Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Vivencias

Horizontes y geografías

Llevo años viviendo frente al mar. Con el tiempo he comprendido que es el horizonte, la inmensidad, la que abre el alma. Ver el mar al levantarme y al acostarme, levantar la mirada y ver la inmensidad hace que el alma vuele. Al menos mi alma.

He hablado muchas veces en estas páginas de mi «geografía interior», de cómo he llegado a comprender a través de mis viajes lo que significa la geografía de verdad para el ser humano. Cómo el frío o el calor o la montaña o el mar o una gran ciudad o un desierto configuran la forma de sentir y vivir de las personas. Y lo he podido comprobar en mi propia piel y en la de mi hijo al pasar de vivir en una gran ciudad (y eso que éramos inmensamente afortunados porque vivíamos frente a un parque y escuchábamos pájaros cada mañana y veíamos verde) a vivir frente al mar, frente a esta maravilla de amaneceres cotidianos.

Del mismo modo, vivir en una isla tiene una carga simbólica que va mucho más allá de lo que se pueda describir. Vivir en un lugar con límites, expuesto a la inmensidad y pequeño genera un universo interior en sus gentes que cambia los ritmos, las expectativas y la forma de pensar. Pasa lo mismo que cuando vives rodeado permanentemente de hermosura, que creces dándola por obvia. Eso también genera una forma de estar en el mundo.

En mi trabajo trato constantemente de que quienes trabajan con niños, niñas y adolescentes vean los entornos como parte de su intervención. Las paredes de los lugares transmiten mensajes a las personas y generan un aire de buen trato o mal trato. Necesitamos crear entornos seguros y protectores para las personas. Ese concepto clave es la aplicación profesional de lo que trato de decir y de lo que siento cada mañana cuando me despierto viendo el horizonte. Hay algo dentro de mí que conecta interiormente con la belleza, la hermosura y la esperanza de forma automática. Y sobre todo con el privilegio de mi vida y un inmenso agradecimiento. Soy consciente de lo que tengo, de lo que he conseguido y de lo que la vida me ha regalado.

Este año que cumpliré 50 está teniendo que ver mucho con eso: con el agradecimiento. Recibí y sigo recibiendo el amor que me sostiene y me lleva de la mano tanto en el gozo como en el dolor. El amor de las personas que nos quieren, de mi red afectiva, pero amor también en el horizonte cada mañana. Amor en este lado de la vida y desde el otro también. El amor es lo único que vence a la muerte y cada día me siento cuidada y sostenida. Miro a mi hijo, al hombre valiente y precioso en el que se está convirtiendo, miro nuestro hogar, nuestra red, nuestra vida en general y no puedo dejar de conmoverme. Hace unos días tuve una conversación con la persona que probablemente más me conoce y quizá mejor ha sabido quererme y hablábamos del camino, de cómo podía haber sido totalmente diferente, de cómo perseveré y confié. Y cuanto más lo hago, cuanto más confío, más encaja todo. Hacerlo ahora resulta fácil, pero hubo momentos en que no lo fue.

Acabo con dos regalos. Por un lado, quiero incluir aquí un artículo que escribí hace poco que se refiere también a todo esto:  «Individuo, comunidad, sistema«. Habla de lo que he aprendido de la geografía humana en mis viajes por el mundo. Por si los que leéis este blog y no el de Espirales CI queréis leerlo.

Y por otro, una canción como homenaje a la roqueta, al horizonte frente al mar, a la vida. En este idioma que ya es también un poco mío. Habla de todo esto, de las cosas sencillas como decir «t´estim». Y sí, soy de las que tengo un «cor rebel», un corazón rebelde, alimentado por este horizonte.

Abrazo inmenso,
Pepa

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Final de verano

Con el paso de los años me doy cuenta de cómo voy construyendo pequeños ritos de paso. Y sentarme a escribir en este pequeño universo mío, que es también vuestro, forma parte de mis rituales de final de verano. Significa que voy volviendo a la cotidianidad, al trabajo, a la conexión con el mundo.

Estos días lo estoy comentando mucho con mis amigos. La palabra que define este verano es tranquilidad. Ha sido un verano tranquilo con tres o cuatro momentos muy especiales, rotundos o sutiles, pero de los que permanecen en el alma:  la casa de Carol, el viaje a Escocia de José con dos aviones, un taxi y un autobus, doce horas solo; los abrazos valencianos, madrileños y zaragozanos; una mañana en el parque y otra en un hotel; una playa que desaparece al mediodía y un porche frente al mar con una primera copa de vino; una conversación ante mi hijo y mis sobrinos y un par de abrazos de bienvenida a casa dentro del mar. Pero el resto ha sido simplemente tranquilo. He estado con mi gente amada, conversaciones largas y sin prisas, de esas de alma que son mi vicio particular. Me he bañado en piscinas y mares, he dormido hasta tarde, he abrazado mucho, mucho, he leído, he escrito un nuevo libro y me he visto la serie «This is us» entera.

Sí, entera 😉 y merece un pequeño comentario. Todo el mundo me perseguía para que la viera pero como me engancho con las series hace años que trato de no ver más que miniseries y ésta eran seis temporadas de 18 capítulos de casi una hora cada uno, demasiado! Pero cuando mi sobrino Mario me dijo «tía, tienes que verla», ya no pude decir que no. Y tal cual. Espectacular, guiones impagables, personajes que son tal cual. Varias de las cosas que narra una de las protagonistas con obesidad mórbida las he vivido yo tal cual (esa nota de las amigas en la piscina diciéndole que no quieren que vaya con ellas porque les da asco la he recibido yo tres veces en mi vida casi literalmente, la variación fue en la tercera ocasión, que fue ya en la adolescencia y lo que decían era que si iba con ellas espantaba a los chicos… Son vivencias que llevas dentro y que ya no duelen pero dolieron infinito y sobre todo me formaron como persona). Y el otro hijo con su historia de la adopción pensando en mi hijo y en mí como familia… una de esas series en las que al final el amor tiene más que ver con aceptar a la gente que amas como es, sin tratar de cambiarla. Donde el personaje más idealizado es también el que en realidad genera las heridas más profundas en sus hijos casi sin quererlo, sin buscarlo o incluso buscando justamente lo contrario. Y llena de conversaciones que podré usar profesionalmente porque describen con sutileza y exactitud experiencias difíciles de trasmitir. Un regalo, aunque me haya resistido tiempo a ello, todo un regalo.

Este verano he sido consciente de lo que ha crecido mi hijo y mis sobrinos, que uno de los grandes regalos de este verano ha sido que volvieran a venir a Mallorca. Los veo crecer y pienso en las personas increíbles en las que se han convertido. Y me asombra empezar a ver la cosecha de tantos años de siembra.

