Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Maternidad

Ser mirados para sentirnos amados

Hace un par de semanas mi hijo me narró algo que me dio mucho que pensar y le pregunté si le parecería bien que escribiera sobre ello, le pedí permiso para contarlo. Me dijo que claro, que adelante. Pero se han ido pasando los días y aún no lo había hecho. Y es que ando en un comienzo de año muy contundente, hermoso, bello aún en lo complicado, pero muy contundente. Tiene sentido decirlo justo hoy que es el primer día que me siento medio persona de nuevo, saliendo ya del covid. Hasta ahora habíamos logrado evitar al bicho, pero el domingo cayó mi hijo y un par de días después yo, y aquí estamos compartiendo bicho y confinamiento. Ha sido corto, somos afortunados, pero la sensación es como si te pasara una apisonadora por encima.

Y es que el año empezó contundente desde el primer día. Pasé la nochevieja en un avión, un tanatorio y la noche en un hotel sola cenando para no poner en riesgo de contagio a mi familia. Pero llena de amor, por haber podido llegar a tiempo de acompañar a mi gente amada a pesar del avión de distancia, por saber a mi hijo rodeado de amor al cuidado de nuestra gente de la isla y a mi familia trayéndome la cena exquisita para que cenara delicatessen de nochevieja en el hotel. Así que sí, el comienzo de año fue contundente desde el principio literalmente. Luego tuvimos suerte y el bicho nos dio margen para poder irnos a pasar los reyes en la nieve con la familia. ¡Hacía años que no veía tanta nieve! Os dejo sólo una muestra de las bellezas que nos descubrió mi hermano. Hablando de miradas…

Después han pasado muchas cosas y hoy he comprendido que hay un hilo (siempre lo hay): la necesidad de ser mirados. Parte tiene que ver con mi historia, con mi niña no mirada. Parte con mi presente. Parte con lo que me narró mi hijo.

Llegó un día del cole y me dijo mientras merendábamos: «¿Sabes, mamá? Hoy por primera vez en el cole me he sentido querido«. (habla del cole en el que lleva tres años, aunque el primero de ellos no cuente porque lo pasó la mitad confinado por la pandemia). Y me contó que alguien le había acusado en clase de algo que no había hecho y dos de sus amigos habían salido a defenderle públicamente delante de los compañeros. Era la primera vez. Me impresionó la vivencia que usaba para definir la profundidad del vínculo con sus amigos. De hecho, él está justamente viviendo un proceso muy bonito de dejar de sentirse invisible, que al mismo tiempo le está llevando a estar mucho más tranquilo en clase, más presente y a dejar de hacer cosas para ser visto.

A lo largo de estos años José ha desarrollado una idea muy clara de lo que es la amistad y lo que no lo es. Tiene grandes amigos, y los conserva, en algún caso desde que era bebé. De hecho tiene amigos a los que considera familia, como me ocurre a mí. Es el modelo de vida en que le he educado y que él ha hecho suyo por su propia vivencia. Pero también ha vivido hace unos años decepciones muy fuertes con personas a las que creía amigos y resultaron no serlo. Es un aprendizaje que forma parte de la vida pero que le ha llevado a ser muy claro respecto a lo que es ser amigo y qué no.

Por eso, hace tiempo creamos una especie de código: hablamos de que hay amigos tipo uno y amigos tipo dos y luego están los compañeros. Los amigos tipo uno son pocos, son los que conocen tu historia, tu casa, tu familia… los que te conocen y comparten tu vida. Son amigos que a veces permanecen junto a ti toda la vida y a veces no, pero mientras están, son amigos del alma.

Los amigos tipo dos son la gente con la que sientes afinidad por muchas cosas, cariño, con los que sueles compartir los trabajos en el cole, juegos en el patio, tareas y tiempos de ocio. Lo mismo de mayor, que compartes aficiones, espacios de trabajo, diferentes cosas pero que no conocen tu intimidad. Son gente a la que aprecias pero que cuando cambias de lugar, de colegio, de trabajo, de ciudad, suelen deshacerse porque si no hay convivencia la relación se va rompiendo. Pero no son sólo compañeros, son más que eso, porque sí compartes tus cosas y el tiempo que compartes es bueno y valioso y merece la pena. Son amigos que hacen falta, que hay que valorar.

Y luego están los compañeros con los que puedes compartir clase un montón de años y no llegar a ser amigos ni tipo dos. En el cole la diferencia se ve muy clara en cosas pequeñas. Por ejemplo, con los amigos tipo dos no sueles quedar fuera del cole a solas. Si quedas, es en grupo. Los amigos tipo uno son los que uno queda solo, vienen a casa y vas a la suya, te abres y confías.

Y lo que está claro es que para ser amigo de alguien en el tipo que sea has de ser correspondido. Como todas las relaciones vinculares, son dañinas cuando no hay reciprocidad.

Pues José hasta este año no sentía tener amigos tipo uno en el cole. Ahora ya sí. Y eso le hace sentirse querido. Porque sí, entre otras muchas cosas, los amigos tipo uno te defienden cuando te atacan, te acompañan cuando sufres y se alegran con tus alegrías. Estos días hemos estado rodeados de mensajes de amigos-familia, incluidas visitas para lanzarnos besos a distancia desde la puerta y comprobar que estábamos bien y dejarnos sushi para que cenáramos.

Sentirse amado tiene todo que ver con sentirse cuidado y con sentirse sostenido con el contacto físico. He escrito mucho aquí sobre eso. Sobre los abrazos, los cuidados, los gestos, las comidas, las llamadas, los aviones para llegar a funerales e infinitas otras cosas. Pero a veces se me olvida lo importante que es cómo te construyes tu propia identidad desde lo que ves en los ojos de la gente que te ama. Como José se siente valioso porque vio a sus amigos defenderle y vio en ellos el valor que le daban a él. Es la mirada del otro la que nos constituye. Por eso debemos estar muy atentos a lo que nuestra mirada trasmite a la gente que amamos sobre sí mismos. Lo sé de sobra, pero este comienzo de año me está trayendo una y otra vez mensajes para recordármelo.

 

Y hoy una amiga, que además de amiga es guía, me ha recordado cómo yo me encuentro en la mirada de mi gente amada, y que esa mirada no puede sustituir otras miradas que faltaron, pero hace más liviana su carencia. Y es cierto. A lo largo de toda mi vida, la mirada de la gente que me ha amado me ha hecho sentir querida y valiosa, como a mi hijo. Y en mi caso ha aliviado el dolor no visto, lo que no se pudo ver ni nombrar.

Pienso en cuántas veces que he podido acusar a personas de no mirarme, de no verme, sobre todo cuando se trataba de pareja, cuando la que no se veía era yo misma como mujer.

Pienso también cómo el dolor y el miedo impiden a quien ha de mirar, poder mirar. Y de ahí surge el riesgo y el daño. Y es un daño que se trasmite de generación en generación.

Y todo esto no es que me pase a mí o a José, nos pasa a todos, por eso también me ha nacido escribirlo. Necesitamos la mirada del otro para dar valor a nuestra vivencia interna. Y muy a menudo sacrificamos nuestro propio bienestar para tener ese «otro». Es muy fácil tratar de establecer relaciones desiguales, no recíprocas, asumiendo roles de cuidado innecesarios o dañinos. Porque no nos creemos merecedores de otra cosa pero necesitamos un «otro».

