Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Cuentos

Presentación de los cuentos en Zaragoza el viernes 27 de noviembre a las 19h.

Hace muchos años, cuando presenté mi primer libro en Zaragoza, mi amigo Carlos habló de la «geografía de mis afectos». Pocas veces he escuchado una expresión más certera, porque publicación a publicación, siempre vuelvo a mis tres lugares: Madrid, Zaragoza y Palma. Los lugares que explican quien soy, los lugares donde he vivido o vivo. Hay otros lugares, por supuesto, que guardan memorias y retazos de mí, pero estos tres me definen.

Así que aquí me tenéis, recibiendo un nuevo regalo, un nuevo encuentro, un regreso a uno de mis hogares. La presentación de «El lenguaje de los árboles» y «El mago de los pensamientos» en Zaragoza el viernes 27 de noviembre a las 19h en la Fnac de Plaza España.

presentacion cuentos en zaragoza

Y lo considero un regalo porque de nuevo me acompañan en el acto dos personas que harán el encuentro mejor, más profundo y más luminoso. Ellos y yo nos seguimos, nos reconocemos y nos sonreimos de espacio en espacio, de encuentro en encuentro. Compartimos un origen, el cole de Marianistas de Zaragoza, y muchos afectos en común, algunos que estarán presentes, otros que nos seguirán desde lejos. Pero los hilos del cariño son así, crean nuevas geografías que no conocen distancias o fronteras 😉

Pero no sólo nos une lo personal. Nos une la literatura. David Lozano se ha convertido en uno de los escritores de referencia en literatura juvenil y Pepe Trivez tiene una de las mejores bibliotecas colegiales que he conocido y un blog de literatura infantil de los que merece la pena seguir.

Así que ahi os esperamos. Para disfrutar y para conversar. Para mí es un regalo, y un privilegio.

Pepa

Amada

Recrearse, tejer redes nuevas, dejar que mi alma vaya anidando en nuestra isla, y llegar a tener una cierta sensación de rutina, bendita rutina! Muchas tareas del alma, de la mía y de la de mi hijo, por no hablar de las otras tareas, las del mundo, el trabajo y la logística.

Cada vez que alguien me pregunta que tal en Mallorca se me pone cara de boba, la misma que tengo por las mañanas en el desayuno, o al volver a casa o al recoger a mi hijo en el cole. Todo es nuevo, y diferente. ¡Y cuánto me cuesta no adelantar procesos, no intentar saltarme pasos, no acelerar caminos! Pero no funciona. El alma tiene sus tiempos.

Esta semana por fin hemos tenido sensación de hogar, de rutina, de horarios, de cotidianidad. Pero, aún así, nos están llegando tantos regalos que no me queda otro que arrobarme.

Desde los pequeños grandes detalles como los amaneceres y los cielos increíbles de cada mañana. Esa luz que me trajo a este rincón junto al mar. O nuestras compañeras de camino al cole, la madre y la hija con las que compartimos desplazamientos y que han llegado como presencia amorosa y auténtica a nuestras vidas, convirtiendo el camino diario en risa continua y las mañanas que no me toca subir a mi en desayunos plácidos en mi terraza frente al mar.

Sobre el cole podría escribir y no parar. Un cole que casi no parece un cole si no fuera porque es lo que siempre creí que podría o desearía que fuera cada cole. Lo creí y lo sigo creyendo. No es perfecto porque es humano, pero está lleno de regalos cotidianos: el bosque, el huerto, la cocina, los telares..pero sobre todo la consciencia hacia los niños, cada gesto de los educadores, el silencio lleno de música y risas, las caricias, la creatividad en las metodologías (enseñar a multiplicar con los sonidos de los pájaros, sólo por mencionar alguna). Que mi hijo haya pasado de salir corriendo y chillando del cole a salir caminando, abrazarte y decirte «hola mami». Y eso que le queda mucho camino por recorrer antes de anidar su espacio de forma armónica.

Y desde el cole, desde mi trabajo, y los amigos que ya teníamos aquí, el inmenso regalo de hogares que nos acogen, paseos en patinete, terrazas para ver estrellas fugaces, escapadas mañaneras a calas perdidas o tardes en casas en el campo. Una red de gente amada que se hace presente, cuidándonos con un mimo que a mi me conmueve.

Pero no es sólo lo que llega de nuevo, de inesperado, de conmovedor. Sino las presencias amadas que se hacen presentes. La semana pasada fuimos a Madrid por primera vez en casi cuatro meses. Y fue toda una experiencia. Fueron cinco días con una mochila para dormir en diferentes casas y ver así a toda la gente amada que fuimos capaces de ver, además de dar dos cursos, tener una reunión de espirales y presentar los cuentos. Fue como si no nos hubiéramos ido al estar con la gente y al mismo tiempo sentirnos ya fuera por la logística. Nos sucedió algo importante a los dos, a mi hijo y a mi. Yo me sentí fuera de Madrid, todo lo bien que me sentí con la gente que por momentos era como si nunca me hubiera ido, me sentí ajena a la ciudad. Los ritmos, las distancias, el ruido, la agresividad que también era la mía hasta hace bien poco, me parecieron mucho más duras. Comprobé una vez mas como cuando vives en un lugar, te haces al lugar y sus maneras y llegas a acostumbrarte tanto que casi no lo percibes. Hasta que sales de allí, y vives cosas diferentes y vuelves, y miras lo mismo con ojos diferentes. Me ha pasado varias veces en mi vida, con Zaragoza donde vivi dieciocho años, cuando deje mi trabajo en Save the children después de once años, y ahora con Madrid, entre otras.

