ángeles, y siempre, como hoy, le doy la oportunidad de elegir si quiere venir a los entierros.

Le explico que un entierro es una despedida, donde la gente que se queda y está triste porque no va a poder volver a abrazar a aquella persona que amaba, recibe nuestro amor y nuestra compañía. Por eso es importante estar. Le explico que cuando morimos, para poder ir a donde quiera que vayamos, el cielo o donde sea, necesitamos volar, y que nuestro cuerpo humano, al menos hasta ahora, no ha aprendido a volar. Así que nos toca soltar el cuerpo. Y dejarlo en la tierra, para que de él salgan nuevas plantas o se alimenten los animales.

Pero si escribo todo esto esta noche es porque los niños siempre van más allá. Cuando tú crees ir, ellos ya han caminado varios bosques. Es una cuestión de segundos. Asi que cuando le he escrito mi mensaje de cada noche en la nevera (es que estamos aprendiendo a leer), en el mensaje le he preguntado si quería que le dijera algo de su parte a ella cuando la viera mañana. Y no lo ha dudado, ha dicho «que la quiero y le vas a llevar un dibujo».

Ha cogido papel, rotuladores, y ha dibujado la casa de ella junto al mar, y el cielo, y un sol, y a ella con él, y luego un árbol. Un árbol que subía del mar al cielo, y entre las ramas, ascendiendo, su madre. Y me ha dicho «dile que el árbol siempre está ahí, aunque no se vea». A esas alturas yo ya estaba llorando, serena, pero llorando. Y él ha llenado el resto del dibujo de corazones de colores para ella. Y lo ha metido en un sobre, para que se lo lleve mañana cuando vaya al entierro.

Y yo he pensado en nuestros cuentos. En nuestras historias de cada noche. Y en todos esos corazones.
Pepa

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Las ausencias compartidas

Llevo un mes de viajes que ya están pasando factura. Y lo que me duele es que no sólo a mí. Eso es algo a lo que nunca me acostumbraré: saber que existe una personita maravillosa que paga mis erroress. Y no sólo mis errores, sencillamente las «facturas» que implican mi vivir. Sé de sobra que también recibe los «beneficios», pero cuando les ves sufrir y decirte «mamá, prométeme que no vas a viajar nunca más» se te parte el alma.

Y le abrazas, y le acaricias largo rato y le dices la verdad, que entiendes que se sienta así, que tiene razón, pero que ésta es nuestra vida y que, aunque somos unos privilegiados, hay momentos en los que toca separarnos, y que él sea fuerte y resista y llore si lo necesita y se deje consolar por toda la gente que nos quiere y que le cuida mientras yo no estoy.

Pero verle revivir cuando volví el domingo como lo vi, con ese «mamita, ya estás aquí» me hizo más consciente si cabe de la responsabilidad que tengo al ser su madre. Porque él no recordará este fin de semana, pero su madrina y yo no lo olvidaremos. Y sin embargo, aunque no lo recuerde, configurará su alma y su vida, como todas las cosas buenas que vive también a diario y luego no recordará. Sé que eso es ser madre o padre: sembrar en la memoria corporal, la que no se recuerda con la mente pero nos proporciona la seguridad de tripas y de corazón para ser felices, qué paradoja!.

Pero duele. Me duele su dolor.

Y en esas andaba cuando me reenviaron este texto de otro de mis referentes personales, Saramago (corrección a posteriori, me equivoqué y dije Sampedro), que viene perfecto para mi corazón algo cansado estos días. Aquí os lo dejo:

«Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intesivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y de nosotros aprender a tener coraje.

Si, Eso es! Ser madre o padre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado.

¿Perder? ¿cómo? No es nuestro. Fue apenas un préstamo… EL MAS PRECIADO Y MARAVILLOSO PRESTAMO ya que son nuestros solo mientras no pueden valerse por si mismos, luego le pertenecen a la vida, al destino y a sus propias familias. Dios bendiga siempre a nuestros hijos pues a nosotros ya nos bendijo con ellos»

Qué gran verdad! José ha sido mi mayor bendición. Ya no puedo decirle a la vida sino «gracias».

Un abrazo,
Pepa