Pero el amor de la gente que nos quiere bien, esa que nos quiere cuando lo hacemos bien, mal y regular, nos lleva a mirarnos adentro y desde ahí a, como decía Dumbledore, elegir lo difícil en vez de lo malo.

Abrazo grande!

Pepa

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El viento habitado

Aquella niña vivía en el desierto. No uno de arena, sino de roca. No de sol abrasador, sino de viento de estepa. Un infinito de tierra aparentemente yerma.

Siempre se preguntó dónde acabaría aquel desierto, si tenía fin la estepa, si el viento podía llegar más allá. Sus padres hablaban de otras tierras, de verdes praderas, de bosques profundos. Hablaban de la mar. Y aquella niña trataba de imaginar la inmensidad azul, el movimiento constante, la caricia tierna y la fuerza inesperada. Apenas lo lograba.

El viento anidaba en su desierto y cada noche dibujaba formas imposibles de atrapar en el cielo que veía desde su cama. Ella se dormía con aquel sonido: el viento de tierra adentro. Trataba de intuir su lengua pero sólo escuchaba una palabra: «vuela».

Ella quiso ser viento. Deshacerse. Perder su cuerpo. Olvidar la materia. Flotar. Porque el viento no se puede capturar, herir, partir, ni apresar. El viento puede huir siempre. El viento guarda sonidos y a veces tormentas, pero siempre pasan.

Lo que muchas personas no saben es que un alma puede ser viento y tierra al mismo tiempo. El cuerpo puede ir a la escuela, jugar, estudiar. Puede abrazar, acariciar, sonreir y germinar. Y todo eso mientras el alma vuela como viento. Para el viento encarnarse es tan difícil como para el cuerpo volar.

Aquella niña leía para ser viento. Veía películas para ser viento. Imaginaba cosas mientras los demás hablaban para flotar como el viento. Corría mucho para tener la sensación de casi despegar. Inventaba historias, heroínas intensas, dragones degollados, islas imaginarias…a las que salir volando cada mañana al despertar. Y cada noche le pedía al viento desde su cama que la llevara con ella. Pero él nunca pudo hacerlo, porque pesaba demasiado para poder volar.

Había algunos momentos en que aquel viento interior se deshacía. Le pasaba sobre todo en los brazos de su madre, aquel cuerpo grande que la envolvía, le acariciaba el pelo y le dejaba apoyar la cabeza sobre su pecho. Le gustaba aquella sensación de calor que le generaba su ternura. Y le ocurría también en el agua. El agua tiene su propio lenguaje y cuando metía la cabeza dentro del agua ya no escuchaba al viento, sino otro lenguaje diferente, fluido también, pero diferente.Y así fue creciendo, volando por dentro y encontrando en los abrazos y en el agua una forma de habitarse.

Cuando su madre enfermó, la niña vio como el alma de su madre se evaporaba. Y ella se sintió perdida. Se ahogaba de desierto. Ya no escuchaba otra cosa que viento, tan fuerte que le paralizaba. Y su madre la vio. Así que durante los años que vivió enferma, en aquella cuenta atrás llena de amor, le fue mostrando anclas a la vida.

Sacó sus discos y recuperó la música que les ponía de niños y volvieron a cantar después de mucho tiempo de silencio. Le recordó que la música es viento habitado, lleno de vida.

Volvió a bailar y le enseñó cómo bailando se flota y se habita, todo al mismo tiempo.

Le hizo mirar el brillo del sol en las hojas de los árboles. Un brillo que el viento hacia cambiar por segundos, pero que calentaba y daba vida al árbol y a quien lo miraba.

La abrazó sin parar, la acarició, le cogía la mano cuando estaba demasiado débil para nada más, para llenarla de ternura, tu «dosis de amor», la llamaba, la que sostiene todo lo demás.

Le enseñó a llorar con tristeza y sin angustia, que las lágrimas también son agua.

Le enseñó el eco de la risa y el calor de la mirada amada.

Hasta buscó quienes cuidaran de aquella niña cuando ella se hubiera ido: su tía, su padrino y aquellos tres amigos que la acogieron casi como hija.

Y mientras el cuerpo de su madre se iba consumiendo, se convirtió para su hija en horizonte más allá del desierto. La empujó a irse, a viajar, a estudiar fuera, a perseguir su mar. Y a hacerlo desde la tierra.

Y aquella niña se hizo mujer. Viajó, bailó, abrazó y fue abrazada, fue madre, se bañó infinito y se rió más. Aprendió a llorar delante de los demás. Aprendió el lenguaje de los árboles.  Y encontró su mar y su isla, en la que volvió a escuchar el viento. Pero esta vez sí podía entender su lengua, que estaba llena de amor. Y ahora cada noche se duerme acunada por ella.

Pepa

 

 

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Ligereza

Llevo ya un tiempo en que cuando me preguntan cómo estoy contesto: «ligera». Y es que no encuentro otra palabra para definir lo que me está ocurriendo en los últimos tiempos. Esa sensación hermosa de no tener pesos sobre los hombros, de caminar sin peso, estar descansada, sentirme libre y volver a conectar conmigo. Y los verbos son importantes, porque una cosa es ser libre y otra sentirte así; tener responsabilidades no es lo mismo que sentir el peso en los hombros y volver a conectar es porque durante un tiempo no lo he estado.

A raiz de la publicación de este artículo «Definiendo la consciencia» (os lo adjunto aquí para quienes leéis este blog y no el de Espirales, porque creo que os gustará leerlo) un amigo que quiero me propuso que debería escribir algo así como el «Diccionario de Pepa», igual que hice con «Metáforas para la consciencia» donde incluí las imágenes con las que trabajo, pues hacer algo similar con los conceptos. Me pareció una idea genial que en algún momento que logre el espacio suficiente, trataré de que tome forma. Y sin duda una de las palabras de ese diccionario sería la de hoy: ligereza.

Porque la ligereza tiene que ver con la fluidez y con la confianza. Con el movimiento y con el viaje. Con soltar y no aferrarse. Con el equipaje interno. Con la cosecha. Con la gratitud.

He pasado dos años muy difíciles, no necesariamente malos, pero extraordinariamente densos. Lo han sido para el mundo entero, pero también para mí. Hubo momentos en donde pensé que no me llegarian las fuerzas por el cansancio, la duda y el temblor (perdón, no me resisto a contaros que mientras escribo está saliendo el sol y llega a mi cara por el maravilloso ventanal de mi salón, qué privilegio! os dejo una foto que he hecho antes de empezar a escribir, antes de que saliera).

Desde niña he tenido una certeza y es que la vida nunca me ha dejado caer. Cuando me han llegado momentos de sufrimiento, siempre la vida me ha dado lo que necesitaba para atravesarlos, casi siempre en forma de una red de gente amada que me/nos sostuvo, otras veces en forma de acontecimientos inesperados o de regalos imposibles de prever. Y al final las cosas han salido. Casi siempre diferentes a lo que pensaba, y casi siempre mejores. No digo que el dolor compense, ni que tenga sentido, ni nada de eso porque para mí confiar sigue siendo convivir con las preguntas sin respuesta. Hay cosas para las que no hay respuesta, al menos no aquí y ahora. Pero el hecho es que no me han dejado caer.

Y con el paso de los años eso ha ido creando en mí una confianza básica en la vida, una sensación muy potente y difícil de explicar pero que está detrás de las mejores decisiones que he tomado en mi vida que son justamente las que la gente a mi alrededor pensó en su momento que eran locuras, o al menos, que tenían mucho de locura, como adoptar a mi hijo, dejar el trabajo en Save o venirnos a vivir a Palma, incluso otras mucho más tempranas como irme a estudiar fuera de casa de mis padres o renunciar a un doctorado en USA para cuidar a mi padre hasta su muerte. Las decisiones aparentemente más locas han sido sin duda las mejores que he tomado en mi vida.