Pero lo de mi hijo me asombró. Hizo un intensivo de amiguitos de Madrid, y fue feliz. Y yo estaba algo preocupada por la vuelta, por si le daba la nostalgia, por si se desajustaba. Y fue todo lo contrario. Ha sido como si ver que su gente seguía allí le diera seguridad y al mismo tiempo pudiera comparar también las dos vidas. No sé lo que fue, pero al volver el ansia que ha tenido durante estos meses, la aceleración desapareció. Esta sencillamente radiante.

Cuando me fui de Zaragoza a vivir a Madrid comencé una costumbre que no deje durante todos estos años, que fue la de ir de visita al menos una vez al mes. Los primeros años con las enfermedades de mis padres fueron muchas mas veces, y luego cuando fallecieron la gente me decía «dejarás de venir». Pero no fue así, tenía a mi familia y a mis amigos, y los kilómetros se convertían en un precio que no me importaba pagar con tal de verles, abrazarles y mantener el vínculo. Cuando llego mi hijo le incorporé a los viajes, y logré que el sintiera Zaragoza también como parte de su vida y de su alma. Con el cambiaron los ritmos, obviamente, y la reciprocidad pasó a ser necesaria, pero funciono.

Pues ahora con Madrid me reafirmo de nuevo en ese ritual. Ir es importante, mantener los hilos para que se hagan más sólidos si cabe, más profundos, en distintos escenarios, pero con igual profundidad. Es toda una apuesta de vida, que no sé si podré mantener en el tiempo, pero este viaje y sus efectos en mi hijo me ha recordado que tocar a las personas que amas, abrazarlos, mirarlos a la cara, besarlos, sirve de alimento para el alma, estés donde estés. Y que con ese alimento puedes volar. Siempre recuerdo cuando vivían mis padres y volvía a pasar un fin de semana a casa me esperaban siempre en la puerta y me abrazaban. Siempre salían a recibirte y, mi madre especialmente, solía abrazarme muy largo y luego me decía «ya tienes tu dosis de mimos para el mes». Yo tenía dieciocho años pero nunca olvide como me sentía en aquellos abrazos. Porque es verdad, una buena dosis de mimos te da fuerzas para volar lejísimos.

Y no quiero acabar sin contar algo muy especial que paso en la presentación de los cuentos en Madrid. En realidad todo el acto fue especial, Belén y Fidel con sus intervenciones, la gente que asistió, ¡tanta gente y tan amada!, las anécdotas de la gente que esta ya usando los cuentos con sus hijos, sus nietos o en las aulas (segun me contaron, mis amigas educadoras infantiles, cómo no, andan haciendo que sus niños se acaricien sus pensamientos en la cabeza cuando se ponen nerviosos siguiendo mi cuento de «El mago de los pensamientos» y parece que les funciona tan bien que los niños de sus clases quieren acariciar los de otras maestras porque dicen que gritan mucho y que deben estar muy nerviosas y necesitarlo como ellos ;-)).

Pero mi hijo puso el broche de oro. Al principio el y  sus amiguitos complicaron bastante el acto, porque seis niños de entre cinco y ocho años corriendo y subiendo al estrado y bajando dieron al acto un toque caótico por otro lado muy propio de la presentación de unos cuentos para niños 😉 pero que a mi me obligó a un esfuerzo de contención importante para no dar un bufido a José en algunos momentos. Pero cuando llego el turno de preguntas y José se había subido al estrado conmigo, hubo el siguiente diálogo entre José y uno de las personas del público:

– Yo te quiero hacer una pregunta a ti, José.

– ¿A mi?

– Si, a ti.

– Ah, vale.

– ¿Tú cómo te sientes al tener una madre que escribe cuentos, que habla en público, que ayuda a la gente..?

– (breve silencio) amado.

Asi. No dijo más. «Amado». Y entonces se hizo un murmullo en la sala conmovido, y yo lo abracé y dije «¿veis? Luego va y da estas contestaciones y es casi imposible no perdonarle todo lo demás». Risas generalizadas.

Así que supongo que eso es lo que quiero decir en el fondo después de todo lo que llevo escrito, que me siento amada en esta nueva vida, por los que ya estaban y por los que están llegando. AMADA.

Y os dejo por si os apetece verlo un vídeo de dos minutos que me grabaron para la difusión de los cuentos. Es bonito y sobre todo, está lleno de amor, el de quien lo grabó  y el mío.