José va poco a poco bajando el acelere para ganar solidez, serenidad. Se está convirtiendo en un adulto tierno y divertido, cabezota y chulillo aún pero consciente al fin de su valía. De hecho, ya hemos llegado a la época de la vida de vidas paralelas. Por fin 😉 Él tiene sus planes y yo los míos. Y luego nos sentamos a desayunar o a comer juntos, nos miramos y nos contamos. Y cada vez me toca callar más (en lo del silencio llevo ya más de un año) y escuchar, sólo hacer de eco. He tenido conversaciones con él, con mis sobrinos, con Héctor su amigo del alma y con otros amigos que han pasado por casa en las que casi, casi parece que ya hablas con adultos.

Sólo lo parece porque luego aparece la adolescencia y los escuchas creyendo que han comprado la verdad en el mercado de la esquina, que saben más que tú, que tú no te enteras porque la vida ha cambiado y ya no sabes cómo funcionan las cosas, y que «ay, mamá, qué pesada eres!» y te sonríes recordándote diciendo esas cosas tal cual a tus padres, a veces con palabras textuales que la vida te devuelve en forma de espejo amoroso. Hasta que todo eso va bajando y ellos también acaban escuchando y quedándose silenciosos con lo que les dices. Conversaciones en las que sientes que logras afianzar algunas certezas que son valiosas, que son necesarias. Y luego acaba y piensas: veremos cuándo llega la próxima. Lo escribí hace tiempo y me he ido reforzando en ello estos últimos dos años, la adolescencia va de flotar. Flotar alrededor. Hacer de pared en determinados momentos y el resto flotar alrededor. Para captar, enterarse y cazar esos pequeños momentos en los que puedes ayudar a estructurar, a dar forma, a crear certeza.

De hecho escribo estas letras después de haber tenido a seis adolescentes durmiendo en casa. Playa y disco, colchones en el suelo, pelis hasta las x, desayunar sin haber dormido casi… la felicidad. Y yo haciendome la dormida con un par de pequeños límites previos.

Haber llegado hasta aquí es sencillamente un gozo.  Y no me refiero sólo a José. Hablo de mí, de esta paz interior, esa sensación de no tener ya nada que demostrar, la sensación de no necesitar correr, la consciencia del privilegio de tanto y tanto amor y tantas conversaciones impagables. Este curso (sigo midiendo los años por cursos) cumplo 50 años y cuando pienso en el camino me parece increíble dónde estoy y me invade un profundo agradecimiento, pero también un reconocimiento hacia mí misma, hacia mi valor y mi resistencia. Este verano un amigo me enseñó esta canción, que no conocía a pesar de mi debilidad por Rozalén, y habla justamente de una pequeña parte de a lo que me refiero.

Me nace honrar mi camino y abrazarme mucho y bien. Este verano cuando mi segunda madre, Aurora, me vio, me dijo «Creo que nunca te he visto tan bien como ahora» Y, como tantas y tantas otras veces, creo que tiene razón.

Ha sido un verano tranquilo. Y debajo de esa tranquilidad pasan cosas importantes, sutiles pero importantes. Pero sobre todo hay una infinita hermosura.

Abrazo inmenso,

Pepa

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Injusticia y reciprocidad

Una de las paradojas más bonitas pero también más complejas del ser humano son nuestras narrativas internas. Las construimos desde las vivencias que vamos acumulando y luego esas mismas narrativas determinan nuestras vivencias posteriores. Determinan aquello a lo que nos abrimos y aquello de lo que mantenemos distante. Aquello y aquellos, sobre todo aquellos y aquellas.

Y de esas narrativas hay dos que, cuanto más las escucho más claro me llega el daño que producen. Un daño que veo en la consulta, en mi vida profesional en todos los ámbitos, y en mi vida personal. Y me pregunto cuánto habré sido capaz de deshacerlas interiormente.

La primera narrativa dañina para mí es la de que «la vida ha de ser justa». Esa frase tan y tan repetida «¡esto es injusto!» o «Qué injusta es la vida!». Me pregunto siempre en qué momento nos creímos eso de que la vida tenía que ser justa, porque a mínimo que mires la vida te das cuenta de que no lo es. La vida para mí es como una moneda de dos caras, una cara es bella pero la otra es cruel, y ambas van juntas, no las puedes separar, toca asumirlas unidas en una. Pero desde luego uno de sus rostros es la crueldad. Y no hablo sólo de la crueldad humana, que por supuesto, hablo de la misma naturaleza. Que la vida esté ordenada, que todo esté entrelazado no significa que ese orden sea un orden justo. En la naturaleza unas especies viven de otras en un orden fascinante, pero todo menos justo. Todo el ecosistema, del que no somos más que una ínfima, frágil y valiosa parte, funciona de forma cruel.

Defender la justicia como un valor humano, como un valor moral, no significa que la convirtamos en condición, en deuda, en lo que «debe ser». La vida no debe ser justa. No lo es. Y me parece clave dejar de esperar esa justicia como algo que la vida nos debe y empezar a plantearlo como lo que es: una conquista. Algo que a veces logramos desde nuestra parte humana, desde nuestra parte de especie consciente que puede lograr la justicia como un logro colectivo. Y lo consigue desde su capacidad de conectar con el dolor del otro y también con su valía.

Veo a tantas personas enganchadas a la rabia por lo que les sucede como si fuera una especie de pozo sin fondo, esperando que la vida les trate como ellos desearían y enfadados porque no lo es… A menudo me doy cuenta de que esa rabia tiene mucho que ver con no poder sostener las preguntas sin respuesta a las que nos conduce la consciencia de nuestra fragilidad. ¿Por qué a mí? ¿Por qué tanto? ¿Por qué ahora? No hay respuesta. No la hay para el dolor pero tampoco para el gozo. ¿Por qué me ha tocado a mí el gozo, el privilegio y la fortuna? Porque hay algunas cosas que depende de lo que hacemos y de cómo lo que hacemos, pero las más importantes no. La familia en la que hemos nacido, la enfermedad, la muerte, que otra persona nos quiera (querer sí lo decidimos, pero que nos quieran no). Yo soy consciente de ser una privilegiada absoluta y sé que muchas cosas que he logrado son resultado de mi esfuerzo, mi trabajo personal y mi consciencia. Pero otras mil no.

No tengo respuestas para las preguntas existenciales y me parece que la única forma coherente de vivir mi vida es sostener las preguntas sin respuesta. No sé cuál es la respuesta y eso duele, y me hace sentir a menudo impotencia, sobre todo cuando lo que me toca atravesar es mi dolor o el dolor de quienes amo. Pero sé que a mí me ha tocado la parte privilegiada de un mundo cruel. En muchísimos más sentidos de los que sé expresar. La vida no es justa. El ser humano a veces, en pocas y valiosas ocasiones, genera y logra justicia. Pero la vida no lo es. Ni podemos esperar que lo sea.

