El hilo de estrellas

9 mayo 2024
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Erase una vez… una pequeña aldea frente al mar donde el olor a azahar se mezclaba con el cántico de las olas. Era un lugar pequeño, bravío y hermoso donde crecer era algo liviano. Cuando los viajeros llegaban a aquella aldea sentían que su alma temblaba. No era un escalofrío, ni siquiera vértigo, era algo parecido a un pálpito, ese tipo de sensación que uno siente cuando presencia lo extraordinario.

Y es que los niños y niñas de aquella aldea eran diferentes. No sólo por sus melenas rizadas o por el iris de sus pupilas que cambiaba de color con el sol. Lo eran en su forma de acercarse a los desconocidos, tanto o más que en la forma de tomarse de la mano entre ellos. Era como si un hilo invisible los uniera y quien llegaba de visita sabía desde el primer instante que presenciaba algo mágico.

Muchas de las personas mayores de la aldea sonreían ante las preguntas asombradas de los viajeros sobre sus niños y niñas. Sus sonrisas estaban llenas de melancolía. Cómo nombrar lo inefable, aquello de lo que fueron parte hasta que les asaltó el miedo. No les pasaba a todas, había algunos ancianos que sonreían con sonrisa pícara, nada melancólica. Eran aquellos que habían atesorado el secreto durante toda su vida. A esos ancianos y ancianas era fácil reconocerles porque siempre tenían cerca algún bebé de melena larga y ojos de sol.

Y si algún visitante se atrevía a mirar silencioso, a responder a la sonrisa pícara de algún anciano y sentarse a su lado al caer la tarde…entonces presenciaba la magia, esa magia que se esconde casi tan evidente delante de nosotros que sólo quienes saben mirar pueden verla. Escondida en el brillo del sol en las hojas de los árboles, en las caricias de aquellos ancianos, en el sonido del mar de fondo y en la brisa de la tarde.

Ninguno de esos niños y niñas, ninguno de aquellos ancianos y ancianas tenían cuerpos fuertes y aguerridos. Más bien al contrario. Parecían frágiles y quebradizos, como si hiciera falta una inmensa dulzura y ternura para sostenerles. Y no es que lo pareciera, es que así era. Todos ellos permanecían unidos por un hilo de estrellas. Y como todos los hilos de amor, era un hilo casi invisible.

La paradoja era que para enlazarse en aquella red de estrellas la única condición era la valentía. El valor que sólo llega cuando nos atrevemos a mostrar nuestro dolor. Uno de los niños tuvo que enseñar el rugido de la ballena que habitaba dentro de él y que siempre pensó que si permitía que sonara, ahuyentaría a los otros niños y niñas. Otra niña había tenido que mostrar la herida del erizo de mar que cuando era bebé le clavaron en la piel y cuyas espinas seguían haciéndole sangrar cada vez que alguien trataba de tocar su alma o su cuerpo, que al final eran lo mismo. Una anciana, para poder sostenerse en el hilo de estrellas a lo largo de los años, había tenido que mostrar a los demás el dolor del hijo que su madre perdió antes de que ella naciera y que tantas veces la hizo sentir asustada y sustituta. O aquel otro niño de la melena saltarina había tenido que dejar que los demás vieran la sangre que brotaba de su costilla desde el día en que su padre decidió irse.

Casi todos ellos habían tardado años en dar el paso, hasta que un día habían reunido el valor suficiente. Ese día habían bajado al mar, a ese lugar donde las estrellas parecían estar un poco más cerca. Y con cuidado, habían tomado una estrella y guardado en ella su dolor. Al hacerlo, lo exponían, se exponían ante todos los que supieran leer las estrellas. Se mostraban frágiles y vulnerables y pequeños y se arriesgaban a que los demás les vieran, les sostuvieran o les juzgaran. Habían aprendido muy pronto en sus familias que hay una fortaleza, la de la eternidad, a la que sólo se llega asumiendo el riesgo de la fragilidad; y un amor profundo, al que sólo se llega asumiendo el riesgo de que te hagan daño.

Muchos tuvieron suerte y pudieron volver a colocar la estrella a tiempo en el cielo y dejarla brillar, como brillaban sus melenas a partir de ese día. Pero no siempre sucedió. Muchos no supieron hacerlo, no soportaron la sensación de fragilidad, de intemperie que sentían al cobijar en sus manos aquella estrella y al saber que otros podrían ver su alma. Otros rompieron la estrella por lo mucho que temblaban al guardar en ella su dolor y se llevaron dentro la oscuridad del silencio. Algunos encontraron sombras o rayos o truenos ocultando las estrellas, todo ese ruido que generan quienes no pueden sostener el dolor propio y por tanto tampoco el ajeno. Muchos de esos niños y niñas que no llegaron a entrelazarse al hilo de estrellas se convirtieron en personas adultas de cuerpos grandes y ojos apagados. Personas que se enfadaban a menudo, que corrían mucho y lloraban a escondidas. Pero aún así, incluso esas personas habían decidido quedarse a vivir en aquella aldea. Porque cuando el mar sonaba y el sol salía cada amanecer, calentando sus cuerpos entumecidos, por un momento se sentían frágiles, pequeños y capaces de valentía.

Y a su alrededor, los niños y niñas de melenas largas y ojos de sol se sostenían en la ternura de unos con otros, en las caricias en la cabeza y en el pelo, en la mirada silenciosa. Y a su alrededor cobijaban aquella aldea bajo un manto de estrellas frágiles pero eternas.

Pepa
Mayo 2024

3 comentarios a “El hilo de estrellas”

  1. Emocionante, sutil… me ha llegado al alma. Cuantos niños hay así , en un mundo duro, inexorable y cuantos pueden ayudar, a pesar de toda su pequeñez, al mundo. Solo falta que los estimemos, que los comprendamos.
    Gracias, Pepa

  2. Precioso, estoy llorando..

  3. Darte cuenta de tu dolor asusta, porque pensabas que no existía, hasta que paras y lo encuentras. Después puedes taparlo o ser valiente y mostrarlo. Mostrarlo es difícil, pero seguro que te libera.

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