Pepa

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Nuevos cuentos para niños y niñas

Cuando mis compañeros y yo creamos Espirales Consultoría de Infancia fue como hacer un sueño realidad: un sueño profesional, pero un sueño al fin y al cabo. Al establecer su filosofía escribimos que creemos «que el crecimiento personal transforma la labor profesional» y no encuentro mejor prueba de ello que los cuentos que os presento hoy.

Sé que no hubiera escrito estos cuentos si no hubiera sido madre. Tampoco si en el marco de mi crecimiento personal, Begoña Aznárez, una «maga» increíble y una de las mejores profesionales de la psicología que he conocido, no me hubiera ayudado a encontrar mi voz de niña dentro de mí.

Soy una privilegiada, he escrito y he publicado mucho, pero la colección «Cuentos para el alma» de la Editorial Fineo que empieza con estos dos títulos, El lenguaje de los árboles y El mago de los pensamientos, es algo nuevo para mí, algo diferente que brota de mi alma de niña, de madre y de profesional, todo en uno.

El proyecto es una colección sobre los temas que a los adultos a veces nos cuesta encontrar una forma de explicar a los niños y niñas. Cada cuento versará sobre un tema y llevará en la última página, bajo el título «Palabras para el alma de los adultos», unas pautas simples para las madres, padres, abuelos, profes, etc. que quieran contárselo a algún niño o niña, y aprovecharlo como excusa para hablar de esos temas con él o con ella.

Escribí estos cuentos, los publiqué en este blog y mucha gente me persiguió para que los publicara en papel. Y ahí está de nuevo la magia. Las ilustraciones que Martina y Margarita han creado para los cuentos los han hecho nuevos y diferentes e increíblemente mejores. Ahora tienen una luz diferente y más bella. Así que agradezco de corazón a cada una de esas personas que me dijo una y otra vez «Tienes que publicarlos». A Martina y Margarita, las ilustradoras, por todo su arte. Y a Silvia y a la Editorial Fineo, por confiar en mí para este proyecto y hacer un trabajo tan bello.

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El lenguaje de los árboles trata sobre la muerte. O más bien sobre el hilo de amor que une uno y otro lado de la vida. Habla de las personas que tienen el corazón dividido, «mitad en la tierra y mitad en el cielo», y está escrito para los muchos niños y niñas (los que son niños ahora y a esos otros niños y niñas escondidos bajo la piel de los adultos) que tienen su corazón así.

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El mago de los pensamientos habla de las caricias, y de cómo las caricias y los masajes sirven para la autorregulación emocional, para que esos niños y niñas que los adultos dicen que no paran quietos, que no logran ordenar sus pensamientos, o acallarlos o concentrarse… Para que esos niños y niñas tengan un truco «mágico» para poder poner algo de orden dentro de sí. En esos pensamientos que en el fondo no son sino el fruto de su extraordinaria sensibilidad.

Espero que sean los primeros de otros que están por venir, y espero que os gusten. El mes que viene, en Junio, estarán en las librerías españolas y disponibles para comprar on line. Ya los han leído muchos niños y niñas en México y unos cuantos cerquita mío, aquí, en España. De momento, los presentaremos en la feria del libro de Madrid.  Por si os apetece venir, estaré firmando ejemplares en la feria del libro de Madrid el viernes 29 de Mayo de 19 a 21h. en la caseta de UDL, la número 47.

Para mí estos cuentos son algo especial. Y un honor y un regalo inmenso de la vida que los leáis. Corazón y profesión, todo en uno.

Pepa

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El dibujo de mi hada

Los 41 han llegado cargados de regalos. Y con un aire nuevo.

Hoy una mujer docente que ha estado en el curso conmigo en Palma, se ha acercado a mi y me ha regalado esto:

Leyeron el cuento del hada atolondrada al principio del curso y ella ha dibujado mi hada. Me he quedado sin palabras. Sólo quiero compartirlo. Porque a veces en mi trabajo (y en mi vida) me pasan cosas tan hermosas que no hay palabras.

Pero ha habido mucho más:
Unas lunas hechiceras mejicanas…
Y una camilla llena de colores…
Y un baño de sol y de mar…
Y una comida en el parque llena de amor sosegado…
Y un día como los de antes: exposición, cine, compra, cena…
Y un árbol perchero más bonito aún de lo que pensé…
Y un deseo, una posibilidad para José…
Y el encargo de un libro bellísimo…
Y una descripción de mí en un trabajo de las que te hacen llorar…
Y un par de celebraciones de vida ansiadas..
Y llamadas y mails…

El amor de hace mucho, siempre nuevo, siempre único.
Algo parece estar cambiando en el aire.

Pepa, ya con 41.

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La hada atolondrada

Érase una vez…una hada de esas que de tan mágicas que son, le pasaba como a los grandes genios, que no se le notaba. Parecía humana, pero si te acercabas de a poquitos, sútil y dulce, descubrías que su piel temblaba casi transparente, porque era piel de hada.