Y la otra narración que para mí es dañina es la del «amor incondicional». Y esta segunda narrativa trato de combatirla de forma consciente allá donde puedo. El amor sano es el recíproco. La reciprocidad es una de las condiciones de las vinculaciones sanas. Dentro de ese esquema que trabajo siempre de la diferencia entre los vínculos verticales y los vínculos horizontales (que curiosamente es una de las entradas más vistas de este blog y mira que han pasado años desde que la escribí en el 2012). En los vínculos horizontales me parece nuclear no establecerlos desde la incondicionalidad sino desde la reciprocidad. Porque si damos demasiado, colocamos al otro en posición de deuda y viceversa. Es necesario aprender a dar y aprender a recibir. Y hay muchas personas a las que aprender a recibir les cuesta mucho más de lo que pueda parecer. Pero si no sé recibir impido también al otro dar.

Pero me parece fundamental deshacer también la idea de «incondicionalidad» asociada a los vínculos verticales. Sólo hay dos vínculos verticales, el parento filial y el profesional (los roles profesionales de cuidado). En realidad, vínculos verticales no son sólo las madres y los padres sino todos aquellos que ejercieron de figuras de cuidado. Yo lo he explicado muchas veces pero mi padrino (hoy era su cumpleaños, y lo sigo añorando tanto!), mi tía Carmina y Aurora, la mejor amiga de mi madre, fueron vínculos verticales para mí, fueron refugio (Aurora lo sigue siendo en vida, por suerte).

Son vínculos en los que la verticalidad es garantía de seguridad y cuidado. Vínculos que garantizan nuestra supervivencia y pleno desarrollo. Y no lo hacen sólo desde el amor sino desde el cuidado. Es el cuidado el que genera seguridad y esa seguridad externa genera estructura interna. Esa es la función básica de la figura de apego, que sería como se llaman técnicamente los vínculos verticales. Qué importante es comprender que no somos amigos de nuestros hijos ni debemos serlo, que siendo madres y padres les damos refugio y alas, les damos un lugar al que volver. Y cómo duele cuando pasamos a ser padres de nuestros padres, a tenerles que cuidar porque su fragilidad se impone y cambia el orden de la verticalidad. Y digo que duele no sólo por ver a nuestras figuras parentales envejecer y enfermar, sino porque eso supone quedarse sin refugio, dejar de tener esa casa, ese hogar, ese abrazo que fue sostén y fuerza.

Y, sin embargo, qué importante es cuestionarse hasta qué punto las figuras verticales son (somos) capaces de ser incondicionales. Porque intuyo que, a mínimo que le pongamos consciencia, en muchos casos ese refugio no lo es. Educamos a nuestros hijos e hijas para que sean como nosotros queremos que sean, elegimos cómo visten, su colegio, sus relaciones, sus creencias… ¿Realmente somos incondicionales? ¿Lo fueron nuestras figuras parentales con nosotros? Probablemente sea la relación que más se parece a la incondicionalidad, pero no creo que lo sea. Creo que nuestras expectativas, el proyecto de vida que definimos para aquellos cuya crianza y educación asumimos determina enormemente lo que les permitimos. Luego vuelan y nos ponen a prueba y, probablemente, sea ahí cuando nuestra incondicionalidad se demuestra. Y en esto hay una diversidad enorme que no permite establecer una regla. Quienes me leéis tendréis experiencias muy diversas tanto con vuestras figuras parentales como si sois madres o padres. Pero para mí tiene valor en sí mismo plantearse si realmente somos incondicionales o no. Es más, si nos sentimos capaces de serlo.

Porque en las relaciones profesionales de cuidado (que son y deben ser verticales) nos es más fácil asumir que no somos incondicionales. Pero cuando se trata de nuestras figuras de apego, de algo tan nuclear, necesitamos salvarles. Porque salvarles a ellos es salvarnos a nosotros mismos. Eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Cuando hace muchos años empecé a trabajar para tratar de eliminar el castigo físico de la crianza de los niños, niñas y adolescentes, cuando lo trabajaba con las familias en cursos y talleres, las personas no me decían: «Pues yo ayer le pegué a mi hijo y no le pasó nada«. La gente siempre me decía (y me sigue diciendo): «pues mi madre me pegaba y no me ha dejado ningún trauma» o «pues mi padre me pegaba y eso me ha hecho ser quien soy«. Necesitamos salvar nuestro refugio, nuestras figuras verticales, porque salvarles a ellos es salvarnos a nosotros mismos. Aprender a vivir a la intemperie. Saber que el refugio cuando somos adultos somos nosotros mismos y nuestra red de vínculos horizontales. Y establecer una relación con nuestras familias desde la aceptación de sus limitaciones es un camino largo. Pero en fin, eso es para otro día 😉 me basta con nombrar el cuestionamiento.

Creo que estas dos narrativas internas, cuanto menos idealizadas están, más salud mental conllevan. Porque esa  idealización genera un nivel de exigencia y una sensación de impotencia y frustración que acaban dañando a la persona. Deshacer los ideales, asumir la vulnerabilidad y la fragilidad…vivir desde la compasión, hacia mí misma y hacia los demás.

Abrazo grande,

Pepa

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7 veces 7

Leo la fecha de mi última entrada..febrero! Ni siquiera he escrito este año por mis 49! Increíble!

Este año 2022 sigue la pauta de aquella nochevieja en la que lo empecé en el hotel de Zaragoza. La pauta es la intensidad. Mi vida para mucha gente es intensa, sin embargo para mí llevaba muchos años siendo plácida. No hablo del movimiento, ni del ruido externo, ni del caos o el miedo. Hablo de la paz interna, de ese lugar al que llegas cuando no tienes miedo, cuando te invade la sensación de que no tienes ya nada que demostrar a nadie. Sólo vivir.

Pero este año he recuperado ese vértigo en el estómago que anida en mí cuando la vida va más deprisa que yo, cuando los acontecimientos se suceden a un ritmo tan vertiginoso que apenas puedo digerirlos de uno en otro. Cada vez aprecio más volver de viaje por la mañana y tener todo el día para procesar antes de reincorporarme a la rutina al día siguiente en vez de apurar las horas y volver tarde de viaje. No tener que salir corriendo al aeropuerto,  poder pasear o el tiempo de viaje en coche conversando y escuchando música. Tiempos lentos, pausados, míos.

Pero éste es mi año 7. Sé que a muchos les sonará a tontería pero hace años me contaron que la vida parece organizarse en ciclos de siete años, que los grandes cambios suceden en los años 6, 7 y 1 y del 2 al 5 son años de integración. Al principio, cuando me lo contaron, me sonreí. Hasta que me puse a hacer mi listado: 7 años, 14 años, 21, 28, 35, 42…el último 7 nos vinimos a vivir a Palma. Y el anterior adopté a mi hijo. Y para atrás…todos los acontecimientos claves de mi vida se sitúan en año 7 o 1. Y este año es mi siguiente 7. He cumplido 49. El año que viene celebro los 50.

Me tomé el día libre, es una costumbre que tengo hace unos años, no trabajar el día de mi cumpleaños. Me fui a pasear frente al mar. Había celebrado el día anterior con mis amigos de la roqueta y ese día paseé y me dediqué a hablar por teléfono, tomé un café con una amiga, comí con otra y pasé la tarde con mi hijo. Y por la tarde me llegó un regalo profundo, y más llamadas y mensajes de las que puedo narrar.