Pero esa confianza básica ha habido momentos que ha sido una trinchera, una fortaleza desde la que resistir. Han sido tiempos de confiar contra toda razón, de sobrevivir. Sin embargo, hay otros momentos, preciados, preciosos, increíbles, como el que estoy viviendo ahora en los que la confianza nace sola, fácil, fluida, obvia. Porque me siento ligera.

Hace años en mis viajes por el sudeste asiático me enseñaron una expresión que se dice mucho allí que decía «Mekong always flows and flows in the same direction», «El Mekong siempre fluye y fluye en la misma dirección». Puedes intentar parar el agua, el tiempo, el aire y será inútil. No funcionará y acabarás extenuada. Puedes tratar de nadar contra corriente, pero al final la vida siempre es más fuerte que nosotros. Siempre. Así que se trata de navegar con la corriente, surfear las olas cuando llegan, y confiar.

Mi hijo va a cumplir 15 años el mes que viene y este verano cerró su infancia. Se está convirtiendo en un hombre hermoso, listo como él solo, divertido y consciente. Y sobre todo, en un hombre bueno, tierno y empático. Y yo lo veo y se me llena el pecho de orgullo. El verano ha tenido algo de iniciático para los dos, porque me permitió darme cuenta del cambio, y empezar a soltarle. Confiar de nuevo, pero esta vez en él. En él y en el amor y la consciencia que he puesto estos últimos 14 años en su crianza. El trabajo está hecho. Ahora ya sólo toca flotar alrededor y callarse, como escribí hace un tiempo. Porque de eso va la adolescencia para mí: de flotar para poder hacer de pared cuando toca y de callarse. Y al soltarle estoy recuperando mi vida personal, saliendo de nuevo a cenar, a bailar, no correr en los viajes para volver a tiempo de decirle buenas noches, ni en las comidas para llegar antes de que vuelva a casa del cole, permitirme estar sin prisa. Y él me sonríe y me dice: «pasalo bien, mamá».

Así que eso voy a hacer: pasarlo bien. Con él y sin él. Sola y acompañada. Disfrutar, recuperar mis tiempos, mis sentidos y seguir fluyendo en el río sabiendo que el hilo de amor que nos úne no se romperá jamás pero que ya no necesita mi presencia y que me toca confiar en lo sembrado y dejarle probar, errar y gozar. A ratos se me da genial, a ratos me vuelve la madre del niño. A ratos logro callar y a ratos me encuentro hablando cuando no debo. Pero el cambio no tiene vuelta atrás. Él está bien y yo estoy bien. La vida nos ha cuidado, nos ha sostenido en el fluir del río. Y empiezo a intuir una nueva etapa de la vida que tomará forma definitiva cuando dentro de unos años él se vaya a estudiar fuera. Y no me da ninguna pena, muy al contrario, me hace sentir paz y una inmensa, inmensa gratitud.

Pero soltar es todo un aprendizaje. Como lo es perder. Como lo es la vulnerabilidad y la pequeñez. Estoy en ello 😉

La ligereza me da paz. Me abre el alma. Y me hace sonreír más de lo habitual 😉

Abrazo,

Pepa

 

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Hacer de pared

Ando volviendo al mundo exterior poco a poco. Es una sensación rara, una vivencia dificil de describir pero compartida con mucha gente en este mundo raro que nos ha tocado vivir. El último año ha sido un año muy denso, muy intenso. Lo ha sido de puertas afuera pero también hacia dentro. Y no sólo por todo lo que ha sucedido en el mundo sino por lo que hemos vivido en casa. Una parte de la vivencia en casa ha sido una lesión extraña que se hizo mi hijo en el tobillo y que después de meses de peripecias hasta llegar a un diagnóstico claro le ha hecho pasar por el quirófano hace unas semanas. Todo fue bien, está genial y nos está sirviendo curiosamente como cierre simbólico de este periodo. La ternura, humor, autonomía y paz con la que lo está viviendo son prueba de ese cierre.

Pero el camino no ha sido nada fácil. La unión de adolescencia, adopción y pandemia es algo que sólo quienes lo hemos vivido y presenciado sabemos lo que es. Son tres palabras que juntas se hacen bomba. Quitas la pandemia y es algo más fácil. Pasas la adolescencia y es otra cosa. Y el dolor desde luego no es igual para quienes han vivido el miedo y el abandono en su historia personal  que para el resto de los chicos y chicas. Para ellos el miedo global unido a perder el contacto con su red afectiva se vuelve tormenta.

En todo eso estaba cuando la semana pasada me llegó este texto de Conchi Martinez Vázquez, difundido desde la web Adopción Punto de Encuentro desde la que Mercedes y María brindan una red de apoyo a las familias adoptivas y acogedoras que va mucho más allá de lo que ellas puedan imaginar. Conchi, que es una terapeuta que trabaja constantemente con familias adoptivas desde su experiencia profesional y con una delicadeza increíble describe lo que es la maternidad adoptiva, nuestra vivencia, mi vivencia. Yo no podría explicarla mejor. Por favor, leed el texto antes de seguir leyendo la entrada, porque si no no tiene sentido lo que viene después (el enlace va en el texto de su nombre, no en la imagen).

 

 

(…tiempo para que leáis a Conchi…) 😉

 

 

 

Cuando la leí, lloraba. Y me acordaba de lo difícil que le resulta a mi hijo a veces explicar lo que vive, y lo que siente. Lo mismo me pasa a mí. Porque su dolor y su experiencia es diferente. Por eso su vivencia no es como la de la mayoría de los hijos de mis amigos o como la de mis sobrinos. No, ellos no han experimentado el abandono, les parece sencillamente imposible, ni entra en su imaginación. Para mi hijo es una realidad que ya ha pasado. Tampoco viven lo que es estudiar un examen, salir de casa sabiéndoselo perfectamente y con la seguridad de sabérselo y llegar al examen y que se le olvide todo, o se ponga tan nervioso que se equivoque en tonterías y vea como año tras año, profesor tras profesor, mientras sus amigos y sus primos sacan buenas notas él se queda con un 3, un 4, un 4.7 que logra compensar con los trabajos. Esos trabajos en los que sin nervios, sin prisa y solo es capaz de hacer cosas increíbles. Casi nunca sienten, como le pasa a él, que un mal gesto, un no responder una llamada o un comentario de un amigo pueda llevarle a pensar que ya no le quiere, que le va a abandonar, que le va a rechazar. No necesitan, como le pasa a él, comprobar que la gente le quiere cada cierto tiempo para no temer nuevos abandonos, o sentir el contacto físico con la gente que ama para sentir que las relaciones son reales.

Y podría seguir y seguir…son tantas pequeñas cosas que se hacen muy grandes porque condicionan la vida cotidiana y hacen que su vivencia sea diferente. Y por tanto la mía también. Algunas personas al leer el texto de Conchi me han dicho que es válido para cualquier maternidad o paternidad. Pero no es cierto, por suerte. Por suerte la mayoría de los niños y niñas no viven algunos dolores. Y la mayoría de las madres y padres no han de sostenerlos.