Aquella hada tenía una risa muy contagiosa, una melena larga y sedosa y unos abrazos de los que deshacían la roca en polvorosa. Tenía además un anhelo de poeta que le llevaba a tejer pareados entre las palabras hasta casi casi deshacerlas de tanto retorcerlas en su forma y significado.

Hablaba tan rápido y siempre saltando de metáfora en metáfora, de palabra estrujada en palabra estrujada que muchos no lograban seguirla. Se quedaban silenciosos, absortos, mirándola. Y el hada sonreía, y recubría con su magia los miedos que anidaban en los ojos que la miraban, el temblor de las ausencias, y el dolor de algunos amores. Y lo hacía rápido, tan rápido que parecía a veces un suspiro y otras un huracán, pero nunca pasaba desapercibida.

Decían que se parecía a la diosa Mari, la de las tierras del norte que gobernaba la tierra y sostenía los cultivos, la de las tempestades y la larga melena. Pero ella era un hada. Ser hada se parece poco a ser una diosa, o quizá un poquito.

Aquella hada hablaba con los árboles, y con las montañas, y con la luna y con cada nube. Les susurraba sortilegios. Y cuando veía a la luna triste, le anudaba un mechón de su pelo alrededor de su blanco perfil para que no llorara lágrimas nivales. Cuando una nube empezaba a deshacerse de tanta lluvia contenida, le tejía con su pelo una cortina que permitiera deslizarse a algunas de sus gotas. Cuando los árboles se doblaban en las tempestades, cobijaba sus nidos envueltos en su melena.

Y aquellos sortilegios funcionaban, la luna sonreía a su león aunque añorara tocarle, los árboles susurraban sus mensajes, y las nubes se acariciaban de nuevo las unas a las otras hasta llover su dulzura. Lo único que por el camino se fue deshaciendo fue la melena de la hada, que pelo a pelo fue difuminándose.

Hasta que un día aquella hada se miró en el espejo del lago cercano a su hogar y no se reconoció. O quizá sí. Sus ojos seguían allí, su risa contagiosa y su poesía atolondrada permanecían intactas. Pero ella se quedó durante mucho rato mirando su reflejo. Preguntándose dónde quedó su cabello, en qué recodo del camino quedó su ser. Y de tanto mirarse se sintió pequeña y muy poco hada.

Pero entonces se acostó en la tierra junto al lago. Cerró sus ojos de mar. Y sintió en su cabeza la tierra mojada, y luego el calor del sol, y los rayos de luna que le acariciaron y las gotas que las nubes dejaban caer sobre ella. Y cuando quiso darse cuenta los árboles se inclinaban sobre ella.

Y sintió que ya estaba. Y estaba bien. La magia seguía viva en ella. Y decidió construir su propio nido, su propia metáfora, atolondrada y sosegada al mismo tiempo. Y sonrió.

Pepa, a punto de cumplir 41.

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El león enamorado de la luna

Érase una vez…un león fiero y hermoso, líder de una gran manada. Vivía en la sabana africana, en el mismo lugar donde nació, un lugar único que vibraba cada segundo de vida.

Pero a pesar de la belleza que le rodeaba, aquel león lloraba algunas noches. Guardaba un secreto que nadie conocía. Nuestro león de porte erguido y corazón valiente estaba enamorado de la luna.

Las leonas que vivían con él lo miraban con recelo, y al mismo tiempo atracción. Sabían, como se saben las cosas que son verdad aunque nunca se cuenten, que había algo diferente en aquel león.

Por las noches no dormía, se alejaba siempre hasta los altos desde los que podía contemplar el cielo y su mirada se perdía. Y al amanecer siempre se le escapaba una lágrima fugaz, que enseguida se sacudía, temeroso de ser descubierto.

Al principio lo había intentando todo para lograr acercarse a ella. Había subido hasta las cumbres más altas, resbalando, hiriéndose y maravillandose de lo que llegaba a ver desde aquellas montañas. Se había sumergido en el agua de su río, siempre pensando que en aquel reflejo se escondía su belleza. Incluso una vez llego a trepar a un árbol grande y muy alto, cuando todos sabemos que los leones no trepan, que tienen vértigo, que necesitan la tierra.

Pero cuando creía que la iba a poder tocar, ella siempre se esfumaba. Alguna noche la luna era tan grande, y estaba tan cerca que nuestro león tenía la sensación de dormir acunado por sus caricias. Pero siempre volvía el sol, y con él la espera.

Y los días nublados..eran los peores para el león. Rugía de desespero y cazaba más y mejor que ningún otro día para su manada porque sabía que esa noche no podría ver a su amada. Eran días de cuerpo revuelto y alma agitada.

Y lo que más le dolía, lo que llenaba aquellos ojos claros suyos de melancolía, era estar convencido de que la luna no le amaba. No sólo no le amaba, sino que no le reconocía, que para ella no era sino un león más. Porque entonces al león además de sentir impotencia, le invadía la soledad.