Y cuando estaba frente al mar pensaba en mi año 7. Y en mis 50. Pensaba en que, si todo va bien y la vida no tiene otros planes para nosotros, mi hijo se irá el año que viene a estudiar fuera. Nos tocará separarnos después de 17 años. Pensaba en mi trabajo y en los procesos en los que estoy implicada y los cambios a los que estoy contribuyendo. Pensaba en el privilegio de la consciencia. Pensaba en mis ángeles, y en cómo me siguen cuidando. Pero sobre todo, pensaba en el amor inmenso que me rodea. Porque al final mi mayor éxito en la vida, con diferencia, es la red de amor que me sostiene y me abraza.

Alguien me escribió un regalo tan bonito este año que no me resisto a transcribir un trocito de uno de sus párrafos (sé que me perdonará): » El abrazo de Pepa es algo así como un abrazo valle y abrazo montaña, un abrazo muro de contención, abrazo muralla, abrazo de seda y hierro, abrazo descanso de tanto tiempo manteniendo las sombras a ralla. Abrazo cálido, abrazo casa, tentol, salvo, un ratito para permitir el niño y mel i sucre, y al juego siempre tablas. Un abrazo hogar. Un abrazo de almas. Un abrazo para guardar el dolor y encontrar las fuerzas.»

Éste es mi éxito. Mi paz. Y cuando puedo parar frente al mar o cuando abrazo a mi hijo cada mañana siento que llego a mi año 7 (7 veces 7) con fuerza para sostenerlo, sabiendo como sé que el aprendizaje y el reto que traiga será siempre luminoso. Eso no lo sabía cuando era pequeña. Entonces el dolor era otro.

Así que hoy sólo quiero contaros eso. Que estoy en año 7, que tengo algo de vértigo en la tripa. Que me sé una privilegiada y me siento amada. Y que espero hacerlo bien.

Abrazo grande,

Pepa

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Abrazos y kilómetros

Ya estoy aquí, de vuelta en nuestra roqueta, en nuestro hogar. Y volver a escribir aquí es darle un cierre simbólico a este verano cuyo lema ha sido «abrazos y kilómetros». Era lo que quería, lo que necesitaba y lo he tenido.

Más de 6.000 km en los que me he dejado sólo Murcia y Andalucía por pisar. Qué privilegio hacer kilómetros sin prisa y sin límite, la sensación de inmensidad, que tan difícil de describir es pero tan certeza corporal se vuelve. Vivir en una isla limita la inmensidad al mar. O la navegas o la contemplas. Hasta me atrevería a decir que se nos podría dividir a los isleños en esos dos grupos: los que navegan la inmensidad y los que la contemplamos arrobados.

Así que yo necesitaba mi inmensidad, y la mía es de carretera. Cuando me encontré conduciendo horas seguidas sin pensar, sólo mirando el paisaje y miraba la carretera y pensaba: «¡No se acaba!» algo dentro de mi alma se ensanchaba. No sé si es una necesidad general, pero yo desde luego la siento. Necesito la inmensidad: contemplarla como ahora desde mi terraza y atravesarla cuando puedo en carretera. ¡El mundo es tan inmenso y tan bello!

Y la otra necesidad era también física. Necesitaba abrazar a mi gente de fuera de la isla, reencontrarme con ellos, abrazarlos, tocarlos, mirarlos, sentarnos al frente y conversar. Sin prisa, sin tiempos limitados, sólo estar juntos. Y lo conseguí.

Cada vez soy más consciente de la parte corporal de cada vivencia. Volver a Madrid y caminar sus calles. Hacer el camino a las casas de mis amigos y sentir que el coche iba solo, que era como si me hubiera ido ayer. Encontrar partes de mí enganchadas en algunas esquinas. Verme mirada con tanto amor que parece que te calienta por dentro. Volver a sentir que esos 24 años que viví en Madrid me hicieron quien soy y me dieron el valor para venir al mar, a esta luz.

Volver a Zaragoza, que ya no es corporalmente mi ciudad, pero en la que vive mi familia y esos amigos que conservan de ti lo más antiguo, tu infancia y en mi caso mis mayores despedidas porque fueron quienes estuvieron a mi lado en la muerte de mi madre y de mi padre y en muchas otras cosas dificiles de explicar. Este verano me ha tocado decir adiós a uno de esos amigos. 32 años de amistad. De los que me esperaban en la puerta del hospital de mi madre con un café y un abrazo y me acompañaban a casa, y cogían el teléfono para que pudiera dormir una siesta…esos amigos. Mi querido Luis. Él adoraba enseñar, era maestro, marido y padre, hermano y amigo. Poder despedirme de él, abrazarnos, sonreirnos, compartir aquellas últimas horas y hablar en su funeral son el mayor regalo que he recibido este verano. Hasta en eso la vida ha sido buena conmigo.

Si me preguntáis qué he hecho este verano, ha sido esto: estar, sólo estar. Reconectarme a mi gente de fuera de la roqueta, abrazarlos y que me abrazaran, reír, reír y reír y conocer dos o tres sitios espectaculares e inesperados. Los dejo aquí, por si os entra la curiosidad. Caspueñas, un pueblo escondido de Guadalajara. Cariño y sus playas del norte de Galicia. Robledillo de Gata en Cáceres con sus piscinas naturales y el Perellonet con su mar.

Y hay algo mágico que ha pasado este verano también. Mi hijo ha cerrado su niñez. Se ha hecho mayor, asombrosamente mayor. Este proceso ha ocurrido durante todo el año pero su estancia en Irlanda, y con Héctor en Robledillo y con sus primos ha hecho ese cambio real. Y yo lo miro y sonrío. Me gusta el hombre en el que se está convirtiendo. Aunque sigamos teniendo que pelear muchos ratos. Pero estoy orgullosa de él.

Estoy de nuevo, feliz, descansada, serena.

Abrazo inmenso,

Pepa

 

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Frases para la consciencia

El trabajo terapéutico es un regalo. En el vínculo que se crea en consulta surge un espacio único de encuentro en el que las personas te van regalando pedazos de su sabiduría, o te dan la oportunidad de estructurar pensamientos, vivencias a las que hasta entonces no habías dado forma. Hoy quiero compartir algunas de ellas, de la misma forma que compartí en el libro «Metáforas para la consciencia» imágenes que sé que sirven en ese camino. Esta vez son frases, algunas que me han regalado, otras las he construido para lograr poner palabras a algo que me describían o que les sucedía. Aquí van, sin mucho orden, pero llenas de vida.