Y ahi viene mi continuidad al texto de Conchi, algo que creo que añadiría a su listado y que tiene que ver con una imagen que me vino hace unas semanas que refleja la vivencia muy a menudo en la adolescencia de un chico o chica adoptados. O al menos lo que yo he necesitado hacer con mi hijo, no quiero generalizar, pero intuyo que a otras madres y padres les servirá. Durante este tiempo en muchas ocasiones he tenido que ser pared.

Ser pared para sostener su dolor. Porque era tan grande, intensificado por la adolescencia, que le desbordaba. He visto el dolor salir a raudales de su cuerpo y de su alma, y me costó un poco al principio entener lo que necesitaba de mí pero al cabo de un tiempo lo vi. Necesitaba una pared que le sostuviera, que le parara, que contuviera ese dolor que él no podía contener.

El problema es que ser pared es antinatura para cualquier madre o padre. Y desde luego es lo más alejado de lo que yo soy como madre. Por tres claves importantes.

La primera es que una pared no habla y yo llevo toda nuestra vida hablando con mi hijo. Pero una pared no habla, se planta silenciosa y clara, actúa, pero no habla. Es presencia, es solidez silenciosa. No habla, no explica, no justifica, no cuestiona, no pregunta….no.

La segunda, una pared no acaricia. ¡Qué dolor! pero así es. Una pared puede ser un abrazo contenedor en un momento determinado, pero no una caricia. No hasta después. Una pared no tiene brazos, no toca, no acaricia. Porque las caricias conectan, y el desborde se multiplica. Las caricias vienen después y son más necesarias que nunca, pero cuando has hecho de pared, cuesta volver a las caricias rápidamente. Ellos cambian mucho más rápido y tú te quedas dolorida y te cuesta.

Y la tercera, una pared no se mueve de su lugar, no depende del día ni del cansancio ni del momento ni de la urgencia. Una pared es pared.

Y no sólo es ser pared sino que no se puede delegar la función de pared, porque entonces regresa el abandono. No puedes pasar el testigo, ni cederlo. Porque lo que se prueba es tu fortaleza, tu presencia incondicional. ¡Qué palabra más complicada y más importante: presencia incondicional! Para mí ha adquirido un significado mucho más complejo ahora.

Y lo segundo que hace falta es la tribu detrás de la pared. Es curioso, nadie puede ser pared por ti pero él necesitó sentir que la pared no estaba sola, que detrás de la pared había una red, una tribu. Porque si no hay tribu detrás de ti dudan de tu fortaleza, creen  que no podrás con ello. Y tienen razón: sin tribu es imposible hacer de pared. Esa tribu sí acariciaba a menudo, esa tribu reforzaba la pared cuando tocaba. Con esa tribu sí pudo hablar. Esa tribu que el día de su cumpleaños se quedó despierta hasta las 12 de la noche para inundar su móvil de mensajes uno tras otro porque él había dicho que le gustaría recibir un mensaje el día de su cumple a las 00.00. Le tuvieron hasta las dos y media de la mañana. Esa tribu. Salvación. Refugio. Consuelo.

Es lo único que le falta al texto de Conchi: la pared. Así que aquí lo dejo. Por si a alguien os sirve.

Y como tiene todo el sentido porque habla de este tema y ha sido hace bien poco, acabo esta entrada enlazando un video de una conferencia que di a familias adoptivas de la Asociación de Familias Adoptivas de Extremadura el otro día. Por si queréis escucharla, y os sirve.

Abrazo,

Pepa

 

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Cuando el «después» se va volviendo «ahora»

Estos días he pensado mucho en qué significa poder «salir». Porque al principio era el aire y el movimiento, el hecho en sí mismo de poder caminar, oler, pasear… pero luego, muy prontito, ya no fue suficiente. Queríamos salir pero necesitábamos ver a nuestra gente. Es la «corporalidad social». Como cuando viajas, no es lo mismo leer sobre un lugar que viajar a ese sitio, donde hueles, vives, sientes y tocas. Ahora no podemos tocar, pero al menos queremos todo lo demás. Lo necesitamos. Yo lo necesito.

Al menos sentir el cuerpo de la gente amada, su rostro más allá de una cámara, darnos cuenta una vez más de eso que le decimos tanto y tanto a las y los adolescentes, que por mucho que hablen profundo a través de las pantallas, hay una parte que hace falta, que es innata al ser humano que es el cuerpo. Esa necesidad de tocar y ser tocado, de sentirse y ser sentido. El procesamiento somato sensorial de las «tripas» que explico yo siempre en los talleres. Nos falta eso y cuando nos falta, nos sentimos incompletos. Caminar es valioso, pero caminar junto a alguien es mejor. No sólo eso. Es diferente, sustancialmente diferente. Nos hace falta sentarnos a tomar un café, nos hace falta conversar en persona, nos hace falta oler, saborear, mirar y tocar. Todo lo que el cuerpo percibe, procesa y de lo que se alimenta nuestra alma.

Estos días, además de las sesiones terapéuticas, me está tocando hacer muchas sesiones de supervisión con equipos técnicos de diferentes lugares, sobre todo del ámbito social y educativo. Y hay temas que surgen de forma reiterada, y entonces percibes las semejanzas y las diferencias. Cuando eso me pasa, cuando algo sale en varios grupos siempre siento la necesidad de escribir sobre ello, porque siento que hay algo común y valioso, algo que trasciende un grupo o una situación concreta y que quizá tiene que ver tan sólo conmigo, pero quizá es algo que resuena más allá.

En muchas de las sesiones hablamos de cómo acompañar a los niños, niñas y adolescentes en este «después» que se nos ha convertido en «ahora». Surge en mis propias reflexiones como madre respecto a mi hijo o a mis sobrinos; hablando con mi familia, con mis amigos, con otras madres y padres. Surge en el ámbito educativo, respecto a cómo será la educación que nos viene, cómo encontrar un modo diferente de establecer el vínculo educativo. Y surge en el ámbito social cuando tratamos de acompañar a quienes son más vulnerables.

Muchas personas siguen esperando volver a lo que teníamos, quieren «recuperar su vida», cuando su vida es la que tienen ahora. Nos ha tocado vivir una parte de nuestra vida encerrados. No sabemos si serán sólo estas semanas o volverán más, pero esta es la vida que tenemos. No se trata de que nuestra vida parara y estemos esperando a volver a ella, porque esta vida es nuestra vida también.

Y ahí veo como hay variables que hacen que la gente se bloquee más o fluya mejor en esta vida a la intemperie. Por ejemplo, cuando trabajo con la gente en Latinoamérica veo que hay una diferencia respecto a la gente en España y es que allí en muchos sentidos están acostumbrados a empezar de cero, a volver a empezar. A veces es por un terremoto, o por un huracán o por una crisis económica feroz, pero en sus esquemas mentales entra la opción de «empezar de cero». Ese es un concepto que para la mayoría de las personas europeas de nuestra generación no existe. Hemos crecido en la estabilidad, en el arraigo a las tradiciones y a la historia, en conservar lo que tenemos. Y la idea de poder perderlo sencillamente paraliza a la gente, además de enfadarla. Yo no puedo evitar intuir que en realidad ya lo hemos perdido.

Luego está la edad. Estoy convencida de que quienes peor lo vamos a pasar en este «después» somos justo la gente de mi edad, digamos una horquilla entre los 35 y los 60 más o menos. Los más pequeños y las y los jóvenes aprenderán otra forma de vivir porque no les va a quedar otra y porque son más flexibles a todos los niveles: cognitiva y afectivamente. Aprenderán los esquemas de ese «después» como nosotros aprendimos esquemas diferentes de los de nuestros padres. Porque tienen toda la vida por vivir y construir, en la permanencia que les sea regalada en esta vida aún lo tienen casi todo por hacer.