Hasta que un día…

Un día decidió abrirle su corazón y quedarse a la intemperie de la noche, donde quienes se aman encuentran refugio en el otro. Le escribió el más bello poema que su corazón leonado era capaz de escribir. Le dijo que la amaba, que la había esperado toda la vida, pero que ella era demasiado hermosa para él. Demasiado brillante, demasiado grande, demasiado inalcanzable…demasiado. Él era el rey de la selva, pero ella era la reina del cielo, y eso era un territorio inmenso hasta para un león. Le dijo que a partir de aquel día se conformaría con amarla. Sin más. Sentir ese amor en su corazón era suficiente para él. Eso y mirarla. Pero no volvería a subir árboles ni cumbres ni a sumergirse en ríos o lagos. Se quedaría con su manada, su gente, su territorio conocido, su lugar.

Aquella noche durmió inquieto. Al despertar sintió un calor extraño en su melena, y una luz que no lograba situar. Se levantó azorado y asustado. Ni en palabras de león ni de humano hubiera podido describir lo que era aquello que dormía a su lado, una criatura extraña con una luz…el león se tumbó a mirarla. Esa luz…donde había visto esa luz antes? Y el color de aquella criatura? No había nada en su selva que tuviera ese color que no era plateado, ni blanco, ni azul sino todos juntos a la vez. Y esa magia…

Y la criatura silenciosa abrió los ojos. Y en sus ojos anidaba el mar. Y no dijo nada, ni una palabra, ni un ruido…nada. Sólo le miró. Le miró durante tanto rato que el mundo se paró para los dos. Y cuando estuvo segura de que el león, de puro miedo, no se atrevería ni a tocarla, se acercó. Poco a poco. Muy poco a poco.

Le susurró su amor. Le habló de cómo había sostenido las piedras de las montañas con su reflejo para que él no cayera al subir en su busca. Cómo le había pedido a aquel árbol que no se enfadara demasiado con él y partiera una de sus ramas. Le habló de lo bella que se sentía cada vez que él miraba su reflejo en el río que había junto a su hogar. Mirarse en sus ojos le hacía descubrirse nueva y diferente.

Siguió hablándole, bajito, sútil, poco a poco, mientras se acercaba hasta rozarle. Y el león la sintió. Tan dentro de su alma, tan a flor de piel, esa piel que hacia años que nadie tocaba de esa forma..y dejó que su luz anidara en él, y se atrevió a desearla. A tocarla. A entrar en ella.

Y entonces lo comprendió. Y la llamó por su nombre: luna. Y ella sonrió. Y el león que había buscado fuera de su alma una forma de acercarse a su luna, en las altas cumbres y los lagos profundos..comprendió. Y encontró dentro de su ser el lenguaje de las caricias. Y con cada caricia le fue dando cuerpo a ella, la formó. La hizo luona, que es en lo que una se convierte cuando es un poco luna y un poco leona.

Y con cada caricia ella le fue llenando de su luz, le devolvió las cumbres, los ríos, la selva..todo lo que ella guardaba dentro de sí. Lo que cada noche de amor había iluminado sólo para él. Sin que él lo supiera. Hasta entonces. Y le hizo lunon, que es en lo que uno se convierte cuando es un poco león y un poco luna.

Así que recordad a esta luna enamorada la próxima vez que la miréis. Si la observáis con el cuidado suficiente, veréis los trazos de rojo de la sabana africana que forman ya parte de ella. Y, sobre todo, la veréis sonreír.

Pepa

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El lenguaje de los árboles

Llevo días pensando en colgar un nuevo cuento. Un cuento que escribí hace tiempo, pero que ha vuelto a mí estos días con el dolor galego. Los mismos días que el dolor se hacía inconmensurable veía el amanecer en el mar mientras me bañaba, y un día tras otro me preguntaba por esta vida en la que una noche pueden morir 79 personas y al día siguiente puede seguir existiendo tanta belleza.

Y una vez más, la vida tiene sus «emisarios». Por un lado anoche alguien me habló del idealismo, del silencio y del tono de las voces que se escucha más allá de lo que esas voces llegan a decir. Y hoy una amiga me ha enviado esta foto que me ha hecho volver a aquel cuento que escribí. Así que copio ambos. La foto acompañando al cuento.

Espero que os lleguen como a mí.
Pepa

EL CUENTO:
EL LENGUAJE DE LOS ÁRBOLES
Pepa Horno Goicoechea

Para mi padre y a mi hijo, paseantes de bosques

Érase una vez un niño cuyo abuelo le enseñó el lenguaje de los árboles. Se lo fue descrifrando en los paseos de aquellas tardes de verano alrededor de su casa del bosque. El niño quería ser pájaro y volar, pero el abuelo insistía una y otra vez. Decía que si volaba muy alto se perdería las maravillas del bosque, las que suceden a los pies de los árboles, en sus hojas y en sus ramas.