«Sólo tengo que llorar«. Él me explicaba cómo, después de todo lo vivido, había aprendido que podía sobrevivir a cualquier dolor. «Sólo tengo que llorar». Llorar lo que necesite, dejar ir la pena en las lágrimas hasta volver a empezar. Llorar y engancharte de nuevo a la vida, le dije yo. A su parte luminosa. Optar por ella. Pero desde la confianza, desde fiarse de la vida, aceptando la parte cruel que tiene. La vida es bella y cruel, si no tomas un lado de la moneda, no puedes tomar el otro. Ése es el trato, la moneda de dos caras. Pero dejar de tener miedo al dolor… saber que la tristeza no es nunca un problema, sólo lo es cuando se ancla al miedo. Saber que llorar sana y a ser posible aprender a hacerlo en brazos de otras personas para ser sostenido. Hace falta valor para llorar delante de otra persona, porque supone mostrar tu fragilidad, tu vulnerabilidad. Pero si toca llorar en soledad, no temerlo tampoco. Las lágrimas limpian el alma, cuando son sólo lágrimas de melancolía, de pena, de dolor. Si son lágrimas con miedo se vuelven angustia y se incrustan en el alma, se quedan dentro y dañan. Al llorar, dejas ir y puedes dar forma a lo que estás viviendo, empezar a hablar sobre ello, mirarlo. Pero ese primer momento es así de sencillo y así de difícil para muchos: sólo hay que llorar.

«A más, más; a menos, menos«. Esta frase no es nueva, la incluí en el epílogo de Educando la alegría porqie es una de las reglas de la vida que se cumplen siempre. Por eso merece la pena tenerla presente. Cuanto más tienes de algo, más te llega. Cuanto menos, menos te llega. Se cumple para todo: lo material, lo emocional y lo afectivo. Cuanto más dinero tienes, más fácil te resulta ganarlo y más te llega. Cuanto menos tienes, menos te llega. Cuantos más amigos tienes, más fácil te resulta hacer amigos. Cuantos menos amigos tienes, más solo te sientes y menos fácil te resulta. Cuanta más tristeza sientes, más te llega. Cuanta menos sientes, menos te llega. Cuanto más te mueves, más movimiento necesitas, cuanto menos te mueves, más pereza te da moverte y menos movimiento te llega. Es una regla esencial porque nos hace ser conscientes de lo importante que es decidir lo que quieres cultivar en la vida. A más, más; a menos, menos. Aquello que cultives en la vida, te llegará multiplicado. Aquello que dejes o no cultives, cada vez te llegará menos. Y quizá llegue un día en que te des cuenta de que no tienes nada de eso y no sepas cuándo empezó a desaparecer. Necesitamos poner consciencia en los ingredientes que decidimos cultivar en nuestra vida. Elegir nuestras vivencias, nuestros vínculos, nuestros pensamientos… todo. Lo que cultivemos nos llegará multiplicado. Elegir es toda una responsabilidad.

«4 de 6» le dije «quédate con esa proporción para la vida«. Para mí es la proporción de la vida cuando es fecunda. Creo de verdad q esperar seis de seis, e incluso cinco de seis genera expectativas poco realistas. Y esas expectativas conllevan un nivel de exigencia (y sobre todo de autoexigencia) que a menudo resulta dañino. Sé que esto que digo tiene poco o nada que ver con la competitividad, o con el educar para ganar, cuando no para vencer, pero para mí es clave. Es, como diría una paciente mía, uno de mis mantras. Si de cada seis frases que digo, llegan cuatro al otro; de cada seis vivencias que tengo, cuatro me llenan; de cada seis personas que conozco, cuatro logro establecer relaciones afectivas positivas con ellos; de cada seis deseos que tengo, logro cumplir cuatro; de cada seis miedos que tengo, logro afrontar cuatro… para mí eso es ser afortunado. Me parece clave no esperar seis de seis, ni cinco de seis y en aquellas ocasiones en que llegan, recibirlos como un regalo. Lograr una casa que cumpla seis de tus seis deseos, un trabajo que llene seis de tus seis aspiraciones, una relación de pareja donde te guste todo de la otra persona… no funciona, no es real y hace daño. A veces, muy pocas, sucede, pero es un regalo de la vida. Por supuesto muchas otras no llegamos ni al 4 de 6.

«Suficientemente cerca pero suficientemente lejos» es como mantienen las personas heridas a quienes tratan de amarles. Cerca para no quedarse solos, pero no demasiado cerca. La distancia permite la huida, la ruptura, la sensación de estar a salvo. La distancia permite conservar al niño que vive dentro del adulto y que tiembla. Mantenerlo a salvo, oculto. Se trata de evitar la indefensión y la vulnerabilidad. Porque la intimidad real conlleva mostrar la vulnerabilidad, abrirse emocionalmente. Y hacer eso, conlleva el riesgo de ser herido. Hace falta valor para amar más allá de nuestras heridas. Y cuesta mucho llegar a comprender la verticalidad como instrumento para esa distancia oculta en la cercanía, y el rol de cuidador como garantía de esa verticalidad. Mi mundo está lleno de cuidadores y de jefes y jefas, profesionales en roles de coordinación, que son al mismo tiempo cálidos y cercanos con la gente como son distantes a la hora de preservar su intimidad. Y colocarse en roles de cuidado o de liderazgo les hace más fácil mantener la paradoja.

Y seguimos. Este verano he decidido hacerme un regalo. Me tomo un descanso de dos meses y medio en el trabajo, desde el veinticinco de junio al nueve de septiembre. Es la tercera vez en mi vida que lo hago. Lo hice después de una época que tuve de viajar sin parar hace más de veinte años. Lo hice de nuevo con la llegada de mi hijo. Y lo vuelvo a hacer ahora. Ha sido un año y medio muy potente, lo ha sido para todos y todas, pero en mi rol de acompañamiento y de sostén emocional de mucha gente lo he vivido de forma muy clara. Ha habido momentos muy difíciles, pero sobre todo cansados por el nivel de presencia y consciencia que han requerido. Así que toca descansar. Y tengo el inmenso privilegio de poder hacerlo, que sé de sobra que no todo el mundo tiene, así que quiero honrar ese privilegio. Toca salir de la isla, ahora que se puede. Toca pasar ratos largos mirando a la gente que amo. Sólo mirándoles, además de abrazarles, claro. Y tengo ganas de kilómetros sin prisa con el coche, paisajes largos y profundos. Así que no sé si escribiré o no durante este tiempo.

Si no lo hago hasta septiembre, aquí os dejo mi abrazo para el verano, lleno de gratitud.

Pepa

 

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Cuando el trabajo se hace vida

Mi entrada de hoy es breve. Sólo adjuntar aquí el enlace a una entrada que he escrito en Espirales CI que me gustaría que leyérais. Porque a veces el trabajo tiene alma, se hace vida. Es uno de los privilegios inmensos de mi vida. Así que en ésta mi casa personal, esa entrada que es laboral pero es mucho más, ha de estar.

Ojalá os guste leerla, porque se comprenden muchas cosas haciendo «Celebración y memoria» (Éste es el enlace de la entrada, pinchad porfa ;-)).

Un abrazo,

Pepa

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La vida plana

El aire que respiramos está tejido de emociones, como gotas de agua que se condensan junto al oxígeno y otros gases. Porque no son sólo las emociones que sentimos individualmente cada uno de nosotros, es el aire que compartimos. Lo respiramos, se nos mete dentro y casi parece que fuimos nosotros quienes lo generamos. Y es que en parte así es. Pero llega un momento que es realmente difícil saber qué es nuestro y qué del entorno.