Del mismo modo, las personas más mayores ya han vivido gran parte de su vida, hicieron su proyecto de vida como pensaron y sintieron que era mejor hacerlo, como pudieron o como les dejaron según el caso. Probablemente una mezcla de todo eso. Pero las personas mayores pueden adaptarse más fácilmente a la supervivencia, a disfrutar las cosas pequeñas y sencillas, a pararse y a integrar lo que tienen.

¿Pero nosotros y nosotras? Personas (yo acabo de cumplir 47 años) que tenemos nuestros esquemas mentales ya construidos, que tenemos ese «edificio interior» ya formado y que tendemos a querer que la vida se ajuste a ese edificio, a nuestros «surcos cerebrales», no al revés. Nosotros y nosotras, que en muchos casos tenemos ya formados nuestros proyectos de vida y hemos asumido compromisos conforme a esos proyectos que quizá en ese «después» ya no podamos cumplir. Nosotros y nosotras, que tenemos la responsabilidad de tirar para delante de un mundo cuyas reglas de la noche a la mañana han cambiado generándonos angustia y desconcierto. Creo de verdad que nosotros y nosotras somos los que peor lo vamos a pasar. Nos toca cambiar y ni siquiera tenemos claro hacia dónde. Nos toca fluir con la vida cuando estábamos acostumbrados a creer que la controlábamos. Nos toca cuidar y sostener y alimentar cuando los medios para hacerlo van a cambiar de un modo sustancial. Y esa es una experiencia vital que no todas las generaciones a lo largo de la historia han tenido. Nos ha tocado.

Me doy cuenta en las sesiones y en las conversaciones que la edad de quien me escucha condiciona la forma en la que integra lo que digo. Me da la sensación de que a lo mejor en los próximos años nos toca escuchar mucho, mucho más a nuestros hijos e hijas de lo que solemos hacerlo, porque quizá ellos encuentren maneras diferentes y más rápidas de fluir y adaptarse a los cambios. Veo a la gente calculando cuánto tardaremos en volver al nivel de bienestar que teníamos en marzo, calculando si serán meses o años. Escucho hablar sobre cuántos niños o niñas podremos meter por aula y cómo habrá que organizar los grupos el curso que viene para que puedan ir al colegio. Seguimos intentando organizar el «después» con los criterios de aquél «antes» que estoy convencida con todo mi ser de que no volverá.

Creo que no aprenderemos todo lo que estoy tratando de decir sólo con este virus. Me temo que el ser humano necesita ser confrontado muchas veces y de forma muy potente para modificar esos «surcos cerebrales» de los que hablaba. Lo veo en la terapia, que es un proceso de consciencia largo en el que las personas, aún deseando el cambio, cuando comprenden sus consecuencias o su magnitud, se resisten o les abruma. El proceso de consciencia que la persona logra en terapia cuando el proceso funciona le lleva a una vida diferente, pero es un camino largo y la vida suele confrontarles varias veces con sus sombras en ese proceso. Pues probablemente pase lo mismo a nivel social. No creo que aprendamos sólo de este virus. Son muchos los intereses y mucho el miedo y la necesidad de creer que volveremos al «antes». Pero la vida es más fuerte y más sabia que nosotros. Con el tiempo lo aceptaremos.

Y una última paradoja. Estos días trabajando con equipos de los centros de protección hablaba de cómo lo que estamos viviendo toda la sociedad ahora en realidad los chicos y chicas de los centros de protección son de los pocos que ya lo habían vivido. Conocen de sobra lo que es perderlo todo y empezar de cero, no hay como ver sus ojos el día que les sacan de casa y les llevan a un centro. Saben lo poco que pueden llegar a conservar de su vida: ropa, fotos, historia… ni siquiera pueden llevarse cuando se van del centro fotos de los amigos que hicieron allí o de las cosas que vivieron durante esos años porque ley de protección de datos no se lo permite. Saben lo que es que alguien los encierre, que alguien decida por ellos y ellas sobre su vida. Saben lo que es perder a personas amadas a veces sin poderse siquiera despedir. Los chicos y chicas que viven en centros de protección ya lo han vivido. Así que, a pesar de su vulnerabilidad, quizá sobrevivan más sólidos que nosotros en ese «después» que para ellos formaba parte de su «antes» y su «ahora».

Me ha salido un post algo filosófico, así que lo acabo con un video cortito que grabamos el otro día hablando mi amigo Juanjo y yo. Me propuso hacerme un par de preguntas sobre educación como parte de unos diálogos con más gente que está haciendo. Forman parte de toda la reflexión de este post así que con él acabo.

Abrazo grande,

Pepa

 

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Mirar hacia dentro

Las paredes físicas pueden convertirse también en paredes del alma. Y el alma, como nuestra casa, puede ser hogar y refugio o puede ser prisión. Estas dos últimas semanas han sido las más duras del confinamiento para mí, para mi entorno y para mucha gente con la que trabajo. Creo que por muchos motivos. Porque ya pesa, el tiempo se hace más largo, porque el final se ve más cerca, porque el «después» aparece como posible y da miedo… pero sobre todo porque la emergencia externa ha rebajado exigencia para hacer hueco al espacio íntimo. Y ahí hay todo un universo que a veces es hermoso. Otras, no tanto.

Me impresiona ver hasta qué punto somos capaces de vivir mirando hacia fuera, empeñados en controlar el entorno, los acontecimientos, la información y los entornos donde vivimos. Tanto esfuerzo puesto en convertir nuestra vida en predecible porque como seres asustados, eso nos da seguridad. Sin embargo, para mí se renueva un convencimiento íntimo y es que la seguridad no viene de ese control sino de la entrega. No viene de controlar lo que va a suceder sino de la confianza en estar dispuestos a vivirlo, sea lo que sea lo que llegue. Pero confiar pasa por aceptar nuestra fragilidad y nuestra intemperie. ¡Y esa pequeñez y vulnerabilidad nos da tanto miedo!

Cuando miramos hacia dentro, a veces temblamos. Lo diré en primera persona: cuando miro para dentro, a veces tiemblo. Porque somos una ínfima partícula del universo, una pequeña pero hermosa expresión de vida. Somos frágiles, y nos podemos romper con suma facilidad. Eso es lo que somos. Eso es lo que soy. La vida es frágil, en un minuto puedes romper lo que ha costado años construir: una vida, una relación, una certeza, una cultura, unos derechos…

Por eso, a continuación surge la responsabilidad de vivirla, de cuidar esa vida, mi vida, nuestras vidas. Me surge la ternura, el mimo, el cuidado en su máxima expresión. Me surgen las caricias y los abrazos, pero también la justicia social y los derechos humanos. Todos ellos para mí forman parte de lo mismo: la responsabilidad del cuidado de la vida, empezando por la mía.

Pero el temblor, cuando surge, viene de mirar de forma invidual. Porque si al mirar hacia dentro doy un paso más, me doy cuenta de que formo parte de algo mucho más grande, algo mucho más fuerte. La VIDA con mayúsculas es más fuerte y más sabia que yo. Y sobrevivirá mucho más allá de mí, que no soy más que ese granito en la arena de la playa. Soy única, soy valiosa. Pero la vida es mucho más que yo.