Por eso le llevaba de paseo por el bosque. Y con cada tesoro que le mostraba, el niño se quedaba prendado y su corazón se llenaba de silencio. Y sólo entonces escuchaba los susurros de los árboles. Era el lenguaje de los árboles del que siempre hablaba el abuelo. Aunque no lograba entender lo que decían.

Su abuelo decía que había árboles, los más sabios, los más ancianos, que llegaban al cielo. Era algo mágico. Por un instante se entrelazaban con las nubes y jugaban a acariciarse. Y en ese juego de caricias entre la esponjosidad de cada nube y las hojas pequeñitas, las de las ramas más altas de los árboles ancianos, las nubes les traían cartas del cielo.

Y cuando las nubes marchaban, los árboles atesoraban cada letra, cada legado a la espera de que su destinatario viniera a escucharles. Pero ésa era la parte más triste de la historia del abuelo: que la mayoría de los destinatarios de esas cartas nunca venían a buscarlas.

Y los árboles envejecían, llenos de historias, de susurros. Aprovechaban los atardeceres para dejar ir algunos mensajes con la brisa, o les contaban una pequeñita parte a los animales del bosque, por si pudieran ser sus emisarios. Pero casi ningún humano se acercaba a los pumas, a los zorros o a los búhos. A los perros y a los gatos sí, pero no a los animales del bosque.

Pero el abuelo sí lo hacía. Y desde que el niño nació, le llevaba con él. Al principio subido en sus hombros. Luego ya, cuando pudo, caminando juntos. Llegaban hasta una piedra en medio de un claro en el bosque. Y ahí se sentaban a silenciar sus corazones desbocados y poder escuchar las historias de los árboles. Y aquellas historias hablaban de lugares lejanos, de corazones tranquilos y de amores luminosos. Pero sobre todo estaban llenas de palabras no dichas, de esas que las personas no dijeron por miedo, o por no escuchar, o por no darse el tiempo o…

El abuelo decía que cuando estás en paz, ya no necesitas las palabras. Por eso el cielo es tan silencioso. Pero mientras tanto, hasta que llegas ahí, las palabras guardan el amor y el miedo, el dolor y la esperanza…guardan todo lo valioso que hay en las personas. Y las personas necesitan decirlas, y sobre todo escucharlas. Por eso los árboles siguen conservándolas. Porque los que están arriba en las estrellas mandan mensajes. Y porque los que están abajo lloran sus ausencias con palabras y lágrimas. Y de vez en cuando, en alguno de esos momentos mágicos en que los que viven en la tierra callan, los que están en el cielo hablan a través de los árboles.

Pero el niño nunca pudo llegar a percibir las palabras en los susurros de los árboles, sólo escuchaba un extraño y bello susurro. Y con el tiempo, conforme crecía, pensó que su abuelo se lo inventaba todo. Ninguno de sus amigos sabía nada del lenguaje de los árboles, y en realidad muy pocos iban a pasear al bosque con sus abuelos. Pero a él le gustaba. Y le quería. Así que decidió que no importaba que aquellas historias sobre los árboles fueran reales o no, sólo que fueran de su abuelo.

Hasta el día en que él murió. Una mañana luminosa de otoño su madre le despertó y le dijo que el abuelo se había quedado dormido y no se había despertado. Y el mundo del niño se paró. A partir de ahí todo fue difuso. La gente, las palabras, el entierro, las lágrimas de mamá…todo. Él ya no escuchaba nada, ni siquiera el latir de su corazón alado. Todo parecía detenido, sin vida y sin sentido.

Le enterraron en el cementerio del pueblo de los veranos, junto a la abuela, a quien el niño no había conocido pero a la que el abuelo había añorado durante tantos años. Y el niño hizo lo único que sabía hacer en aquel pueblo, lo único que tenía sentido para él: fue al bosque. A su piedra en el claro del bosque. Y se sentó.

Y entonces ocurrió. Empezó a escuchar palabras tras la brisa entre los árboles y el ulular del búho. Incluso le pareció ver un zorro a lo lejos. Pensó que aquello era imposible. Pero no lo era, ya no eran susurros sin sentido, eran frases. Frases que sólo el abuelo hubiera podido decir. “No quieras volar tan rápido, mira el bosque, siente la hierba, escucha a los árboles”.

Y ahí lo comprendió. Ahora entendía las palabras porque estaban dirigidas a él. El abuelo le había escrito una carta para él. El abuelo y la abuela, juntos. Y entonces aprendió de una vez para siempre el lenguaje de los árboles, el que sólo los que tienen el corazón dividido, mitad en el cielo, mitad en la tierra pueden escuchar. Sobre todo si son niños o niñas, más dispuestos a creer en la magia del amor que los mayores. Ese amor que enlaza las nubes con las hojas de los árboles y llena los silencios de significado.

Y el niño supo que ese lenguaje estaría siempre para contestarle cuando preguntara, cuando tuviera miedo, cuando se sintiera solo o cuando fuera feliz. Con la única condición de callar lo suficiente, amar profundamente, y no volar demasiado. Y supo también que a partir de ese día traería a su mamá a aquél rincón del bosque cada verano, para escuchar juntos a los abuelos.