Así se da el desarrollo evolutivo de una persona, en ese cruce mágico y misterioso entre genética, energía y entorno. Un entorno encarnado en las figuras vinculares, en nuestros afectos y en ese aire que construyen para nosotros y respiramos ya en la infancia.

Así se crean los sistemas familiares, donde los vínculos hacen que nos lleguemos a parecer aunque no compartamos genes, que nos movamos, riamos y discutamos de forma similar. Donde asumimos reglas no escritas pero diáfanas y lealtades definitivas.

Así se generan los fenómenos grupales y sociales, donde el aire que compartimos se llena de contenido, a veces increíblemente denso. Y casi siempre, por desgracia, manipulado y conducido a generar un clima determinado.

De ahí surge el efecto mariposa. De un extremo al otro del mundo, de una persona a otra, somos una inmensa red interconectada. Y no sólo las personas, lo es el universo completo.

Estos días pienso mucho en el aire que respiro, y en lo que lleva dentro. Hasta hace un tiempo estaba tejido de miedo, pero ahora siento con claridad que está lleno de tristeza y soledad. No hablo del mío sólo, hablo del nuestro, hablo del clima social. Esa sensación que se ha vuelto certeza de que todo esto va para largo, que no tiene una solución mágica, que cuando creemos que estamos saliendo sólo nos hemos pasado de listos y volvemos a ello, que cuando no es una cepa es otra, que no es sólo el virus, es todo lo que ha traido dentro… todo esto ha creado una sensación de tristeza de la que es realmente difícil, por no decir imposible, abstraerse. Porque es el aire que respiramos.

Me acuerdo cada día del poema de Benedetti: «Defender la alegría«, de todo lo que escribí en «Educando la alegría» como si una fuera una premonición. Hablaba allí del cultivo consciente de la alegría, de educarla, de convertirla en rutina cotidiana. Hablaba del afecto y el contacto físico, de ritualizar las celebraciones, de salir a la naturaleza, del movimiento, la música y el baile, de hacer cosquillas y compartir comidas ricas. Hablaba del contacto humano, de la relación entre la tristeza y la falta de contacto humano. Y miro nuestra vida ahora mismo y pienso en ese aire triste donde hemos perdido tantas cosas de ese listado.

Pero hay algo que me ronda una y otra vez en los últimos tiempos y es la expresión de «vida plana». Mi compa de Espirales CI, Javier, lleva semanas persiguiéndome para que escriba sobre ello, así que este post es un poco en su honor. Porque miro la vida que tenemos ahora mismo y creo que se parece mucho a la vida de nuestros abuelos. Esa vida de casa al trabajo en la que la única salida era ir a misa los domingos, y era algo especial porque era la única. Se vestían para ello, paseaban para que durara lo máximo posible, los más afortunados la alargaban con un helado después de la misa.. ¿El resto de la semana? casa y trabajo, o casa y colegio. ¿Las relaciones? con la familia y los vecinos. ¿Los estímulos? limitados y construidos internamente: el juego simbólico de los niños y niñas en casa, la lectura, la radio y la televisión como salida al mundo (que ahora son los móviles y las redes sociales). El orden y la limpieza que llenaban muchos vacíos. Las estructuras pequeñas, los pequeños gozos, las tiendas pequeñas, los negocios pequeños…todo pequeño.

Hasta que todo se disparó. Se multiplicaron las actividades, las relaciones y los estímulos. Todo se aceleró, con mucha más prisa y con mucha más inmediatez. Los viajes se hicieron cotidianos. Las posibilidades se multiplicaron exponencialmente. El mundo parecía hacerse pequeño. Entró muchísima luz, la gente empezó a creer en proyectos vitales propios, diferentes y posibles. Buscaba más.

No nos engañemos, en aquellas vidas pasaban infinidad de cosas pero casi siempre se mantenían ocultas. No se exponían, como se hace ahora con la intimidad. Tampoco se comercializaban. La gente tenía esperanzas pequeñas, pequeños proyectos y sueños, pero no se planteaban cambiar de vida. No parecía posible. Algunos volaron lejos y lo consiguieron pero pagando el precio del desarraigo. Tantos y tantos temas de los que no se hablaba, y ahora sí. Dando voz a lo oculto.

Y aquí estamos. Volviendo a aquella vida. Una vida con mucho menos estímulo, con las relaciones limitadas de una forma estructural hasta un nivel cuyas consecuencias apenas llegamos a calibrar. Una vida mucho más lenta. Una vida para adentro. Una vida donde depende enormemente de nuestras capacidades individuales el que las personas seamos capaces de gestionar los tiempos vacíos, la quietud, la soledad. Una vida donde la tribu se está perdiendo aún más. Donde la familia vuelve a criar en soledad y sin muchos recursos que generamos porque eran necesarios, sobre todo para las familias en condiciones de vulnerabilidad. Una vida donde la gente tiene pánico a perder su trabajo o a no poderlo encontrar o recuperar nunca. Es lógico por real. Una vida donde tener o no ahorros ha vuelto a ser nuclear. Una vida donde tener una casa propia, y a ser posible con una terraza o un jardín, vuelve a marcar la diferencia entre sentirse afortunado y rico o todo lo contrario.

Mi duda es si sabremos volver a aquella vida. No de forma temporal, como muchos siguen queriendo creer. Tampoco de forma resignada porque no nos quede otra, sino de forma estructural. ¿Podré yo vivir sin viajar tanto, cuando me había acotumbrado a viajar cada mes?. ¿Podré mantener mis vínculos sin poderles ver con la frecuencia que les veía?. ¿Podré llenar no sólo unos meses de confinamiento sino fines de semana y vacaciones sin poder ir al cine, ni quedar en una terraza, ni coger un avión ni… sólo con un paseo el domingo por la playa o por la ciudad?. ¿Podré encontrar pareja sin poder salir en grupo ni tener actividades fuera de casa?. ¿Podré sentirme sin poder tocar y ser tocada, abrazar y ser abrazada?. ¿Podré educar la alegría de mi hijo sin un montón de cosas que para él son naturales porque ha crecido en ellas, las busca y las demanda?… No hablo sólo del consumo, que por supuesto es un derivado de todo esto, el consumo, la economía y el sistema de pies de barro que construimos y legitimamos. Hablo de una forma de vivir y habitar la vida.

Una vida plana. Menos estímulo. Menos relación. Con todo más pequeño (grupos, estructuras, recursos, presupuestos). Más lenta. Menos tribu. Más soledad. Una vida hacia dentro.

No lo sé, pero sé que debo empezar a preguntarme todo esto. Porque no es temporal. Quizá parte de todo lo que se ha parado, regrese. Pero lo que está ocurriendo es un cambio estructural, y sé que la vida que conocí, elegí y cultivé no volverá. Ni en mi vivencia subjetiva, ni en las posibilidades externas. El aire ha cambiado. El ser humano se transforma, se crea y se recrea, sabe sobrevivir. Encontraremos la forma, pero el precio que vamos a pagar, sobre todo como siempre los más vulnerables y menos preparados para ello, va a ser enorme. Respecto a mí misma, conservo la duda.