De dónde surge la playa? De la suma de granos de arena. Somos una inmensa red de almas frágiles que se hacen fuertes si las ves en su totalidad. Para mí el amor, esas redes de amor de las que me paso la vida hablando y que cultivo con tanta consciencia (y a veces cansancio) como soy capaz, son la base de mi seguridad y mi fortaleza. La trascendencia forma parte de la resiliencia. El amor es un acto de fe y de confianza en el otro. Y ese confiar en el otro me lleva a percibir la totalidad de la playa. Es ahí donde está la fuerza.

Después de casi siete semanas de encierro, hay algunas cosas sin las que sé que no puedo ni quiero vivir. Algunas las sabía, otras las imaginaba pero no en su verdadera magnitud, otras ni las sabía. No son muchas, pero son existenciales:

La primera son los abrazos, las caricias, la piel. No quiero ni puedo vivir sin tocar y ser tocada. Hablo de abrazar en general, pero también en particular, por mi gente amada.

La segunda el sol, el aire y el agua. No quiero ni puedo vivir una vida sin aire y sin sol. Y sin el agua en todas sus formas, especialmente la mar.

La tercera, que aunque parezca obvia, ha adquirido otro significado estos días, no quiero vivir sin mi hijo.

La cuarta, en la que me reafirmo, no quiero vivir sin moverme, incluido viajar. Y sin respirar.

La quinta, no quiero vivir sin árboles.

La sexta, no quiero vivir sin conversar. Me costaría mucho, mucho vivir sin leer, pero no quiero una vida sin buena conversación de almas.

Y una séptima, el número infinito 7, no quiero vivir sin mi memoria.

(Observese que las primeras son «ni quiero ni puedo» las siguientes son tan sólo «no quiero»)

Estos días he cumplido 47 años con una celebración de amor tan especial como inolvidable. Lograron inundarme de amor y me llenaron la casa del olor de mi red de amor. No tengo palabras para agradecerlo. Y ha formado parte de este «mirar adentro».

Igual que las conversaciones con mi hijo. Ayer, por un trabajo y por ese mirar hacia dentro en el que andamos metidos, mi hijo me preguntaba qué cambiaría de mi vida. Y me sorprendió decirle que muy pocas cosas. El ejercicio físico, mi cuenta pendiente. Y mi manejo de la rabia, muy, muy mejorable 😉 pero en lo demás… es el camino que he hecho, la cantidad de cosas que he cambiado hasta llegar aquí, incluyendo el lugar donde vivir, trabajos, relaciones, hábitos y cosas de mi forma de ser. El tiempo y el esfuerzo que me costó.. no fue fácil pero logré cosas como poder llorar delante de otros, poder enfadarme más y más flojito, poder pedir ayuda, no agotarme hasta enfermar, no cuidar para que me quieran, legitimar mi derecho a muchos y buenos placeres, cocinar hasta una tarta ;-), nombrar cosas innombradas y algunas cosas más.. el camino ha sido largo y en este «mirar adentro» encuentro paz.

Me quedo con esa paz. Con esa certeza de la fortaleza de la playa y mi fragilidad como grano de arena. Y reitero mi acto de fe: confiar.

Abrazo inmenso,

Pepa

 

 

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El «por» a dejar volar

«Por» significa «miedo» en catalán. Es una palabra que me encanta, una de esas palabras que guardan todo un laberinto sólo en la forma de pronunciarlas (la r casi no suena, a mí me suena más a «po»), en su sonido. De esas palabras fáciles de las que te apropias casi sin darte cuenta. Mi hijo está integrando el idioma de nuestra roqueta, lo entrecruza con su lengua materna y va eligiendo de forma inconsciente expresiones y significados particulares. Es uno de los muchos regalos que nos está dando esta tierra. Yo comprendo el idioma y lo leo, pero no llego a vivenciarlo como él.

Ha cumplido 13 años esta semana. Lo celebramos rodeados de amor, de esa red de amor que hace que siempre salga el sol en su cumpleaños y en el mío, aunque haya diluviado el día anterior. Esa red que crea vivencias que fluyen, que son fáciles, que crean hogar. Pidió una bici como regalo de cumpleaños para poder ir y volver en bici al cole, moverse con sus amigos y tener aún más autonomía. A mí me pareció maravilloso y le apoyé. A nuestra red de amor también y todos contribuyeron a hacerla realidad. Hasta nos regalaron el casco y la cadena. Así que el martes fuimos a comprarla.

Cuando salimos de la tienda llegó para mí el momento de bajar a la tripa una decisión de cabeza. La bici no cabía en el coche, así que le tocaba volver a casa en bici desde la tienda donde la compramos. Media hora de recorrido, casi en su totalidad por carril bici, pero ya haciéndose de noche, con un par de cruces y tramos difíciles y cruzando carreteras grandes.

Confío en él y en su capacidad. La decisión educativa estaba clara y era coherente con lo que deseo para él: autonomía y confianza en sí mismo. Pero mi cuerpo tembló, mi tripa se retorció de miedo y me pasé la media hora haciendo la compra para estar ocupada y no pensar mucho. Es tonto, porque habrá otras muchas salidas, cada día, y el riesgo seguirá estando ahí. Pero ya no será la primera. Ni para él, ni para mí.

Cuando llegué a casa con la compra, él acababa de llegar y estaba poniendo la cadena a la bici con una sonrisa de oreja a oreja. Me confesó que había pasado «po» también, que no sabía si sería capaz de subir la cuesta que tiene que subir para ir al cole cada mañana, que casi se da contra una papelera de una farola, que el camino se le había hecho más largo de lo que esperaba… pero todo lo contó con una sonrisa de oreja a oreja, con ESA sonrisa.

Y fue esa sonrisa y no otra la que deshizo mi nudo del estómago.

A partir de ahí, toca confiar.

Estos días he recordado mucho una costumbre que tenía mi madre sus últimos dos años de vida, que fueron mis primeros de carrera estudiando fuera de casa de mis padres. Volvía a casa una vez al mes a pasar el fin de semana y ella siempre me esperaba en la puerta (mi padre lo siguió haciendo después de que ella muriera) y cuando salía del ascensor, casi sin poder soltar la maleta, me abrazaba largo, largo, largo. Minutos podían ser. Y al cabo del rato me soltaba y me decía «ya está, ya tienes el alimento que necesitas para todo el mes».

Alimento para el alma tejido de abrazos. Eso y nuestros ángeles son la base de mi confianza. Lo que acompañará a mi hijo y su bici.

Pepa

 

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Ser y dejar ser

Este verano ocurrió algo extraño y bello, que cuando lo cuento y lo verbalizo resulta hasta cursi pero que es exactamente así: mi hijo ha dejado de ser niño, ha cerrado su infancia. Se le nota en todo, desde físicamente, en su forma de vestir, en su forma de comportarse, en nuestra relación…en cada detalle del día a día. Y ha entrado en ese periodo de la vida en que, como nos ha pasado a todos, hay momentos que quiere ser mayor y hasta lo exige enfadado, y otros en los que quiere seguir siendo niño. El otro día me dijo «hoy tengo el día Peter Pan, mami».