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De historia a historia

Mi hijo y yo nos contamos historias una noche sí, otra no. Las otras noches tocan cuentos (los cuentos se leen, las historias se narran, inventándolas en ese instante). Él me cuenta una a mí y yo a él.

He aquí las historias de esta noche. Primero la que me ha contado José, luego la que le he contado yo. No sé de dónde surgen. Son sencillamente magia. Y me surge compartirla.

Pepa

LA MARIQUITA DE COLORES
Historia inventada por José para mamá el 16 de mayo de 2013

Esta era una mamá mariquita que quería volar, así que lo intentaba y lo intentaba, pero siempre se caía. Hasta que por fin un día co mucho esfuerzo, se subió a la montaña, abrió las alas… y voló.

Pero cuando se acostumbró a volar, llegó la lluvia y le borró sus colores. Se quedó sin ninguno en su caparazón. Y entonces se puso muy triste. Y llovía, y salía el sol, y llovía y salía el sol.

Y entonces de tanto llover y salir el sol, un día salió el arco iris. Y a la mariquita mamá se le ocurrió una idea. Decidió volar hacia él y meterse en el arco iris y entonces…¡salió llena de colores purpurina! Y de colores del España. (Del España?- digo yo-Sí, de su equipo favorito).

EL MAGO DE LOS PENSAMIENTOS

Historia inventada por mamá para José el 16 de mayo de 2013

Este era un niño pequeño (muy guapo- dice él- muy guapo- digo yo), muy guapo y muy inteligente que tenía la cabeza tan llena de pensamientos que casi siempre se le salían, flotaban alrededor de su cabeza, se confundían, se mezclaban y él andaba todo el día mareado. Por aquí un “hoy voy a comer..”, por acá “la respuesta al problema de mates es..”, por allá “cuando me pregunte, le diré a mamá que…”. Había tantos y tan diversos entre sí que el niño no lograba ponerlos en orden, a veces se mareaba y parecía como ido. Como cazando moscas, le decía su profe.

Hasta que un día en el parque, paseando para intentar aliviar el dolor de cabeza y sin ganas de jugar ni a la pelota, el niño se encontró a un anciano. Tenía el pelo blanco, como a él le gustaba.

Se le acercó y le preguntó:
– ¿Qué te pasa? Tienes mala cara.

Y él le contó su problema:
-Son mis pensamientos, que no puedo con ellos, no me dejan en paz, me lían y me atontan.
-Uy, a mí me pasa lo mismo.
-Imposible.
-De verdad, ¿por qué crees que llevo esto? – dijo señalando la boina que llevaba puesta. Y al hacerlo, se levantó la boina y sus pensamientos comenzaron a flotar imparables alrededor de su cabeza.

El niño los miraba asombrado. Allí, sobre el cabello blanco de aquel anciano había flotando fórmulas que él nunca había visto, palabras en idiomas que nunca escuchó y algunos otros pensamientos sobre los árboles, el sol o las nubes que hasta reconocía porque se parecían a los suyos.

– Y ¿Cómo lo haces para controlarlos? ¿Llevas siempre la boina puesta?
– No, sólo la llevo los días especialmente fríos. El resto del tiempo descubrí un truco infalible para que me dejen tranquilo.
– ¿Y cuál es? ¿Me lo puedes contar?
– Aprendí a acariciar mis pensamientos.
– ¿Acariciarlos? Eso es imposible.
– ¿Imposible? Espera y verás.

Diciendo esto, el anciano comenzó a acariciarle la cabeza al niño, le pasó su mano suave y blandita por la cara, por detrás de las orejas…y poco a poco los pensamientos del niño dejaron de hablar. Se calmaron, incluso alguno se adormeció, como si aquellas manos le estuvieran cantando una nana.

-Pero ¿Cómo lo hiciste? ¡Eres un mago!
– Te lo dije: con caricias.

Y así fue como el niño, a partir de aquel día, cada vez que necesitaba silencio para poder descansar o responder a la maestra, o para seguir el rastro de las hormigas entre los árboles…Cada vez se pasaba la mano por su rostro, cerraba los ojos y adormecía aquellos pensamientos. De esa forma lograba vivir ese instante. Ese y no otro.

Pero siempre, antes del silencio, le quedaba un último pensamiento: «Definitivamente, es magia».

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Cuento para los asistentes a la conferencia

Así comienza el cuento que mi hijo inventó para los asistentes a una conferencia que di esta semana en Palma. Mi conferencia hablaba de los vínculos afectivos en los niños y niñas adoptados en unas jornadas organizadas por la ABAP sobre adopciones. Unas jornadas en las que se respiraba ese aire especial y único que sólo se da en los espacios donde familias y profesionales se sientan a escucharse mutuamente.

