Érase una vez…
Un niño de pelo largo y ojos encendidos que vivía en el bosque. Sus pies caminaban descalzos entre raíces, piñas y hojarasca con la misma facilidad que lo hubieran hecho en la arena de una playa infinita. Aquel bosque olía denso y anidaba en su piel.
Su madre le levantaba cada día con un cántico mientras acariciaba su cabeza. Él, como todos los niños y niñas inteligentes, remoloneaba en la cama haciéndose el dormido mientras recitaba de memoria la letra de aquella canción. Su primera letra memorizada. Después venían los vasos de leche caliente, el olor a hierba mojada, la lucha por caminar descalzo en el bosque y la resignación del camino al colegio. Cada día el mismo eco, la misma memoria.
Podía dibujar aquel camino casi a ciegas. El árbol rugoso que delimitaba la entrada a su hogar, el riachuelo que saltaba jugando a caerse, la enredadera de la que se colgaba arriesgándose a llegar tarde al cole y el camino de asfalto que aparecía anunciando la salida al mundo en el que había aprendido a olvidar.

La memoria se teje fragmentada y hay espacios que uno decide olvidar. Es la sabiduría de la supervivencia. Quedan olores, sabores, huellas en la piel. Quedan canciones y caricias. Queda el eco de miedo a cosas que no se sabe por qué se temen ni desde cuándo. Pero los caminos repetidos, las memorias cotidianas construyen un relato y ese relato se vuelve defensa y protección.
Así que el niño regresaba cada atardecer a casa junto a su madre, sus canciones y sus historias. Ella le enseñó a narrar el camino de la memoria. Cada noche construían una historia que empezaba él y a la que iban dando forma juntos. A veces eran historias de cuando él era bebé, a veces eran relatos escondidos sobre el miedo que había vivido ese día y otras eran historias metáfora protagonizadas por animales del bosque. Eran su segunda memoria, que acabó convirtiéndose en cuentos escritos cuando perdió la vergüenza y ganó la ternura.
Aquel niño se hizo hombre y cuando sentía que se perdía, volvía al bosque, a su olor y su textura, volvía a las caricias de su madre y volvía a las historias narradas con el corazón. Porque aprendió pronto que sólo cuando se habla de corazón se dicen verdades, aunque duelan y hagan temblar. El resto es ruido. Por eso le gustaba el bosque y los amaneceres sobre el mar, porque el sonido del mar y el sonido del bosque es cadencia y guarda memorias de alma.
Pepa
Noviembre 2025