Abrazo desde dentro,

Pepa

 

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Gracias al 2020

Estos días ando viendo muchos mensajes que tienen que ver con querer borrar el 2020, cerrarlo y olvidarlo. Al principio me enganché a la emoción, compartiéndola. ¡Qué ganas de cerrar todo lo que estamos viviendo! Sin embargo, conforme pasan los días tengo la sensación de que nuestros miedos, los míos para empezar, nos tracionan. Queremos poner límite y cierre a una vivencia que nos angustia, que nos ha sacado de nuestro lugar de seguridad (que no era tal, sino un lugar de control). Queremos poner una fecha final, un cierre simbólico como si nosotros tuviéramos la posibilidad o capacidad de hacerlo. En parte por necesidad, en parte por engreimiento, en parte por falta de consciencia, una mezcla de todo, como tantas otras cosas del ser humano.

Porque la verdad es que esto no va a acabar sino al contrario. El 2020 ha sido el comienzo de algo que no sabemos muy bien definir pero que ya ha cambiado nuestra manera de estar en el mundo. Y eso no tiene vuelta, ni regreso, ni fin. Ni siquiera sé si debería tenerlo. En el 2020 han pasado cosas como cuando cayeron las torres gemelas, o el atentado de Madrid, o el tsunami del sudeste asiático. Fueron momentos que nos dejaron congelados, aterrados, sin capacidad de respuesta. Nos centramos en sobrevivir, en atender lo urgente mientras parte de nuestra mente nos decía: «esto no puede estar pasando». Pero pasó. Y los cambios que esos acontecimientos tuvieron en el mundo no han tenido vuelta. Son cambios sutiles, que hemos ido incorporando casi sin darnos cuenta en unos casos y desde la resignación en otros, pero han pasado a ser parte del sistema y de nuestra vivencia cotidiana. Podríamos pensar lo mismo con acontecimientos positivos como algunos inventos o avances científicos que produjeron cambios en nuestras vidas que al principio casi pasaron desapercibidos hasta llegar a condicionar nuestra vida. El más claro que se me ocurre ahora es la invención de internet.

El 2020 acabará como número, como año, pero no en la historia. No en nuestra historia. Porque la experiencia que hemos vivido nos ha transformado de una forma que apenas empezamos a atisbar.

Así que como último día del año he decidido dar las gracias al 2020 por lo que me ha enseñado, o por lo que me ha recordado. ¿Si pudiera borrarlo del mapa, lo borraría? Por supuesto, al menos mi niña interior lo haría. No lo elegí, como todo lo que define la intemperie de mi vida. Mi ejemplo personal más claro es la muerte de mi madre. Daría todo lo que tengo y todo lo que soy porque ella siguiera viva, por haber podido compartir con ella todos los años que su muerte prematura nos quitó, por haberle podido ver acariciar a mi hijo. Pero nadie me preguntó. Porque yo no decido, la vida y la muerte van muy por encima de mí. Lo que sí sé es que la vivencia de su muerte me hizo ser la persona que soy de muchas más formas de las que soy capaz de explicar.

Así que aquí va mi listado de agradecimientos. Es el mío, no tiene más valor, pero lo comparto en este espacio, que es mío pero es nuestro, por si os sirve.

Doy las gracias al 2020 por haberme recordado mi opción por los abrazos hasta un nivel que me dolía físicamente. No quiero una vida sin abrazos. Ahora con más radicalidad que nunca.

Gracias por haberme permitido sostener el dolor de mucha gente amada, que han vivido este año lo que yo viví hace mucho: el dolor de la pérdida de sus padres y de gente amada. Porque eso me ha recordado que algo dentro de mi es capaz de dar luz en las tinieblas. Es así, y no quiero perderlo, porque sé que a veces el agotamiento me hace olvidarlo.

Por haberme enseñado a escribir a lápiz en la agenda, a vivir en la provisionalidad, a ser capaz de la flexibilidad y la fluidez necesaria para rehacer y rehacer planes uno tras otro, y no engancharme a la frustración. Toda mi vida he funcionado igual, tomo un sueño, le doy forma y voy dando los pasos necesarios para llegar a él. Eso no ha cambiado. Pero el 2020 me ha recordado que el valor no es el sueño sino todo lo que vivo en el camino por lograrlo. Y a veces el camino da muchas vueltas. He recordado lo importante que es no olvidar nuestros sueños, atesorarlos, cultivarlos, mimarlos, y luego fluir con lo que tenga que llegar en el camino hacia ellos.

Gracias por haberme recordado mi opción por el hogar y por un hogar con luz y con terraza. Una apuesta que hice hace varios años y que este año he tenido que defender expresamente en una mudanza, una obra y un gato. Y el 2020 me ha recordado que el aire y la luz deben presidir un hogar en la medida que se pueda. Incluso cuando ese hogar es institucional.

Gracias al 2020 por haberme recordado palabras como compasión y respeto a la hora de comprender que no todo el mundo maneja igual el miedo, que cada uno hace lo que puede y que juzgar es fácil desde fuera. Por enseñarme a encontrar una forma propia y mía de vivir todo esto desde el realistmo pero sin dejarme llevar por el miedo omnipresente, sútil pero real, me ha costado muchísimo a veces.

Gracias al 2020 por esta lección de humildad. Por esa llamada a transformarnos, tan radical, tan clara. Parar todo, quedarme a la intemperie con consciencia, no tener ni idea de qué ni cuándo van a pasar las cosas, quedarme en casa sin moverme ni viajar…esta falta de control tan radical que es la intemperie. Tan potente que la negamos para poder vivir. Pero esa negación nos lleva a la soberbia. Y darme cuenta de cómo ese proceso ha sido gradual, primero de a quince días en quince días hasta los últimos meses donde ya la tristeza empieza a ser la emoción que impera porque ya hemos comprendido que no hay plazos, aunque algunos se empeñen en ponerlos. La caída de ese mundo con pies de barro que habíamos construido, el incremento brutal de la injusticia, el mundo que queda en el que me sale temblar. Temblar por la certeza de que el ser humano no parece haber aprendido, y que el sistema va a hacer lo imposible para que así sea, porque la inconsciencia de las personas es la fuerza sobre la que se sostiene el sistema. No es ignorancia, es manipulación e inconsciencia.

Gracias al 2020 por haberme recordado mi opción por compartir. Es tan radical como la de los abrazos. Todo lo que no se comparte se pierde. El amor sana. Expresar las cosas, compartirlas, vivir en esa red de amor de la que hablo tantas veces, estar ahí, a su lado, todo lo cerca que puedo y que la vida me permite. Ser presencia de amor y permitirles a quienes amo que lo sean en mi vida y en la de mi hijo.

Si tuviera que resumir mi agradecimiento sería éste: intemperie, red de amor y humildad.