Pero lo interesante de este proceso es dónde me coloca ese cambio a mí. Después de once años de maternidad «monomarental por opción» como la llaman ahora técnicamente, es decir, de once años de dedicación, cuidado, mimo, presencia, logísticas y amor, amor y amor. Años en los que he pasado a ser segunda en mi propia vida, años en los que todas mis decisiones han estado condicionadas a lo que yo consideré que era mejor en cada momento para él. Once años de apurar las horas, de dormir poco, de correr para volver lo antes posible de cada reunión y cada viaje, de generar esa maravillosa red de amor, primero en Madrid y ahora en Palma, que te permite criar y sostener y cuidar y amar. Años de ver cómo tus relaciones se transformaban en función del vínculo que establecían con mi hijo. Años en los que mi desarrollo laboral estuvo siempre y sin excepción supeditado a él. Once años sin apuntarme a un curso (miento, hice uno un año), procurando aprovechar cuando me inivitaban a un congreso para poderme quedar todo el día y escuchar a los otros ponentes y así aprender y coger el vuelo de última hora para poder estar a la mañana siguiente despertándolo…en fin, nada especial, la maternidad consciente, sin más. La maternidad consciente cuyo mayor precio para mí es sin duda el agotamiento. Ser su madre es lo mejor que he hecho en mi vida, y un gozo que nunca imaginé posible antes de tener a mi hijo, pero pagando el precio del agotamiento y de esa sensación que te entra a ratos de «no llego, son demasiadas cosas, no puedo con todo, no soy capaz». Pero sí lo eres. Cada día. Día tras día.

Y entonces, de repente llega un día en que empiezas a escuchar cosas como: «me voy a mi cuarto y luego nos vemos», «lo siento, mami, espero que no te duela, pero te tengo que confesar que me lo paso mejor con mis amigos que contigo», «viajar contigo solo me gusta mucho pero no es tan genial como cuando viajamos con A.», «dime si esta ropa me conjunta bien», «X es tu amiga, no lo es mía, yo no quiero ir», «déjame a mí que tú no sabes», «me voy a casa de X y volveré a la hora de siempre», «te voy a contar algo pero no quiero que opines, sólo escúchame»..

Día tras día vas viendo como el niño se está haciendo hombre, cómo te sigue amando pero ya no necesita esa presencia constante, como él mismo va dando significado a las cosas sin recurrir a ti más que cuando le generan dudas o confusión. Por supuesto sigue teniendo 12 años y pidiendo las frases mágicas antes de dormir, los besos para despertar, el abrazo al llegar a la cocina, el beso antes de ir al cole, consejos en multitud de cosas, sigue repitiendo constantemente «mami, te tengo que contar que» o «mírame, mami, mírame». Pero vas viendo como dejas de ser el centro de su vida para que los iguales pasen a serlo, cómo su centro ahora son sus amigos, sus primos, sus amores. Cómo el tiempo es bueno y tiene sentido si está con ellos, y como sus mejores días son los que empiezan y acaban contigo pero el resto ha estado con amigos y sin ti.

Y ese proceso me tiene maravillada, y feliz. Alguna gente me pregunta si me da pena, y yo les digo que yo sólo sufro si él sufre, que verle feliz, y autónomo y mayor me hace tan feliz que no sé explicarlo casi. Siempre he pensado que uno de los indicadores básicos de un vínculo seguro, sea como amiga, como pareja o como madre es alegrarte por la alegría del otro, buscar esa alegría del otro, promoverla y disfrutarla. Aquellos que nos quieren bien son los que se alegran con nuestra felicidad, aunque esa felicidad en algunos momentos nos aleje de ellos, como cuando nos vinimos a vivir a Palma y la gente que nos quiso bien de Madrid se alegró por nosotros aunque supusiera perdernos en su día a día. Ya no digamos cuando mis padres me dejaron ir a estudiar fuera, alejándome de ellos, especialmente mi madre cuando sabía que se estaba muriendo. Dejar ir, dar alas es amar. Esto lo repito constamente en los cursos.

Pero es que hay una segunda parte que es: dónde te recolocas tú. De repente vuelvo a tener tiempos de soledad, y llevo once años en que la soledad ha sido algo tan raro, tan raro que era un deleite. Pero ya no es algo raro, empiezo a tener tiempos de soledad de verdad. Vuelvo a poder plantearme cenar con amigos, salir al cine y ver pelis de mayores, prolongar un viaje si me apetece unos días o incluso, como hice este año apuntarme a un curso! Porque en esto es una de las muchas cosas donde se nota el ser madre en solitario. Cuando se cria entre dos estas posibilidades, aunque limitadas, se multiplican. Cuando crias sola, si quieres hacerlo con consciencia sabes que tu presencia no es sustituible y que si le dejas con otras personas es porque quieres que tenga vínculo profundo con esas personas, como una opción consciente o porque no te queda otra para cubrir los compromisos profesionales que te permiten sostener la economía familiar (¡cuántas horas trabajando cuando él dormía para aprovechar y cumplir los compromisos sin que mi tiempo con él se resintiera!). Al menos para mí ha sido así. Es uno de los aspectos en los que he notado más la maternidad en solitario.

Así que vuelvo a poder conjugar el «yo»: «¿Qué quiero comer yo hoy?, ¿qué peli voy a ver? ¿me apetece salir o llamar a alguien?». Vuelvo a escuchar el silencio en casa como ahora mismo que estoy escribiendo. Empiezo a intuir lo que viene en adelante. Porque esto va a ir a más. Y pongo consciencia en mis «tripas» y en qué siento. Y la palabra es extraña. Me siento extraña. Me apetece mucho la soledad, la he buscado como necesidad pura. Estoy maravillada de empezar a tener tiempos largos con mis amigos. Y decidida con determinación a no dejar que el trabajo me prive de estos tiempos de soledad. Pero es un nuevo comienzo. Uno de esos momentos clave en los que aparentemente no pasa nada, no hay grandes acontecimientos, pero por dentro sabes que está pasando algo importante. Desde este verano la familia Horno Goicoechea estamos en uno de esos tiempos.

Y eso me lleva al título del que ha surgido este post «ser y dejar ser». Porque sí tengo un miedo. El miedo de saber si seré capaz de permitir a mi hijo SER. Ser la persona que quiera ser él, no la que quise yo que fuera. Permitirle sus gustos, sus relaciones, sus aficiones, sus errores y sus aciertos. Dejarle elegir. Porque me doy cuenta de que hasta ahora su capacidad de elección era muy limitada, y eso que quienes nos conocen saben que le he educado para que sea capaz de expresarse y de elegir hasta el punto de ponerme en situaciones embarazosas por la claridad con la que ha expresado sus deseos y sus necesidades en situaciones poco apropiadas o de manera poco acertada. Tengo miedo de no ser capaz de DEJARLE SER. Porque no me asusta que se vaya, me asusta el intentar imponerle mi criterio de vida, porque él ya tiene su criterio propio, y no coincide siempre con el mío. Dejarle decidir cómo llevar sus relaciones, por ejemplo. Dejarle equivocarse, sabiendo que lo hace. Dejarle pagar las conscuencias de sus errores, eso me cuesta un mundo porque implica verle pasarlo mal y no impedirlo.

Tengo la suerte de que en general me gusta mucho la persona en la que se está convirtiendo. Confío de una manera visceral en él y en sus capacidades. Es una personita hermosa. Pero yo soy una mandona, siempre lo fui. Y entramos en un periodo de su vida en la que si no sé colocarme en mi sitio.. ¡puede ser muy duro!

Todo esto pienso hoy, en nuestra casa silenciosa, en mi tiempo en soledad. Y al final siempre vuelvo a lo mismo, una  y otra vez: toca confiar. Confiar en la vida, en mí y en él.