Y mientras esperábamos en la puerta de las jornadas a que nuestra querida Anna llegara para llevarse al parque a José mientras yo hablaba, él me dijo, «mamá quiero escribirles un cuento a los asistentes a la conferencia».

Y el cuento dice así:

«CUENTO PARA LOS ASISTENTES A LA CONFERENCIA
En un mundo lejano en un castillo érase una vez una princesita muy miedosa. Sus padres le cuidaban. Un día tenían que ir de viaje. La princesita dijo «no quiero que os vayais» y sus padres le dijeron que se tenía que quedar con una cuidadora del castillo. El castillo tenía un dragón y la princesita, a pesar de su miedo, empezó a darle de comer y a acariciarle y así se hicieron amigos y comieron perdices».

El cuento lo creó sobre un cuento que le regaló su padrino por su santo, pero a mí me pareció increíble el detalle y justo que eligiera ese contenido en unas jornadas como aquellas. Así que le pedí permiso y lo cuelgo aquí como regalo para todos los asistentes a todas las conferencias 😉 que he dado.

Hemos pasado unos días de sol increíbles en Palma, él se ha bañado todos los días como valiente que es y yo he absorbido el sol que echaba de menos entre tanta lluvia madrileña. Un gozoso regalo poder ir con él y tener maravillosas «canguras» a las que poderselo confiar mientras yo trabajo y con las que pasear y jugar al sol.

Las illes Balears tienen una parte esencial de mí y es un regalo que formen igual parte de la vida de mi hijo. Él no paraba de decir que le gusta viajar conmigo y que se lo estaba pasando muy bien.

Y una conversación a la vuelta que no tiene desperdicio, bajando del avión.
A las azafatas:
-Adiós, sois muy majas!
Y una señora le dice entre risas:
-Tú sí que eres un cielo. Además yo tengo un hijo como tú.
-Y dónde está?
-En el cole, en Palma.
-Y quién le recoge?
-Su papá, mientras yo trabajo hoy en Madrid.
-Nosotros no tenemos papá.
-Ah, no?
-No, pero tenemos mucha gente que nos quiere. Así que cuando mi mamá trabaja como tú me recoge en el cole la tía tere, Norma, la tía Ana, Belén…
-Qué suerte tienes entonces!
-Mucha.

Todo esto ante mi alma emocionada y silenciosa.

Lo dicho, venimos de unos días de mucha luz. Es como llenarse de sol, pero no sólo por fuera, sino por dentro.
Pepa

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El árbol que sube al cielo

Hoy ha muerto la madre de alguien a quien quiero mucho. En realidad, alguien a quien queremos mi hijo y yo. Así que de nuevo me ha tocado hablar con él sobre la muerte. Y es que tenemos un cielo algo poblado ya, un cielo que él vive como un lugar lindo, donde Trabuco, un burro al que quiso juega con la perra Curra ante los ojos maravillados de la abuela Asun, el abuelo Luis, Elena y la mamá del padrino.

Intuyo que mucha gente cree que estoy algo «loca», pero yo ya me he acostumbrado. Tanto trabajar el duelo con los niños me permitió comprender hace mucho que la dificultad ante el dolor y la ausencia se hace más y más grande conforme acumulas años de vida. Así que a mi hijo yo le hablo de la muerte, de nuestros ángeles, y siempre, como hoy, le doy la oportunidad de elegir si quiere venir a los entierros.

Le explico que un entierro es una despedida, donde la gente que se queda y está triste porque no va a poder volver a abrazar a aquella persona que amaba, recibe nuestro amor y nuestra compañía. Por eso es importante estar. Le explico que cuando morimos, para poder ir a donde quiera que vayamos, el cielo o donde sea, necesitamos volar, y que nuestro cuerpo humano, al menos hasta ahora, no ha aprendido a volar. Así que nos toca soltar el cuerpo. Y dejarlo en la tierra, para que de él salgan nuevas plantas o se alimenten los animales.

Pero si escribo todo esto esta noche es porque los niños siempre van más allá. Cuando tú crees ir, ellos ya han caminado varios bosques. Es una cuestión de segundos. Asi que cuando le he escrito mi mensaje de cada noche en la nevera (es que estamos aprendiendo a leer), en el mensaje le he preguntado si quería que le dijera algo de su parte a ella cuando la viera mañana. Y no lo ha dudado, ha dicho «que la quiero y le vas a llevar un dibujo».

Ha cogido papel, rotuladores, y ha dibujado la casa de ella junto al mar, y el cielo, y un sol, y a ella con él, y luego un árbol. Un árbol que subía del mar al cielo, y entre las ramas, ascendiendo, su madre. Y me ha dicho «dile que el árbol siempre está ahí, aunque no se vea». A esas alturas yo ya estaba llorando, serena, pero llorando. Y él ha llenado el resto del dibujo de corazones de colores para ella. Y lo ha metido en un sobre, para que se lo lleve mañana cuando vaya al entierro.

Y yo he pensado en nuestros cuentos. En nuestras historias de cada noche. Y en todos esos corazones.
Pepa

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