Y un deseo para quienes me léeis y para mí misma: Despedíos del año pero no lo queráis olvidar. Y para el que viene que la vida nos dé el amor y la consciencia necesarios para vivirlo honrando al 2020.

Con todo mi cariño y agradecimiento,

Pepa

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Por fin en casa

He batido records sin aparecer por aquí, creo 😉 El otro día preparando con mi hijo un examen de historia sobre el Imperio de Carlomagno y cómo dio lugar a la estructura feudal de la edad media, hablaba del «juramento de fidelidad» que el monarca les exigía a los condes, además de los impuestos y el apoyo militar, a cambio de tierras, riqueza y libertad para realizar las barbaries que quisieran en sus territorios. Y yo pensaba que tengo mis propios «juramentos de fidelidad», quizá más de los que quiero reconocer, y uno de ellos es con este espacio, con quienes estáis al otro lado.

Cuando creé este blog, me prometí mantener mi presencia y mi regularidad, y me doy cuenta de que este silencio que me ha nacido o llegado adentro hace ya tiempo del que ya os he hablado, me hace cada vez más difícil esa regularidad. Pero mi juramento permanece 😉 porque es mi opción. A cambio de nada. A cambio de mucho, muchísimo en realidad.

Escribo desde mi hogar. Mi segundo hogar, el primero fue mi última casa en Madrid, a la que llegó mi hijo, mirando a aquel maravilloso parque. Mi segundo hogar es esta casa mirando al mar y al bosque. Qué curioso suena decir esto. Adoraba la casa en la que vivíamos aquí en Mallorca hasta hace un par de semanas, he sido inmensamente feliz los casi seis años que hemos vivido allí. Si me apuráis quizá sea lo más parecido a mi casa ideal que he vivido nunca. Y sin embargo no era mi hogar.

Cuando explico el tema de «entornos seguros» en el trabajo, cómo construirlos, siempre pongo el mismo ejemplo: el proceso que hacemos cuando compramos una casa hasta convertirla en nuestro hogar. Al principio son cuatro paredes, y en ellas vamos poniendo nuestra impronta y nuestra calidez (nuestras cosas, fotos, recuerdos, colores, plantas…), hasta convertirlo en un hogar. En la casa anterior pude hacerlo en gran medida colocando mis cosas, pero esta casa a la que nos hemos mudado es de mi propiedad, y al serlo he podido hacerla mía desde la raiz, haciendo una obra completa. Pocas cosas agotan tanto como una obra y una mudanza, pero lo logré!. Hoy han puesto la puerta del armario del baño, que era lo último que quedaba y me han devuelto las llaves y ayer nos pusieron la wifi, signo inequívoco de habitar una casa 😉 y sobre todo he dormido en la cama nueva, un regalo que me he hecho a mí misma, un regalo de los que no tienen precio pero que me he ganado a pulso: bendito colchón!. Han sido apenas mes y medio, increíble la rapidez del proceso, y llevamos ya un par de semanas en casa.

Es más pequeña, no tiene piscina ni jardín, nos toca compartir baño de nuevo (detalle nada trivial teniendo un hijo adolescente) pero tiene unas vistas increibles. Diferentes a las de antes, pero increíbles. Sigo viendo el mar al despertar, que era lo que yo quería al venir a Mallorca. Y ésta tiene desde el suelo a las paredes, a la cocina a los muebles…todas las cosas y cada una han sido elegidas. Son una opción de amor. Como lo es este blog. Por eso es mi hogar. Por eso este blog es también mi hogar. Y me parece interesante e importante darme cuenta una vez más que es esa opción de amor la que crea hogar.

Nos mudamos por la covid. Es una de las muchas decisiones que tomé en el confinamiento. En la linea de buscar esa vida más humilde, más sostenible, más pequeña en el mejor sentido de la palabra, decidí que había que venirse a esta casa que había comprado y tenía alquilada, esperando a habitarla a que mi hijo creciera y se independizara. Pensé que me/nos hacía falta vivir más humildemente, más conforme a quienes somos y lo que tenemos. Y de repente es curioso ver cómo esta casa tiene un aire a aquella casa madrileña frente al parque, porque vuelve a ser un espacio más unido. Sólo en la terraza te aislas realmente del resto de la casa. El resto de los espacios son uno y todo está lleno de ventanas, luz y mar.

Estos días me ha tocado dar varias ponencias seguidas, y todas versan sobre lo mismo: cómo vivir ahora. Ahora que empezamos a asumir de verdad que la vuelta atrás es imposible. Ahora que empezamos a ver que los cambios han venido para quedarse. Ahora que nos sentimos frágiles y pequeños y sin esquemas para afrontar una vida que no elegimos, pero se nos impone. Ahora que hay que empezar a organizarse de verdad y ante una realidad que duele en muchos sentidos. Porque el significado de la crisis apenas empieza a percibirse de verdad.

Cuando se habla de la capacidad de resiliencia del ser humano siempre se dice que se compone de dos elementos: resistir el dolor y rehacerse después de él. Resistir, resistimos al confinamiento, pero hay muchos dolores por venir que aún no vislumbramos o que son más sutiles y están y no los vemos en su justa magnitud: no poderse tocar, no poderse reunir, los programas que se deshacen, el trabajo que desaparece… LLevo meses hablando de mi preocupación por las consecuencias que va a traer la falta de contacto físico en los niños y niñas más pequeños, por ejemplo, que gestan la conexión corporal interna basica para su protección desde el contacto físico con las personas y las cosas, ¿cómo enseñarles esa conexión interna sin el tacto? ¿Qué ocurrirá con su desarrollo sensorio motriz? Y como ese dolor, muchos otros. ¿Y rehacerse? En ello estamos, en encontrar un modo diferente de habitar nuestras vidas.

Pero cuando se habla de resiliencia siempre se insiste en que para poder hacer ese proceso, las personas (y especialmente los niños y niñas por su falta de autonomía personal) necesitamos guías de resiliencia, figuras que nos guíen en ese proceso. ¿Quién puede ser guía en una experiencia desconocida para todos y todas? ¿Cómo guiar en algo que es tan desconocido y atemorizante para ti como para todos los demás? ¿Cómo guiar a nuestros hijos?

Yo no tengo respuestas. Tengo algunas respuestas mías, que son las que he ido compartiendo, pero no tengo respuestas a muchas de las preguntas clave. Pero sé que hay dos palabras que se han vuelto mantras para mí: humildad y honestidad. Sé que si queremos salir adelante como especie, la covid ha sido una enseñanza de humildad contra nuestra soberbia y engreimiento. Creernos capaces del dominio, el expolio y el control en la vida. Somos pequeños, raros y valiosos. Y la honestidad que permita poner palabras a lo que vamos sintiendo para poder apoyarnos en los demás. Salir hacia fuera nos hace fuertes, aislarnos nos hace vulnerables. Pero salir de forma honesta. Sólo así funciona, sólo así recibes ayuda, sólo así te sientes acompañada. Humildad y honestidad.

Gracias por seguir aquí. Mantengo mi opción de amor.

Pepa

 

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