Pepa

 

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11 años de familia

Conversación de esta mañana en el desayuno:

– ¿Sabes, mami? Ayer hablaba con mi amiga x y le contaba que tú y yo nos abrazamos un montón de veces cada día, que me levantas con besos, nos abrazamos cuando llego a la cocina a desayunar, nos besamos antes de bajar del coche en el cole..y asi monton de veces cada día, y sabes qué dijo ella?
– Qué?
-«¡Alá, cuántos abrazos!» y yo le pregunté si no hacía lo mismo con su madre y ella me dijo que no, que se daban el beso de buenos días y el de buenas noches.
– ¿Pero a ti te gusta que nos abracemos?
– A mí me encanta
– A mí también. Además, creo que los abrazos son alimento para el alma.
– Lo sé, por eso yo tengo tanta luz dentro.

Ayer cumplimos 11 años de familia. Él cumplirá 12 en unos días. Y sigue siendo mi luz tras las tormentas y lo mejor que he hecho en mi vida.
Hoy, esto, sin más.
Pepa

El silencio del verano

Este verano ha sido diferente por muchas cosas. Pero quizá, si tuviera que elegir una, una sola, ha sido el silencio. Mi silencio. Mi desconexión. No sólo no he escrito aquí, sino que no he trabajado casi en todo el verano, he sido capaz de cerrar la consulta más de un mes, y no escribir ni leer nada de trabajo (el verano pasado escribí demasiado). He pasado muchas horas escuchando, eso sí, por trabajo y por placer. Y mi cabeza bulle ahora mismo de ideas y nuevas teorías, que siento que van tomando forma imparables. Las teorías de las que habla siempre mi querido Javier.

Pero esta semana decidí que tenía que volver, en general. Mandé mensajes, retomé cosas, puse al día el mail…y me quedaba volver aquí, a este mi pequeño hogar compartido. Pero no sé muy bien por dónde empezar, así que voy a hacer algo así como una lluvia de muchas cosas. Ya me perdonaréis si suena o queda caótico.

Este verano comenzó con un viaje a Donosti en el que me llegó un regalo de esos que no puedes describir, tan sólo acoger. Y ese regalo ha estado presente en todo lo demás.

Y de ahí, en la misma escala del vuelo de vuelta, José se fue para tres semanas. Eligió ir a dos campamentos y a casa de su mejor amigo y por primera vez en diez años estuvimos separados tres semanas. Y fue como un ensayo general de lo que está por venir. Mi hijo este año ha cambiado de capítulo de vida, ha cerrado la infancia. Sé que suena raro decirlo, pero lo vivo así. Y eso me cambia a mi de lugar. He pasado de ser centro y referente a ser presencia y seguridad, pero silenciosa. Sólo hace falta estar y de vez en cuando, pero muy de vez en cuando (aún tengo que aprender a callarme mucho más pero estoy recién empezando) advertir y limitar. Aprender a estar en silencio. Ésa es una de mis tareas para este año.

Mientras él atisbaba su adolescencia, yo disfruté de algunas conversaciones profundas, muy profundas con gente amada. Ahi tomaron forma algunas cosas que tengo que escribir. No sé cuándo ni cómo, pero lo haré. Y una especial sobre la pareja, que espero que no se pierda en el listado de tareas pendientes.

Y seguí con mi proceso del dentista, y sintiendo lo que me llegó inmenso de regalo en Donosti. Y acompañé en la presencia y en la distancia a tres amigos valientes que no se conocen entre sí pero comparten mucho porque rehacen sus vidas manteniendo el mismo amor. Y a otro que anda encontrando un lugar nuevo en la vida sin dejar de ser él. Es curioso, pero este verano han tenido mucho protagonismo en mi vida mis amigos hombres. Muchos de ellos han emprendido procesos de cambio potentes, fuertes, de los que dan sentido a la vida. Y yo sigo pensando que uno de mis mayores privilegios en la vida ha sido tener amigos hombres, amigos de verdad. La amistad entre hombre y mujer es diferente, y cuando se da, es un privilegio total, al menos para mí. Y dimos la bienvenida a la vida a J. fruto de la valentía y el amor a partes iguales.

Además comencé un proyecto emocionante a nivel laboral que consiste en coordinar y escribir en parte un libro de historias de vida de personas que fueron víctimas de abuso sexual infantil cuando eran niños. Pasé horas escuchando historias de dolor y de valentía, y me quedan aún muchas más. ¡Y me resulta tan dificil encontrar el relato adecuado con el que hacerles justicia!

Luego fuimos a Chile. Un viaje inolvidable. Dieciséis días, cuatro ciudades base: Santiago, Concepción, Valparaíso y San Pedro de Atacama. Y como quiero que sea breve, ahi va: la inmensidad del amanecer sobre los Andes al aterrizar, tan pequeños que somos!; la casa de Neruda en Isla Negra y su frase grabada en la entrada sobre «Regresé de mis viajes. Navegué construyendo la alegría» y la mía al cumplir uno de mis sueños de niña al poder visitarla; el azul oscuro del pacífico; y en los talleres de Aldeas, la gente valiente, la que nombra el dolor y la villanía y no gira la cara y la mira de frente; alguien que me regaló su historia de vida para mi hijo y su amiga Aina, no sólo él, pero él; aquel minero que nos contó como bajaba a la mina con ocho años como todos los niños, y cuando tenían miedo y querían huir, sus padres los ataban a su cintura de una cuerda y tiraban de ellos hacia abajo, hacia la mina; las risas imparables de José y Aina, las conversaciones en las cenas en las que les escuchas muda hablar de los dolores de las ausencias, de las físicas y de las emocionales (palabras suyas, no mías); Valparaiso entera ella, enterita, cada rincón lleno de arte, ese café, sus paredes, sus rincones, sus cuestas; y al final cuando crees que no hay más llega Atacama y sus cielos estrellados y su frío en la noche congelante, y sus lagunas de once grados donde flotas y sus termas, y ese arbol increíble salido de la nada bajo el que acampamos, y ese amanecer que te devuelve el calor al cuerpo después del frío…y la inmensidad. Simplemente inmensidad. Volveremos en el 2020 para hacer el sur. Pero tengo claro que Chile ha llegado para quedarse en mi vida.

Y regresas, pero a medias. De cuerpo sí, de alma a medias. Y te toca cuidar de un niño que es tu familia porque lo es de corazón, tuya y de tu hijo. Sus padres te lo confían en un momento único, duro, lleno de incertidumbre. Y le acaricias, y le recuerdas cada noche ese hilo de amor. Y creas una ceremonia para que le envíe a su padre el amor que necesita enviarle. Y funciona. Y sientes que es así como sabes y quieres vivir, con esas opciones de vida.

Y casi sin pausa llega más familia y te inundan la casa, y escuchas reir a tu hijo con sus primos y piensas: bendita casa, bendito hogar. Y un día en el velero de H. que se vuelve inolvidable. Bañarse en mar abierto, una experiencia nueva que queda indeleble en la piel. Y tu sobri que es una belleza de persona y lo demuestra, y mis hermanos que cuidan y colaboran. Y al final cuando ellos se van le escuchas a José antes de dormir: «He sido muy feliz teniéndolos en casa». A pesar de que ha habido momentos entre él y yo malos, porque tanto movimiento y tanta emoción…me tocó ser punch y recibir y a él devolverme cada vez con más claridad lo que no quiero afrontar de mí.

Y así llego a esta noche. Vuelvo a mi cama, a ese silencio del comienzo del verano, que durante las últimas semanas se esfumó. Pero toca trabajar, y toca preparar el cole, y volver, volver, volver.

No me fui. Pero he estado silenciosa.

Gracias por seguir aquí.
Pepa